Semper Virgo. Dei Genitrix. Immaculata.
Jorge Alberto Hidalgo Toledo
El Señor mismo os dará por eso la señal:
He aquí que la virgen grávida da a luz, y le llama Emmanuel
Isaías 7, 14
LA INTIMIDAD CONMOVEDORA
¿Qué es la visión sino la entrada en el ojo, a través de la pupila, de la luz que produce un objeto por reflexión y su proyección en la retina? ¿Quién pensaría que millones de células sensibles a la luz y al color reaccionarán enviando al cerebro datos brutos que serán interpretados, en función de la experiencia, como líneas, esquemas, categorías, hábitos… En sí, información fantásticamente compleja, estructurada y significante?
La migración del ojo biológico a la mirada semiológica ha sido un viaje que ha cautivado a un sinfín de historiadores del arte, filósofos del lenguaje, semiólogos y comunicadores. Pero más allá del proceso de reconocimiento, inferencia y cognición, encontramos una segunda mirada: la que nace del ojo moral. Sí esa visión espiritual y espiritualista del mundo, que pareciera haber cargado al ojo de un equipamiento distinto. Su operación se basa en el rastrear, identificar, inferir, juzgar y jerarquizar la realidad en función de convenciones representativas surgidas de un ambiente místico. El lenguaje decodificable por el ojo moral, no sólo responde al ámbito y filtro perceptual de la fe; de igual forma se alimenta del marco social, histórico, político, filosófico y, obviamente, artístico. He aquí, la exploración de esa mirada. Veamos pues, cómo los artistas del Renacimiento y la Contrarreforma educaron la percepción y generaron una alfabetividad visual, emprendiendo una batalla iconográfica en la que muchos temas resultaron triunfadores; entre ellos, el que a nosotros resulta interesante: La Anunciación a María.
Aún cuando podemos encontrar referencias textuales e iconográficas muy antiguas, el tema de la Anunciación a María, alcanza entre el Renacimiento y el siglo XVIII su apogeo. En todas las épocas de la historia del cristianismo ha estado presente iconográficamente; no obstante, identificar su evolución en los distintos estilos, nos permitirá identificar una historia paralela del arte que se entrelaza con la política y las maneras sociales de expresar y retroalimentar la fe.
En este ensayo abordaremos los significantes y significados de La Anunciación a María; para ello, hemos identificado calidades pictóricas que parecieran teológicamente neutrales y que por el contrario, nos permiten interpretar varios tipos de intereses visuales, así como los términos morales y espirituales de la época.
La secularización de nuestro discurso pudiera ser engañoso si nuestras fuentes solamente fueran doctrinales. Para sustentar una visión sistémica e integral, nos apoyamos en gran medida en: la evolución histórica del fenómeno mariano, la ruptura reformista y su batalla iconoclasta, la renovación visual de la contrarreforma y el triunfo ocular de la Iglesia Católica, abordados por disciplinas humanistas como la historia, el análisis y crítica del arte, la literatura, la filosofía y la política.
Hagamos pues un recorrido por el texto abierto de la vida y extendamos el sentido de la vista para que del deleite sensible de un simple cielo, se visualice la experiencia moral de los mortales; quienes en el periodo analizado, más que encontrar belleza en la cosa vista, pudieron captar el destino del hombre en la figura de un ángel que hincado saluda a María y ella, asombrada y prudente, eleva sus ojos al cielo para afirmar: “He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra”.
EL CIELO INVADE DE GOLPE LA CELDA
María, es el nombre de la virgen a la que, según nos cuenta San Lucas, se le presentó el Ángel Gabriel en el mes sexto en una ciudad de Galilea llamada Nazaret. La Virgen estaba desposada con un varón de nombre José, de la casa de David. Ante ella se presentó el Ángel, de parte de Dios, y le dijo: “Salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podría significar aquella salutación. El Ángel le dijo: ‘No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin’. Dijo María al Ángel: ‘¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?’ El Ángel le contestó y dijo: ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios”.
María, hija de Joaquín y Ana fue consagrada por sus padres y vivió en el templo con otras muchachas desde los dos a los doce años; edad en la que fue entregada a José. San Mateo nos cuenta en su evangelio cómo fue que Dios comunicó a José que debía desposarse con María. “Un Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados”. Y así, se unieron en matrimonio esperando que sucediera el anuncio hecho por el profeta Isaías.
Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras; sin embargo, es la Revelación divina un orden de conocimiento que el hombre, de ningún modo puede alcanzar por sus propias fuerzas. Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre; le revela su misterio. Misterio que en el caso mariano, conlleva el destino y salvación de la humanidad.
La Virgen María es la realización más perfecta de la obediencia en la fe; del someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad estaba garantizada por Dios, la Verdad misma.
En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que “nada es imposible para Dios” y dando su asentimiento. Su prima Isabel la saludó: “Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” y por esa fe todas las generaciones la ¿proclamarán bienaventurada?
La afirmación de San Lucas sobre la proclamación de María parece no cumplirse del todo en un periodo particular de la historia cristiana. ¿A qué se debe?¿Cómo evolucionó históricamente el tributo mariano y su iconografía? ¿Cómo es que la narración evangélica de dicho pasaje, cobra el carácter de culto en el Renacimiento? Veamos cómo se dio la adhesión personal del ojo biológico a la visión moral. Tratemos de entender cómo se dio la batalla iconoclasta durante la Reforma y el posterior triunfo de la Iglesia Católica en la Contrarreforma apoyada fuertemente en el trabajo de los artistas del Renacimiento, rescatando en su gran mayoría, los temas que los reformistas consideraban fuera de la Doctrina y el Credo Cristiano.
El nacimiento de la Virgen
Para entender el fervor mariano extendido en la Europa, habría que regresarnos unos siglos y darnos cuenta que el culto a la Virgen María ni siquiera es contemporáneo al mismo Cristo. Cincuenta y siete años después de la muerte de Jesús, San Pablo dejará escrita la primera referencia conocida. En el siglo II, se infiltrará su devoción por los escritos de San Justiniano y San Ireneo, incorporándose en el esquema teológico de la salvación y redención cristiana.
María, será identificada con la Nueva Eva y cobrará importancia su figura en la concomitante aparición de los tempranos libros apócrifos de la Biblia. En el 431, se declara a María Theotokos, o madre divina; en el siglo VI, aparecerá en la liturgia mozárabe en España. En la Iglesia visigótica española se desarrollarán muchas de las creencias claves del marianismo: San Ildefonso de Toledo, protagonista del primer milagro narrado por Berceo, curiosamente es el primer gran reformador de la liturgia mariana. En esas fechas, aparecerá la idea de María como Humani generis reparatrix, mediadora en la salvación que nos abrirá las puertas del cielo. Su nombre, ahora es sinónimo de salvación de los pecadores y contará con una gracia especial ante Dios.
En el siglo XII, los sermones de San Bernardo de Clairvaux serán vitales en la evolución de la piedad en Occidente. Su sensibilidad religiosa construirá una espiritualidad afectiva y humana. En su De aquaeductu desarrollará en forma metafórica la teoría de la mediación universal. Será de ahí la Virgen el canal de la gracia divina o mejor camino hacia Dios; Ella, la fuente viva de gracia. Su naturaleza humana la convierte en la mejor mediadora entre los hombres y Cristo, entre el cielo y la tierra.
En su Sermón séptimo sobre la Natividad, San Bernardo retoma su condición virginal para recalcarnos su condición pura, fuera de mácula y cómo es que en esta pureza se haya dado la concepción del hijo de Dios, hermano salvador de todos los hombres. Su papel materno captará la imaginación de los fieles y los llevará a recorrer la Europa medieval en su peregrinaciones a los santuarios, a plasmar en la iconografía y la literatura todos sus avatares.
Desde el siglo XI se escribieron colecciones de milagros de la Virgen en latín; el interés mariano por parte de la Iglesia se debía a que servían de inspiración e instrucción a los predicadores que ilustraban con las anécdotas sus sermones. Algunas colecciones pretendían dar a conocer algún santuario que poseía algún tipo de reliquia o fuese escenario de algún milagro de la Virgen. Los siglos XII y XIII vivirán el esplendor de la literatura taumatúrgica, difundiéndose los milagros de María en textos escritos en lengua eclesiástica, vía oral y en manuscritos vernáculos.
En el siglo XIII en la Península Ibérica se distinguen tres colecciones de Milagros de la Virgen importantísimos: “Las Cantigas de Santa María, de Alfonso el Sabio, escritas en gallego-portugués, el Liber Marie, de Juan Gil Fernández de Zamora, en prosa latina, y los milagros castellanos de Berceo”.
Algunos otros textos fundamentales que abordaron el tema mariano fueron la Vida de santa María Egipciaca y el Lybre dels tres reis d’Orient, Libro de Alexandre y el Libro de Apolonio, la Disputa del alma y del cuerpo y la Elena y María; todos ellos serán testimonio del sentir religioso y profano de la época.
Gracias al resurgimiento de la cultura latina en el Renacimiento, y el rescate de los textos de Virgilio (quien ya en su Égloga IV anunciaba la era cristiana y que su “Virgen” permitiría al mundo regocijarse con la redención) Nuestra Señora es proyectada literaria e iconográficamente como partícipe ejemplar del plan de salvación universal. (Figura 1. Muestra temprana del tema de la Anunciación, todavía enmarcada en la iconografía clásica medieval)
Esa vida espiritual empastada en la mariología estará viva hasta el estallido de la Reforma.
María, la Virgen, la iluminadora, la santa, dentro de la jerarquía de la eminencias espirituales, supera el punto de vista administrativo y pasa por alto la naturaleza de las cosas pues ella misma es espíritu y verdad encarnada en “su pobreza” humana y en la gracia de la santidad del Nombre divino. Ella es ya nombrada en El Magnificat como el santo gozo en Dios; su humildad la dotará de la Misericordia que no se agota, temor, justicia inmanente y universal socorrerán al Pueblo Elegido que se ubica en el corazón de todo hombre y así, “cortará de golpe la ilusión de una religiosidad superficial y fácil que confunde la Bondad divina con las flaquezas del humanismo, del psicologismo, el narcisismo moderno y la desacralización resultante de él”.
María, aparece en la teología de la época como alegoría del prado virgen donde descansan los peregrinos; es alusión a aquella boda entre la naturaleza humana y la divina. Ella, quien trajo al mundo al Hijo del Cielo y de la Tierra, es reconocida por la Acatista como aquella Tierra virgen: “Salve, campo no labrado que ha producido la Espiga divina reconocida por el mundo entero”.
El mismo San Víctor en su himno de Adán, Tertuliano y San Ireneo en su Adversus hœreses, habían desarrollado la idea de que María es la tierra del paraíso que de nuevo se ha vuelto virgen para que Dios pueda amasar con ella al nuevo Adán.
En ese Paraíso, se ha plantado el Árbol de la Vida, aquél cuyos frutos sabrosos alimentarán a los fieles; aquél que dio al fruto (Cristo) que procura el gozo de los que comen de él. Ese árbol es la imagen de la fuente inagotable de la fertilidad cósmica; su vegetación es epifanía de la divinidad, de la muerte y la resurrección. Por ello, María será la representación de toda la vida vegetal. Ya en el Cantar de los Cantares, se le invocaba prematuramente como el Jardín cercado o cerrado o vivo o luminoso; sus perfumes estarán presentes en la lección en el Oficio del 8 de diciembre de Pascasio Radberto, autor del siglo IX; en los Libros de Horas y en los oficios del 7 y el 14 de septiembre en la liturgia bizantina.
Ella, la Rosa divina, de la letanía de la Acatista; la Rosa mística de las letanías de la Iglesia de Occidente; la rosa del Paraíso de San Pedro Damián; el Rosarius de Santa Inés de Montepulciano y el Paraíso en forma de inmensa rosa de Dante, la colocarán como el alimento espiritual que vela por los alimentos terrenos de sus hijos. Ella, la Tierra Madre o Madre cósmica, guarda los atributos de la fecundidad, del alimento, de la inmortalidad, del racimo de bendiciones.
Su cuerpo de tierra es recorrido por corrientes de aguas vivificantes; ella es fuente inagotable, medio original de los seres “receptáculo de los gérmenes, matriz de las posibilidades de existencia, el agua, con la tierra y la mujer, constituyen el circuito antropocósmico de la fecundidad”.
Ella, fuente cristalina y segura, nos salva con su dulzura, con su pureza implacable. Ella es el equilibrio entre la substancia cósmica, maternal y virginal y la substancia de armonía y belleza. La enseñanza mariana es el orgullo, la justicia, la austeridad, el amor al prójimo, la desposesión. Su mensaje de generosidad divina es la respuesta con humildad, la Misericordia.
Ella como Stella Matutina o Stella Maris, es el cuerpo virginal, árbol bendito de “maternidad espiritual y la fecundidad luminosa o la sangre de la Virgen”.
María es alimentada por Dios; pero, mientras que los frutos llegan, ella invoca a Dios con sus oraciones y aparece el milagro; el que se da de pura gracia y el que se da de fe. Oración y éxtasis, contemplación y el milagro como acción, dinamismo y actividad.
La beatitud ontológica de infinitud en Dios, se entiende cuando captamos que es en su intacta virginidad donde está el simbolismo del corazón. “Dios introduce en el corazón virgen un elemento de su Naturaleza, es decir, que en realidad Él abre ese corazón al Espíritu divino trascendentalmente omnipresente; este Espíritu es de hecho desconocido por los corazones a causa de su endurecimiento, que es al mismo tiempo su disipación y su impureza”.
Es quizá por esa dureza que sopla milagros y evoca en la intimidad y en la sutiliza del don su Espíritu.
Una fuerte consigna resuena dejando sus ecos mientras muere la Edad Media: “Si Adán hubiese comido tales frutas, no hubiera sido arrojado del Paraíso ni los hijos de Eva hubieran recibido tanto daño”.
Esta idea de caída y redención del hombre, estará presente en las evocaciones iconográficas constantes a la salvación universal del Pecado Original a través de Cristo y sobre todo, al instrumento de su encarnación: la Virgen María -San Jerónimo en su Epístola 22 declara: “ahora que ha concebido una virgen y nos ha dado un niño …ahora se ha roto la cadena de la maldición. Vino la muerte por medio de Eva y la vida por medio de María”. He ahí la paranomasia anagramática difundida entre la clerecía: “Entre Ave Eva”.
Los artistas de la Contrarreforma encontrarán la gracia perdida por los primeros padres y la recobrarán en la inversión hecha cuando en María reconstituyen la inocencia perdida. Ella nuevamente es el árbol cuya sombra protege y sus frutas que son milagros, redimen. (Figura 2)
La inocencia vuelve al hombre rechazando la vergüenza, recobrando la vida eterna. Ella ha mostrado la fórmula de la salvación a cada hombre; sus actos son instrumentos de conocimiento para los files.
Las distintas epíclesis o nombres con los cuales se la invocan son encarnaciones del Verbo de Dios en el seno virginal. Su misericordia inagotable tiene un aire poético y misterioso que raya en lo asombroso.
La Nueva Eva, ha venido a salvar al mundo con el Verbo incorpóreo, ese delicioso grano de trigo en tierra fértil. Su forma lunar y su apariencia de astro sublime, la mostrará como el gran signo en el cielo, vestida de sol con la luna bajo los pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza como dice el Apocalipsis. Ese diálogo místico registrado por los artistas del Renacimiento y el Barroco, nos abren la puerta por la que pasará la luz que alzará al hombre sobre el mundo.
Estrella del mar, reina del cielo, puerta cerrada, paloma inmaculada, vid y alta palmera, son unos de los tantos nombres, designaciones, mitos y formas que ha tenido el mismo fenómeno desde su aparición en la religio perenne. Es el catolicismo quien sabrá llevarla a su forma más elevada y la coronará como la Iglesia Triunfante en el arte de la Contrarreforma
He ahí, el espíritu artístico que supo captar las influencias benéficas que descienden del cielo a la tierra. ¡Grande sean los pintores que supieron llevar esa convergencia ontológica a cada símbolo no simples alegorías, sino imágenes del Todo!; unidad múltiple de líneas irradiantes que llevan a un mismo centro; líneas protectoras, que salvan, incontables como las arenas del mar.
Una figura verdaderamente santa
En La Anunciación a María, tenemos la posibilidad de ver los medios para alcanzar el paraíso terrenal y reencontrarnos purificados con nuestro pasado. Gracias a las distintas representaciones iconográfica, nuestro ojo biológico tendrá la posibilidad de unirse a lo sublime gracias a la intervención de la Virgen María y construirse a imagen y semejanza del Dios que le dio la vida.
Para entender la fuerza pictórica de ese movimiento de vuelta al mundo y renovación espiritual de los dogmas de fe, hagamos una nueva lectura del pasado tomando como referente, y punto de partida, la extraña sorpresa que podríamos experimentar ante la ruptura que se inicia en el arte del siglo XV y ante el cual, uno se pregunta si los artistas interpretan una misma religión.
El aspecto luminoso del cristianismo: la bondad, la dulzura y el amor, habían sido tratados en el arte del siglo XIII y durante el siglo XV, ese reflejo celeste llegó a casi a extinguirse por completo. Dolor y muerte comparten su incomparable poesía con la caridad y el amor. Las obras, se cubrirán de un velo trágico y sombrío; el nuevo secreto del cristianismo –nos dice Emile Male- “no es amar, sino sufrir”.
El hombre doliente, en su aspecto patético, se instaurará ya no como un dogma dirigido a la inteligencia; ahora, se trata de una imagen conmovedora que habla al corazón. La Virgen muerta, desfalleciendo en brazos de San Juan, el cadáver de Cristo tendido sobre las rodillas de la Virgen, la pasión de la madre que se inicia cuando la del hijo ha terminado, resumen iconográficamente la violencia, la ignominia, la bestialidad del hombre. El dolor, simpatiza con la concepción heroica de la vida y se encuentra mezclado con la trama de las cosas. El dolor existe y de nada sirve negarlo. Es así como el arte hace empatía con la naturaleza humana. Pero cuidado, no es el sufrimiento lo que el arte del siglo XV pretende glorificar, sino el amor con que es aceptado para la salvación de todos los hombres.
En este periodo, la Pasión de la Virgen será una de las ideas favoritas para los místicos que no pueden separar, en sus meditaciones, a la madre del hijo. Ambos forman un solo ser, pues como dijo la Virgen en su aparición a Santa Brígida: “Los dolores de Jesús eran míos, porque su corazón era mi corazón”. De ahí que se empiece a decir, desde el siglo XIV –como antes se decía Christi Passio-, Mariæ Compassio.
Ese eco de la Pasión en su pecho, estará resumido en el trabajo de los artistas de los siglos XV y XVI. Así se nos enseña que la Virgen es un modelo de sacrificio; de dulzura y olvido de uno mismo.
Un silencio completo reinará en aquellos que aman la figura de María y han sabido plasmarla encerrada en sí misma escuchando solamente a su corazón.
La Virgen que antaño llevaba al “niño con la gravedad sacerdotal del oficiante que sostiene el cáliz”, ahora desciende del cielo a la tierra, encantadora y dorada. Una nueva comunión empieza a gestarse entre la obra y el espectador; una comunión íntima y divina, debida a la profundidad de la ternura expresada por los artistas de los siglos XIV al XVI.
En la nueva figura de la Virgen, el espíritu y el corazón descubrirán sin cesar nuevas maravillas. Su pureza será el tema de conversación del solitario consigo mismo. La más amada de las damas, ascenderá como el perfume de las flores y espiritualizará el ojo que contempla las virtudes; el mismo que busca pudor, caridad y olvido de sí, en el horizonte de grandeza de un mundo en el que se filtra con omnipresencia: “ella es el campo de trigo que nos satisface con el pan de la eternidad; es el arco iris coloreado con un rayo divino que desciende al atardecer; es la estrella que desprende una gota de rocío sobre nuestra aridez interior”.
Desde los primeros años del siglo XVI veremos la imagen de una muchacha casi niña, de largos cabellos, con las manos unidas en plegaria, suspendida entre el cielo y la tierra; y Dios, que aparece por encima de ella, al verla tan pura exclamará las palabras del Cantar de los Cantares: “Tota pulcra es, amica mea, et macula non est in te. (…) Todo lo que el hombre admira en el mundo no vine a ser más que reflejo de la belleza virginal”. La nueva imagen de la Virgen, es la de la esposa del Cantar de los Cantares.
La historia del cristianismo empezará a ser vista como un triunfo; aquella mujer que desencadenó todos los pecados sobre el mundo es sustituida por la mujer que le devuelve todas las virtudes. Caída y Redención; Adán y Eva, desnudos y cándidos aparecerán delante y detrás de la Nueva Eva Rediviva que devuelve la inocencia de los primeros días. (Figura 3)
La pureza, la fe y la inocencia nos dejan ver que el amor puede ser más fuerte que la ley.
La Reforma ha llegado y obligará a la Iglesia Católica a vigilar todos los aspectos de su pensamiento. La Iglesia de la Contrarreforma hará nacer un arte nuevo basado en la fe que salva y el amor que triunfa, apoyada en los dogmas afirmados en el Concilio de Trento, las órdenes religiosas y particularmente en los jesuitas. La reconquista de Europa fue una lucha contra el protestantismo y los dogmas que atacaban.
El arte inició y a su vez, se interesó por la controversia. El sacrilegio y la profanación de las imágenes quemadas por los protestantes, respondía a afirmaciones como las de Brencio y Lucas Sternberg quienes afirmaban: “No estaba limpia de pecado, no fue virgen”. Wygando decía: “esos que recitan el Ave María en honor suyo cometen crimen de idolatría porque convierten a una mujer en una diosa”; el mismo Lutero predicaba: “Si tú crees en Jesucristo, eres tan santo como la Virgen”.
Esos son los días del Papa Clemente VII, quien contemplaba desde lo alto del castillo de San Ángelo, a Roma devastada por las pandillas luteranas mientras tenía noticia de que Dinamarca, Noruega, Suecia e Inglaterra se desprendían de la iglesia; los turcos invadían Hungría y Solimán amenazaba los muros de Viena. El temor apocalíptico de Clemente VII está reflejado en su petición a Miguel Ángel para pintar en la Capilla Sixtina el Juicio Final.
El arte de la Contrarreforma responde a todos esos ataques exaltando la figura de la Virgen.
María, la siempre Virgen –tanto antes como después del parto- fue la Madre de Dios y no solamente de Jesús. La Inmaculada Concepción de la Virgen, se halla pintada por Domenichino en un fresco en la catedral de Nápoles representando el triunfo de la Virgen contra la Reforma. En la obra, un héroe joven pisotea a Lutero y a Calvino; el mismo, lleva una bandera blanca en la cual se leen estas tres respuestas al ataque de los protestantes: Semper Virgo. Dei genitrix. Immaculata. Cerca del héroe, una figura de mujer lleva el rosario que los luteranos denunciaban como una invención de Satanás. El Ave María sube hasta la Virgen, arrodillada ante su Hijo. “Le ofrece la oración de los hombres, que mueve su misericordia, y dos ángeles guardan en su vaina la espada de la cólera divina”. La pintura se convierte ahora en teología.
Glorificada como símbolo, la Virgen será retomada iconográficamente para triunfar sobre todas las herejías.
La Virgen aparecerá desde Flandes hasta Roma rezando en un cuartito inmaculado, en el que los colores brillarán como oro. Lirios florecerán en vasos, un ángel entrará sin ser visto y se arrodillará ante su imagen para anunciar el destino del mundo.
La Anunciación del siglo XVII contrastará con sus imágenes antecesoras. El cielo invadirá de golpe la celda en la que reza la Virgen; nos trasladaremos por ella de nuevo hasta el cielo. Grandeza y misterio se sentirá al contemplar la tan esperada respuesta.
El triunfo de la Virgen es el triunfo del arte en su forma apologética; los artistas participaron del martirio y la pasión de los cristianos; vivieron los límites del mundo y se unieron con Dios. Los amantes de la imagen de la Virgen escuchan con un nuevo éxtasis la voz viva y luminosa de Jesucristo. Nuevos acordes se escucharán desde entonces en la más alta cima de la vida cristiana y en el supremo esfuerzo del arte.
La serenidad de un amor secreto
Tiempo y cultura; la historia como un conjunto de narraciones que se repiten; la vida como una narración que registra hechos y los hechos, tienen categoría de valores, “si son valores, nos enseñan que los valores son hechos, que tienen valor”.
La historia, nos dice Yvon Belaval, “no es posible más que si tiene un sentido, y ese sentido es una moraleja: pero hace falta saber, o decidir, si la moraleja ha de ser racional, o teológica, o política. Según la concepción epistemológica, una historia no es posible más que si, de la misma forma, tiene un sentido: el sentido de una orientación, de un progreso”.
Encontrar el sentido de esta historia, nos lleva a la búsqueda de ese ramillete de monografías ligadas por la muerte y la supervivencia; por la laicización, la autonomía y la racionalidad; por el abandono del latín y la adopción de las lenguas nacionales.
“La Odisea de la conciencia”, como Schelling define al progreso, nos obliga a buscar el otoño medieval y el alba renacentista en el entrecruzamiento de varios fenómenos sociales anteriores al concepto de humanismo.
Así, podríamos iniciar nuestro rastreo en la disolvencia del feudalismo y la instauración de las monarquías nacionales, que causaron una gran tensión en el desarrollo del comercio, los mercados y la banca. De ahí que la maximización de los beneficios económicos y de la propiedad privada, arrastraran una serie de elementos que permitieron configurar un nuevo tejido social en el que la vida se hizo más competitiva, impersonal y comercializada; en la que el peso de la tradición era sustituido por la utilidad.
En ese marco social, los siervos y criados fueron sustituidos por aparceros y arrendatarios campesinos, los antiguos señoríos independientes pasaron a ser empresas agrícolas de cultivos comercializables. Muchos campesinos se vieron en la triste necesidad de migrar a las ciudades en busca de empleo como trabajadores asalariados a causa de la depauperación y la alienación.
La polarización de la pobreza, la escasez, las pestes, la expansión del Islam y la corrupción de la Iglesia católica, eran símbolos, para muchos, del fin del mundo.
Las “manifestaciones” del pecado y la lujuria eran reforzadas, en la Europa Occidental, por las profecías del abad calabrés, Joaquín de Fiore, quien afirmaba, entre 1190 y 1195, que en cualquier momento estarían por pasar al reino del espíritu.
De Fiore estaba convencido de que “la primera edad del mundo era la Edad del Padre, la segunda la Edad del Hijo, la tercera la Edad del Espíritu Santo. La tercera edad sería el Sabbath o día de descanso, en el que no habría necesidad de riqueza o propiedad, trabajo, alimento o abrigo; la existencia sería puro espíritu y todas las necesidades materiales serían superfluas. Las instituciones jerárquicas como el Estado y la Iglesia serían sustituidas por una comunidad libre de seres perfectos”.
La profecía de Joaquín estaba programada a cumplirse hacia el año 1260. Su creencia se extendió por toda Europa convirtiéndose en el objetivo de varios movimientos mesiánicos que consideraban al emperador Federico II como el personaje que anunciaría el inicio de la Tercera Edad.
Los Espirituales, una ala fanática de la orden franciscana, apoyó a Federico II, quien llegó a desafiar el poder del Papa prohibiendo el bautismo, el matrimonio, la confesión y los demás sacramentos en su territorio. La cruzada emprendida por los predicadores errantes de Joaquín insistía en la condena por vivir en el lujo y explotar y oprimir a los pobres.
La muerte de Federico (1250), pareció haber diluido la fantasía mesiánica; no obstante, el historiador Norman Cohn, registra un documento militar-mesiánico conocido como el Libro de los cien capítulos, escrito en el siglo XVI, en el que se profetizaba el regreso de Federico. El retorno tenía como fin confiscar la riqueza del clero, abolir la propiedad privada, la eliminación de mercaderes, prestamistas y juristas fraudulentos.
La Iglesia reaccionó ante todos estos movimientos considerándolos heréticos y prohibiendo todo tipo de reunión o procesión que tuviera tintes de “enderezar la senda”.
Los grupos de ésta índole, empezaron a actuar en secreto. Uno de ellos: los Flagelantes, encabezados por Konrad Schimd (quien afirmaba ser el Emperador Dios Federico) culpó incluso a los judíos –en el año de 1348- de provocar la peste negra que azotaba a Europa.
Las amenazas de una revolución en contra de la Iglesia y el Estado, por parte de las clases bajas, fueron preparando el territorio a la Reforma protestante.
Los profetas mesiánicos infiltraron sus ideas entre los Husitas de la Bohemia del siglo XV; en la Alemania de Hans Bohm (siglo XV); y con Thomas Müntzer, discípulo de Lutero, quien sublevó a los campesinos –mismos que fueron condenados por Lutero ya que los consideraba una banda de ladrones y asesinos.
La batalla mesiánica, junto con la Reforma, continuó durante el siglo XVI y XVII. Movimientos como el Anabaptista y sus 40 sectas derivadas; el encabezado por Melchoir Hoffman, seguidor de Müntzer; y la fundación de la Nueva Jerusalén a cargo de Juan de Leyden, son prueba radical de ello.
Si a esto le sumamos, la ebullición provocada por la Guerra Civil Inglesa y el ejército new model de Oliver Cromwell, que pretendían fundar un reino de santos en el que Cristo descendería para gobernar sobre ellos podemos entender la preocupación del papa Inocencio VIII por detener todo tipo de agitación violenta, radical y de protesta.
El humanismo, se presentará en ese contexto como un aliado natural del evangelismo, “buscador anhelante de un cristianismo depurado y más cercano a las fuentes bíblicas”. Sin embargo, la disputa entre Erasmo y Lutero recalcará las diferencias existentes entre una cosmovisión en la que el hombre como tal se afirma autónomo, por una parte, y la angustia nacida del pecado sólo puede encontrar apaciguamiento en la sola fides.
Los que empezaron a despreciar los milagros y a ridiculizar el culto de los santos y la Virgen, estaban inmersos en las oscuridades de esas fuerzas ocultas y mesiánicas contra las que luchará posteriormente el mecanicismo cartesiano.
Podríamos rastrear histórica, política, cultural, religiosa e incansablemente el inicio del periodo renacentista; así encontraríamos a Guizot quien nos dice que 1453 “es la fecha fatídica para fijar el final de la Edad Media”; mientras que otros teóricos la adelantarán hasta la peste negra de 1347-1349; la toma de Constantinopla; el final de la Guerra de los Cien Años; entre 1439 y 1469; Vasari adelantará el final de la Edad Media hasta Giovanni Cimabue; los clásicos franceses relegarán la noche medieval hasta Ronsard; un grupo de filósofos dirán que será la Egloga de Campanella, como vísperas del Discurso del Método, el punto de referencia, mientras que otros lo ubicarán en la participación de Nicolás de Cusa en el Concilio de Florencia, Concilio de la Unión entre bizantinos y latinos; e incluso, un grupo teológico, establecerá como fecha clave: 1563, fecha de la clausura del Concilio de Trento.
“Desde el punto de vista político, económico y social, esta fijación de períodos históricos está menos en relación con rupturas de uno u otro tipo que con una fase decisiva en el desarrollo de la burguesía capitalista, desarrollo iniciado ya desde dos siglos antes con la contabilidad por partida doble, las letras de cambio, los contratos de asociación, la lenta decadencia del feudalismo, la formación de Repúblicas, de Ciudades libres, el progreso de las organización hanseáticas, la colonización del oriente europeo: fenómenos todos ellos de lenta evolución, a los que en este momento dan un nuevo impulso las tentativas de un auténtico capitalismo de Estado, la burocratización de los Estados nacionales, los descubrimientos de ignorados continentes, la desecación de tierras ganadas al mar, el incremento de la circulación de moneda contante, la debilitación de las prácticas coercitivas eclesiásticas (no obstante el tardío endurecimiento pos-tridentino y las intolerancias tanto de Roma como de Ginebra y la sujeción de las iglesias luteranas a los príncipes temporales)”.
Con todo este contexto, lo que nos queda claro es que Europa sufrió una gran transformación en su economía, su política, su ideología y su forma de teologizar el mundo.
La ruptura religiosa tuvo mucho que ver en con este enfrentamiento dialéctico y será ella la que permitirá -como dice Ernest Bloch- la creación de una “utopía militante”.
Rescatar las premisas del Concilio de Trento, nos permitirán ubicar, en nuestro tema de estudio, el génesis de una sociedad construida sobre el sudor y la sangre; lo sacro y lo laico; lo protestante y lo católico; en sí, sobre la quietud y el progreso; moralejas que darán sentido a esta historia que empieza a anunciarnos, hacia donde se dirige la nueva humanidad. (Figura 4)
El secreto del cristianismo
La Reforma Católica tiene su origen mucho antes del Concilio de Trento. Poner remedio a los graves males que pesaban sobre ella, desde finales de la Edad Media, eran su gran preocupación. Los desvíos observados en las comunidades regulares eran resultado del aumento de las rentas de las comunidades, de la generalización de las encomiendas y del espíritu de separatismo que llevaba a cada abadía a reivindicar su plena autonomía.
Por ello, empezaron por agrupar a las casas por congregaciones; las órdenes mendicantes se esforzaron en revalorizar las virtudes del ascetismo evangélico y en 1484, los diputados del clero y del tercer estado reclamaron la represión de los abusos eclesiásticos.
El rey Carlos VIII intervino en 1493, instaurando en Tours una comisión de reforma cuyo informe debía poner de manifiesto los males de la Iglesia. La asamblea envió al Papa Alejandro VI sus resultados y, éste, solicitó al cardenal Georges d’Amboise, ser el responsable de la reforma de la Iglesia de Francia. Estas iniciativas se dieron en paralelo a la ruptura de Lutero con Roma; y coincidieron con la creación de nuevas órdenes o congregaciones como los teatinos, las ursulinas, los capuchinos y los jesuitas.
Pese a ello, las reformas se revelaron insuficientes, “puesto que ya no se trataba únicamente de abusos de tipo disciplinario, sino que todo estaba en entredicho: el depósito doctrinal, la vida moral y espiritual, la eclesiología e incluso los fundamentos de la cristiandad”.
Sólo un concilio ecuménico podría dar solución a todos esos problemas. El papado se mostraba vacilante, ya que el mismo Lutero había apelado en 1518 a un concilio libre y legítimo para dar voz al sacerdocio universal; asumir un programa como ese era algo difícil de aceptar por la Santa Sede, pues podría estar viciado por las intenciones políticas de reducir la autoridad del Papa, el auge de los nacionalismos y la amenaza contra el poder universalista de Roma por parte de los príncipes alemanes e italianos. Será Paulo II quien emitirá una bula el 22 de mayo de 1542, para convocar a una asamblea ecuménica en Trento.
Las sesiones del concilio se abrieron en 1545 y se prolongaron hasta 1563.
La prolongación tuvo que ver con varios equívocos: “Roma esperaba la definición de los dogmas, Carlos V esperaba una reforma de la Iglesia, capaz de atraer a los protestantes y restablecer la unidad cristiana”.
Las amenazas de una intervención imperial hicieron que se trasladara la asamblea a Bolonia y en mayo de 1551, el nuevo papa Julio II reanudo los trabajos. Carlos V consiguió que se admitiese en Trento unas delegaciones de protestantes alemanes. Las sesiones se interrumpieron no por la influencia del espíritu germánico, sino por la alianza secreta dirigida por el elector de Sajonia con el rey de Francia con la que invadieron Alemania del Sur en 1552.
Grandes cambios políticos y religiosos se vivían cuando se reiniciaron las negociaciones: La paz de Augsburgo había reconocido al luteranismo en Alemania; en Inglaterra se había creado el anglicanismo; en Francia se intentaba la reunificación religiosa a través de un diálogo nacional.
El concilio proclamó la existencia de dos fuentes de verdad: la Escritura y la tradición signando la obra de los padres, el magisterio conciliar y pontificio, el consensus de la Iglesia universal asistida por el Espíritu Santo; se reafirmó la existencia del pecado original y su transmisión a la descendencia de Adán; el bautismo se consagró como el sacramento de la regeneración sin eliminar la concupiscencia; los siete sacramentos se afianzaron como signo de la gracia de quien los recibe; la eucaristía y el tema de la transubstanciación ocuparon un lugar destacado; la remisión de los pecados implicaría a partir del concilio: la contricción, la confesión de las faltas y la penitencia; se reconsideró que la Iglesia constituía una sociedad estrictamente jerarquizada dando su importancia al pontífice romano. El día de la clausura, el 15 de diciembre de 1563, se afirmó la existencia del purgatorio y se proclamó la legitimidad del culto a la Virgen y a los santos, recordando así el valor de la plegaria de intercesión.
La Contrarreforma había empezado y la aparición de la imprenta permitió expresar el dogma en cánones precisos y concretos. Trento dio origen al gran desarrollo pastoral y misionero del siglo XVII para afrontar la evolución y las crisis del mundo moderno. No sólo fue una respuesta a Lutero y a los erasmistas, “sino que se situó en el centro del drama vivido por los contemporáneos: la angustia de la salvación individual ante la ineluctable decadencia de las cosmogonías medievales”.
Las ideas, los sentimientos y las pasiones se habían colocado al servicio de la humanidad y del progreso; el mensaje cristiano de la salvación estaba a punto de guiar a la ciudad terrenal en su evolución.
Las reformas fueron rápidas y espectaculares; involucraron a los papas Paulo III, Paulo IV, Pío IV, Pío V, Gregorio XIII, culminando con Sixto V y su bula del 3 de diciembre de 1856.
La obra de reorganización comprendía: formación de grupos de cardenales encargados de la dirección de las congregaciones: la del Santo Oficio, creada por Paulo III en 1542 para la defensa de la fe, la del Índice de libros prohibidos, la de Propaganda, encargada de coordinar el movimiento misionero, la de Ritos, y la Consistorial; se publicaron el Catecismo romano (1566), el Breviario romano (1568), el Misal romano (1570), el Ceremonial de obispos (1600), el Ritual romano (1614) y la Biblia sixtoclementina o Vulgata; colegios y universidades impartieron la enseñanza superior católica y desarrollaron la investigación; el Colegio romano se convirtió en la Universidad Gregoriana.
Las reformas papales conmovieron a los católicos y desarrollaron la devoción a la Santa Sede, lo que permitió la consolidación de la monarquía pontificia y la extensión del nuevo movimiento de cristiandad. Así se renovaron las Iglesias locales; en el siglo XVII se pasó del obispo gran-señor al obispo-jefe religioso; se crearon seminarios para la instrucción de sacerdotes y creación de un espíritu eclesiástico; surgieron nuevas órdenes masculinas como los Feuillants, la de la Trapa, los genovefinos, la congregación del Salvador, la del Antiguo Rigor; los dominicos se dedicaron a la investigación teológica y a la controversia erudita con los protestantes; los franciscanos se convirtieron en artífices del apostolado popular: en las peregrinaciones, las cofradías, la predicación parroquial y se dedicaron a exaltar el culto a la Virgen.
“La decadencia de la economía señorial, el desarrollo de las ciudades y, paralelamente, la ascensión de la burguesía engendraron necesidades nuevas y en particular, la necesidad de adaptar la cultura a una masa mayor de hombres. Incluso la vida religiosa se transformó. La antigua espiritualidad, ajustada a una situación de cristiandad, se integró en las cosmogonías medievales; la nueva espiritualidad se preocupaba más por el individuo que por el mundo creado; acogía al humanismo del Renacimiento, sin rechazar por ello la herencia cristiana. La división de Occidente obligó a la controversia y también a una táctica de defensa y reconquista: se creó así una geografía móvil de casas religiosas, con frecuencia pequeñas y concentradas en frentes concretos, que contrastan con la estabilidad de las grandes abadías de otro tiempo”.
La espiritualidad medieval conocerá un florecimiento y se conservará fiel a las estructuras sociales y al estilo religioso tradicional; en España, la efervescencia innovadora y la ortodoxia restringente favorecerá el impulso místico marcándolo con una nota esotérica; en Francia, aparecerá mezclada con la nota de austeridad y de reserva heredada de los grandes maestros espirituales nórdicos; el retorno a las fuentes suscitado por el protestantismo e impulsado por el concilio rescatará la Biblia alimentando la piedad de los católicos franceses del siglo XVII. “El texto penetra en la vida espiritual y la alimenta por medio de la lectura, la predicación, la liturgia, el arte. Pintores como Nicolas Poussin o Charles Le Brun representan escenas bíblicas sin buscar la exactitud histórica pero cuidando la precisión teológica. Algunos libros asocian imagen y texto: por ejemplo la Biblia de Royaumont, publicada en 1670 por Nicolas Fontaine, que modeló profundamente la sensibilidad religiosa de los contemporáneos. Tal atmósfera bíblica da a la espiritualidad francesa su tonalidad lírica, su sentido de lo humano, su arte de transfigurar las realidades del mundo”.
El siglo XVII consideró, en los grupos sociales más cultos, la meditación, la huida de la calle y de las diversiones como las supremas y necesarias condiciones de la vida religiosa. La tendencia al retiro, estuvo reforzada por las influencias estoicas de todo el siglo y desembocarán en la moral de Descartes: “Ser dueño de uno mismo, no depender sino del interior, ya que sólo el interior es libre, mientras que las fuerzas exteriores nos constriñen”.
Las devociones pasarán a ser manifestaciones masivas, como las peregrinaciones internacionales o locales, pero en el marco de las cofradías; se establecerán en las parroquias donde se dará orientación espiritual.
Se honrará a los santos de diversas maneras; la tradicional irá unida a la protección de los bienes de la tierra o a la curación de las enfermedades.
Con este tipo de devoción se responderá a reestablecer la práctica negada por los protestantes.
“A la piedad mariana van unidas las formas afectivas heredadas de la Edad Media y consagradas ya desde antiguo por la autoridad de San Bernardo: se perpetúan en las peregrinaciones, las cofradías e incluso en las parroquias gracias sobre todo a los franciscanos. Las manifestaciones externas coexisten con la devoción más espiritualista, que trata de integrar a la Virgen, imagen de la perfección cristiana, en la economía de la salvación. Así, la meditación de sus misterios se convierte en el medio privilegiado de adherirse a las virtudes de Cristo”. (Figura 5 )
Un dogma dirigido a la inteligencia que habla al corazón
El fervor post-conciliar englobará la actividad humana en todos sus aspectos, sacralizará los actos más humildes y hasta las diversiones; el hombre en su integridad, después de la Contrarreforma, se ajusta a los ritmos de la religión. Las formas más elevadas de la creación intelectual tendrán también una finalidad espiritual.
Los artistas serán los poetas del plan divino. La Iglesia regulará los temas y hasta los detalles de su inspiración: el arte de esta época es reflejo de la teología tridentina; su magnificencia proviene de un sistema más que de una elección estética.
El arte plástico rico, en medios, expresará un tipo de fe orgullosa de sus certezas al tiempo que permitirá al pueblo llano unirse al teatro de la liturgia. Este será el tiempo del arte como testimonio de una religión en crecimiento, símbolo de una fe estable y sin quietud.
Desde los tiempos de San Gregorio Magno (540-604) se tenía muy clara, en un sector particular de la Iglesia, la función didáctica que justifica la existencia de la imagen. En el mismo Concilio de Trento, se citó hasta la saciedad la carta que el santo enviara al obispo de Marsella, Sereno, en el que le condenaba la destrucción de imágenes: “Te alabamos por haber prohibido adorar las imágenes, aunque reprobamos que las hayas destruido. Adorar una imagen es diferente de aprender lo que se debe adorar por medio de la pintura. (…)La obra de arte tiene pleno derecho de existir, pues su fin no es ser adorada por los fieles, sino enseñar a los ignorantes. Lo que los doctos pueden leer con su inteligencia en los libros, lo ven los ignorantes con sus ojos en los cuadros. Lo que todos tiene que imitar y realizar, unos lo ven pintado en las paredes y otros lo leen escrito en los libros”.
En gran medida, el triunfo del cristianismo como religión de masas, se debió a que desde un principio aceptó la imagen como medio de difusión de sus creencias entre la mayoría de la población pagana y analfabeta que supo abrazar la fe, como si de una persona se tratara.
La imagen enseña, informa, conmueve, persuade, emociona, convence y orienta el comportamiento. San Juan Damasceno, principal defensor de las imágenes en pleno período iconoclasta en el siglo VIII, se encargó de divulgar el valor de la imagen pues esta tiene la posibilidad de llevar el alma a alabar a Dios.
En el mismo Concilio de Trento, la figura del pintor se pondrá a la par con la del orador; se justificará el uso de las imágenes “porque los milagros realizados por Dios a través de los santos y sus saludables ejemplos son puestos bajo los ojos de los fieles, a fin de que por ellos den gracias a Dios y conformen su vida y costumbres a imitación de los santos, y sean estimulados a adorar y amar a Dios y a practicar la piedad”.
El mismo cardenal Paleotti escribió en su Discurso en torno a la imagen sagrada y profana (1582) que “la finalidad de la imagen sagrada era mover a los hombres a la obediencia hacia Dios, así como inducirlos a la penitencia, a la piedad, a la caridad, al desprecio del mundo y a otras virtudes, instrumentos todos para unir a los hombres con Dios”.
Ante las críticas a la adoración de las imágenes como una forma de idolatría manifestadas por el protestantismo, se citaron nuevamente los argumentos de San Juan Damasceno que distinguía entre ídolos e iconos; dejando la verdadera adoración a Dios y la veneración de la imagen como una veneración a la persona que ella representa.
La pintura no era la imagen natural sino la imitativa. Los artistas sólo representaban, imitando a la naturaleza universal que es Dios, “ordenando que se hiciesen imágenes, para mostrar la noticia y memoria de sus originales”.
Para los protestantes, la creencia de la salvación por la fe en Cristo eliminaba los méritos de la Virgen y los santos para lograr nuestra salvación. Rezarle a sus representaciones les parecía completamente inútil, idolátrico, carnal y papista. De ahí que el Concilio de Trento diera tanto énfasis en reafirmar la legitimidad de las imágenes en las iglesias por su eficacia didáctica exigiendo un mayor control en el desarrollo formal, la invención y la originalidad.
Así como se exigió, después del Concilio una formación en la fe a los futuros sacerdotes, también se pidió que el pintor acompañara de conocimiento y fe a su representación.
“El triunfo definitivo del culto a las imágenes obligaba también a regular la creación artística para ponerla al servicio de Dios y evitar en lo posible la idolatría. Así, las figuras se alargan, se espiritualizan, no son retratos ‘naturales’ que el pueblo sencillo pueda confundir con un ser real, son seres divinos que, en su inmovilidad, disfrutan de la paz celestial que transmiten con su mirada fija y serena al espectador. En 1551, el Concilio de Stoglav considera la pintura religiosa como un sacerdocio que tiene su formación en la transmisión reiterada de los modelos iconográficos antiguos. Dionisio de Furna, autor de un tratado de pintura (s. XVIII) escribía: <No comencéis vuestra obra al azar y sin reflexión, antes al contrario, con la fe puesta en Dios y con piedad en este arte, que es una cosa divina>”.
Los manuales se promovieron ampliamente desde el siglo XVI para evitar errores. De esta manera, no sólo se imponían las historias, sino que incluso se estipulaban detalles iconográficos, simbólicos y compositivos.
Pese a ello, en el Renacimiento la consideración social del artista sufrió un cambio muy importante. El descubrimiento, intelectual y material, de la antigüedad clásica, así como otros factores económicos, políticos, culturales o religiosos, despertaron el interés por el hombre, desplazando, en una suerte de secularización, de la vida pública el teocentrismo imperante.
A la Iglesia, se sumaron príncipes, reyes, nobles y burgueses como comitentes. Los artistas del Renacimiento intentaron romper los nuevos vínculos que limitaban el ejercicio de su oficio demostrando que la pintura era una ciencia, un arte liberal e intelectual, como la música o la poesía; y que antes que ser artesanos, eran creadores libres de pensar, renovar e innovar en su propia obra.
La pintura religiosa, sufrió la “contaminación” de ese ambiente preocupado por el espacio, la perspectiva, la luz, el cuerpo humano, las proporciones, los temas profanos, el ideal clásico de belleza, el desnudo y la figuración religiosa.
El Concilio de Trento quiso poner fin a esos excesos basándose “en el decoro, concepto clave para entender la pintura barroca postridentina. El texto era claro: este santo Sínodo quiere que sean erradicados de inmediato, de modo que quienes los cometen no puedan constituir ninguna imagen de falsa doctrina ni una ocasión de peligroso error para los sencillos. (…) En adelante, sea evitada toda lascivia, de modo que no se adornen ni pinten imágenes de belleza provocativa. (…) Por lo demás, ocúpense los obispos con tanta diligencia y cuidado de estas cosas que no se advierta nada desordenado o dispuesto de cualquier modo y confusamente, nada que sea profano y deshonesto, puesto que a la casa de Dios conviene la santidad”.
Los tratados moralizadores para poner fin a los errores y abusos en materia de pintura sagrada se difundieron durante el Renacimiento y el Barroco. Entre ellos encontramos: el Dialogo degli errori e degli abusi de ‘Pittori circa l’istoria de Andrea Gilio (1564); De imaginibus et miraculis sanctorum, de Castellani (1569); Instructiones fabricae et supellectilis ecclesiasticae, de San Carlos Borromeo (1577); Discorso intorno alle imagini sacre e profane, del obispo de Bolonia Gabrielle Paleotti (1582); De Pittura sacra del cardenal Federico Borromeo (1625); Arte de la pintura, su antigüedad y grandeza de Francisco Pacheco (1649); y El pintor cristiano y erudito de Juan Interián de Ayala (1730), entre otros.
Los tratados exigirán a los pintores: conocimiento, sentimiento, piedad y fe. El insistente decoro incluía el evitar las actitudes jocosas y poco dignas que ofendían la delicadeza de ánimo; y el incluir personas conocidas y particulares para servir como modelos de santos y otras historias sagradas.
El rigorismo teórico acentuó el control y la censura. Un control que funcionó dentro de las instituciones y las convenciones tanto comerciales, religiosas, sociales y sobre todo, perceptuales.
Con este amplio contexto podemos entender en gran medida el fenómeno social que representó el arte y las conexiones que existen entre la pintura y la experiencia cotidiana ante un tema cuya experiencia sensorial para un ojo moral poco educado, puede no sobrepasar el concepto de “bonito”, “agradable” o “curioso”.
Veamos pues cómo se da el brinco del fenómeno cultural al fenómeno semiológico en el tema de La Anunciación a María. Hagamos una interpretación introspectiva como la que nos sugiere Baxandall cuando se refiere al uso de los cuadros “como estímulos para la meditación piadosa de los contemporáneos, una meditación que se ejercía, según advierten los libros devocionales de la época, en forma de una imaginación visual a la que el devoto añadía las particularidades personales a partir de su propia memoria y experiencia biográfica”. (Figura 6)
Un lirio que florece en bello vaso
Para mirar como el hombre del Renacimiento es necesario referirnos a su experiencia de convenciones representativas y adentrarnos en su cultura. Interpretar implica entrenar la visión; experimentar el ambiente; visualizar, establecer analogías e inferir. ¿Cuáles eran esas categorías de convenciones representativas que podrían permitirnos leer la imagen y comprenderla?
La primera convención está relacionada con los que vemos, la segunda es más abstracta y conceptualizada y tiene que ver con lo que habrá de significarnos.
Comprender un cuadro, según Baxandall, implica reconocer esa primera convención representativa que supone el disponer pigmentos sobre una superficie de dos dimensiones para referirse a algo que es tridimensional. En ese esfuerzo del pintor por ofrecernos una acción está el engaño, ya sea total o parcial, a los ojos.
La convención italiana del siglo XV, tenía que ver con la habilidad para hacer de una superficie plana algo sugestivo de un mundo tridimensional. “Un hombre del siglo XV que miraba un cuadro estaba sometido a un curioso afán competitivo. Estaba al tanto de que un buen cuadro suponía habilidad y se le aseguraba frecuentemente que correspondía al espectador educado formular discriminaciones sobre tal habilidad y a veces hacerlo verbalmente”, tal como lo afirmaba el tratado más popular del siglo XV sobre educación: Sobre la conducta noble de Pier Paolo Vergerio (1404).
Los cuadros respondían a los tipos de habilidad interpretativa (los esquemas, las categorías, las inferencias, las analogías) aportados por la mente. Si el lector es diestro observará relaciones proporcionales; si tiene práctica en reducir formas complejas a combinaciones de formas simples o si posee mayor juego de categorías para el manejo del color su experiencia será más rica y penetrante que la de otras personas cuya experiencia no le ha dado muchas habilidades. El gusto, tiene que ver con ello; con el acuerdo entre las discriminaciones que exige un cuadro y las habilidades para discriminar que posea el espectador.
La experiencia general, será determinante para llevar ante el cuadro una masa de información y de presunciones que serán aportadas al mismo.
Nuestro conocimiento del asunto tratado está relacionado en proporción directa con la confianza que tiene el pintor de que reconozcamos su tema con rapidez para poderlo acentuar, variar y ajustar a nuestro modo de significar. He ahí donde se da la participación del espectador.
La gente del Renacimiento solía colocarse frente a un cuadro, con el referente en mente, de que la gente culta debía ser capaz de verbalizar apreciaciones sobre los cuadros y la habilidad del pintor; convenciones y presunciones económicas e intelectuales. Lo que obligaba a que el hombre del Renacimiento acordara sus conceptos al estilo pictórico para que su competencia frente al cuadro fuera apropiada a las categorías necesarias.
La mayoría de la gente culta del siglo XV (debido a la escasa literatura sobre arte) poseía una media docena de categorías para aplicar a la calidad de los cuadros. Con lo que resulta obvio afirmar que la competencia visual y la clase especial de competencia para la percepción de la obra de arte está determinada por las exigencias y reglas de una época; y dichas reglas se nos transmiten culturalmente por el proceso de enseñanza.
Con esto en mente, la población lectora del siglo XV se nos reduce a: hombres del comercio, profesionales, integrantes de confraternidades, príncipes, cortesanos y miembros rectores de las casas religiosas. Los hombres que apreciarán el tema de la Anunciación a María, serán por lo general aquellos que adquirieron su competencia en la iglesia y en esa vida social tan agitada que hemos descrito anteriormente.
Los sermones, los libros, los catecismos, los manuales morales de pintura y la acción contrarreformista de los sacerdotes serán determinantes para la moralización de la visión en este periodo.
Bartolomé Rimbertino en su texto Sobre los deleites sensibles del cielo, distingue tres clases de progreso en nuestra experiencia visual de mortales: “una mayor belleza en las cosas vistas, una mayor precisión en el sentido de la visión, una variedad infinita de objetos a ver. La mayor belleza reside en tres características: luz más intensa, color más nítido y mejor proporción (sobre todo en el cuerpo de Cristo); la mayor precisión de la vista incluye una capacidad superior para hacer distingos entre una forma o color y otra forma o color, y en la capacidad de penetrar tanto la distancia como los objetos intermedios”.
Sin lugar a dudas, existía una gran preocupación por enriquecer la percepción. Una preocupación que estuvo presente tanto en los comitentes, los pintores, los críticos del arte y el público en general. Veamos cómo fue que se dio que la visión del ojo obtuvo la información espiritual necesaria para visualizar en el tema de la Anunciación no sólo la visitación de un ángel a María, sino la entrega final de su destino y con él, el de toda la humanidad. (Figura 7)
Ante un Ángel que entra sin ser visto
El estilo cognoscitivo de nuestro hombre, estuvo determinado en gran medida por el estilo pictórico, lo que nos lleva a indagar nuevamente en la función que tuvo la pintura en nuestro periodo de estudio.
La pintura religiosa, durante esta época, se refiere a algo más que a cierta categoría de temas: “significa que los cuadros existían para atender finalidades institucionales, para ayudar a actividades intelectuales y espirituales específicas. Significa asimismo que los cuadros caían bajo la jurisdicción de un corpus maduro de teoría eclesiástica sobre la imagen”.
Las imágenes religiosas, según la regla vigente y registrada desde finales del siglo XIII por Juan de Génova en su Catholicon, debían: instruir como si fueran libros; hacer más activos a la memoria el misterio de la encarnación y los ejemplos de los santos; y excitar sentimientos de devoción.
El mismo Fra Michele da Carcano, expuso en un sermón publicado en 1492, que las imágenes de la Virgen y de los Santos se justificaban por tres motivos: por la ignorancia de los que no pueden leer las escrituras y que viendo en las imágenes los sacramento entenderían la fe y las razones de salvación; por la indolencia emocional de aquellos que no son empujados a la devoción cuando escuchan las historias de los Santos, pero que sí se emocionan cuando las ven; y finalmente por la fragilidad de la memoria.
La imagen no habían sido hechas para adorarse, sino para aprender de las narraciones pintadas. Como ya vimos, durante el Concilio de Trento se discutió muchísimo sobre las ventajas de los cuadros como estímulos lúcidos, vívidos y de fácil acceso para la meditación sobre los pasajes bíblicos.
Pese a los grandes intentos de educación visual, las faltas teológicas fueron tan célebres que el Arzobispo de Florencia, San Antonio escribió: “Debe culparse a los pintores cuando pintan cosas contrarias a nuestra fe: cuando representan a la Trinidad como una persona con tres cabezas, un monstruo; o, en la Anunciación, a una criatura ya formada, Jesús, como enviada al seno de la Virgen, como si el cuerpo que él tomó no fuera compuesto de la sustancia de ella; o cuando pintan al niño Jesús con un libro, aunque él nunca aprendió del hombre. Pero no deben ser tampoco elogiados cuando pintan materias apócrifas, como parteras en la Natividad, o a la Virgen María en la Asunción, entregando su cinto a Santo Tomás con motivo de sus dudas. Asimismo, pintar curiosidades en las historias de Santos y en las iglesias, cosas que no sirven para despertar la devoción sino para la risa y para pensamientos vanos –monos, perros persiguiendo liebres, o vestimentas gratuitamente complicadas- eso lo creo innecesario y presuntuoso”.
La herejía, el retomar temas apócrifos e incluso la frivolidad y la falta de decoro, no pudieron eliminarse del todo, lo que podría ayudarnos para entender cómo se logró el equilibrio entre las faltas y los requerimientos de lucidez, memorabilidad y emoción que debía contener la pintura religiosa es el estar conscientes de que el lector ni el pintor eran libro en blanco. El pintor era un visualizador profesional de las historias sagradas y su piadoso público era “un aficionado equiparable, practicante de ejercicios espirituales que exigían un alto nivel de visualización de, por lo menos, los episodios centrales en las vidas de Cristo y de María”.
La visualización gráfica se daba, entonces en dos niveles, exterior por parte del pintor e interior por parte del público. Grande era pues la interacción y el matrimonio entre las dos consideraciones ópticas. Esta suerte de meditación visual sobre los relatos, hacían de la obra una experiencia particular y privada.
Era normal que los pintores representaran personas genéricas, no particularizadas, intercambiables para que el espectador le imprimiera su detalle personal y menos estructurado. Bellini, Perugino, Masaccio eran conscientes de esta norma y por ello evitaban todo aquello que público debía aportar por sí mismo. “Sus individuos y sitios son generalizados pero masivamente concretos, y están dispuestos según una distribución cargada de una intensa sugestión narrativa. Ninguna de ambas características, lo concreto y la estructura general, son lo que el espectador aportaba, porque no se las puede alcanzar por medio de imágenes mentales, como se hace obvio con un poco de introspección; ni podrían tampoco entrar en juego estas imágenes antes de que el sentido físico de la vista interviniera. El cuadro es la reliquia de una cooperación”.
La actividad visualizadora de la época era eso: interacción pura entre la pintura, la configuración sobre el muro y la mente del espectador. La obra es un complemento para vivir y entender de manera no directa una cultura.
Manuales como el Zardino de Oration (1454), los sermones y la acción de predicadores como Fra Roberto Caracciolo da Lecce ayudaban al pintor en su tratamiento y al espectador en la forma como se vinculaba con la visualización de los misterios.
Para comprender a fondo la visión de nuestro hombre, es necesario que dentro las categorías de la época contemplemos también las siguientes: la unidad efectiva de la figura humana y su movimiento, su gravedad o liviandad, agresividad o amabilidad; el cómo interactuaba la figura con los demás elementos del relato; las series simbólicas a las que respondían formas y colores; el dominio del volumen, la geometría, los intervalos y la proporción.
Siguiendo sobre esta línea y explorando en el trabajo de Cristoforo Landino, Baxandall encuentra una serie de categorías que habrán de ayudarnos a entender el lenguaje visual de la época: Imitador de la naturaleza, relieve, puro, soltura, perspectiva, gracioso, adornado, variedad, composición, colorido, exponente del dibujo, amante de las dificultades, escorzos, pronto, afectado y devoto.
Estas formas verbales y calificativas, pueden agudizar nuestra percepción; aunque no pueden ser codificadas todas ellas en palabras, sí nos serán de utilidad para entender sus costumbres y comprender el punto de vista de aquellos que tuvieron acceso al registro visual de la Anunciación. Apoyémonos en ellas, como seguramente lo hizo nuestro espectador. (Figura 8)
Colores que brillan como oro
Estas categorías de Baxandall que parecieran tan distantes cuando miramos un cuadro, fueron aplicadas a nuestro tema de estudio, respondiendo al canon de la época.
La primera sugerencia que nos hace es el conocimiento de la historia que habrá de tratarse. El pasaje se narra en San Lucas (Lc 1, 26-38) y representa al ángel San Gabriel arrodillado frente a la Virgen; está ahí para anunciarle que será ella quien dé a luz, por intervención del Espíritu Santo, al Hijo de Dios.
El ángel lleva el cetro que le acredita como mensajero o el lirio blanco de la pureza. Emille Male, cree que su presencia se debe a que la Anunciación se hizo en primavera, el mes de las flores. Simone Martini, colocó en 1333, este lirio en el centro de la estancia en un jarrón.
En el Protoevangelio de Santiago, texto escrito en el siglo II, se nos cuenta que María estaba hilando la púrpura para el templo de Jerusalén cuando fue sorprendida por el Ángel, aunque la tradición ha preferido representarla leyendo o rezando; el cesto de hilado aparecerá entonces como atributo.
En el pseudo Mateo 6, 1, escrito en el siglo VI se lee: “Se entregaba con asiduidad a las labores de la lana”. Murillo así la plasma en su Sagrada Familia del pajarito en 1650.
En los cuadros góticos solían pintar una filacteria con las primeras palabras que le dirige el Ángel (“Salve, María. Llena eres de Gracia, el Señor está contigo”), ya sea partiendo de la mano o de la boca. Con ellas le anuncia la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo, que aparece en forma de paloma impulsada, generalmente, por las manos de Dios; véase la interpretación de 1430 de Fran Angélico.
En algunos caso, la paloma es sustituida por un bebé que se dirige al vientre de María -como en el caso del Retablo de Gil de Siloé; otros, como Pedro Serra y Lorenzo Veneciano, ubicarán al bebé volando detrás de la paloma del Espíritu Santo, aludiendo por un lado tanto el tema de la Anunciación como el de la Encarnación; y por otro, las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana.
El tema iconográfico fue condenado por los protestantes, como ya vimos, en el siglo XVI, pues “inducía a pensar que Cristo no se hizo carne en María, sino que la trajo del cielo”.
El tema de la pasión redentora de Jesús, que nace para salvar a la humanidad de la caída producida por el pecado original, es anticipado cuando se coloca en las manos del niño una cruz; tal como nos lo narra Robert Camping.
Este tratamiento es usado para identificar a María con la Nueva Eva; asunto que era tradicional desde la aparición del Evangelio armenio de la Infancia, 9, (s. VI) en el que se lee: “Y cuando José y Eva, nuestra primera madre, vieron aquello, se postraron con la faz en la tierra (…) diciendo: Bendito seas, (…) Dios de Israel, que me habéis realizado hoy con vuestra venida la redención del hombre; que me habéis rehabilitado de nuevo y levantado de mi caída y que me habéis reintegrado a mi antigua dignidad”.
La misma referencia será la que yuxtaponga iconográficamente la escena de la Expulsión del paraíso y la Anunciación pintada por Giovanni di Paolo.
San Lucas jamás menciona la edad de María cuando recibe la anunciación del Ángel, aunque el Protoevangelio de Santiago afirma que tenía dieciséis años; edad con la que comúnmente se le pinta.
La etimología del nombre de María es incierta. Si proviene del hebreo Miryam puede significar gallarda, hermosa, sublime; si procede del egipcio, significaría amada de Yahveh. Su inocencia, pureza, virginidad y juventud perpetua concedida por la concepción de Jesús, la vinculan con el color azul y blanco. Es asociada a la Luna, como satélite de Dios (Sol), y personificación de la Iglesia Católica. Como la Nueva Eva “hará de mediadora para lavar el pecado de la primera, y así aparece pisando la cabeza de una serpiente (Gn 3, 15)”.
Sus atributos son los mencionados en las Letanías: Sol, luna, puerta, cedro, rosal, pozo, árbol, jardín cerrado, estrella, lirio, olivo, torres, espejo, fuente, ciudad, escalera, corona.
En algunos tratamientos (Piero della Francesca, 1455) María mantiene una postura frontal hacia nosotros como recurso del autor para inducirnos a la participación y es colocada en el lado derecho para que nuestra atención primero recaiga en el Ángel (Domenico Veneciano, 1445) y presentir un momento de reserva antes de la entrega final de su destino.
Fra Roberto Caracciolo en uno de sus sermones distingue tres misterios en la Anunciación: 1) la Misión Angélica, 2) el Saludo Angélico, y 3) el Coloquio Angélico.
Cada uno de éstos es discutido bajo cinco encabezamientos. Para la Misión Angélica, Fra Roberto expone:
- a) la Procedencia: el Ángel como intermediario adecuado entre Dios y el mortal;
- b) la Dignidad: Gabriel pertenece a la más alta orden de ángeles (aquí se nota <la licencia al pintor para dar alas a los ángeles a fin de significar sus rápidos progresos>);
- c) la Claridad: el Ángel se hace manifiesto ante la visión corpórea de María;
- d) el Tiempo: el viernes 25 de marzo, quizás al amanecer o quizás al mediodía (hay fundamentos para ambos), pero ciertamente en la temporada en que la tierra se cubre de hierbas y flores después del invierno;
- e) el Sitio: Nazareth, que significa flor, señalando la relación simbólica de las flores y María.
Para el Saludo Angélico, Fra Roberto es mucho más breve: el Saludo implica:
- a) honor, el Ángel arrodillándose ante María,
- b) exención de los dolores del parto,
- c) el don de la gracia,
- d) la unión con Dios,
- e) y la beatitud única de María a la vez Virgen y Madre.
Para el Coloquio Angélico, el que nos arroja luz clara sobre el sentimiento del siglo XV, expone cinco condiciones loables de la Virgen:
- 1) Conturbatio, inquietud.
- 2) Cogitatio, reflexión.
- 3) Interrogatio, interrogación.
- 4) Humiliatio, sumisión.
- 5) Meritatio, mérito.
“La primera condición loable es llamada Conturbatio; como escribe San Lucas, cuando la Virgen escuchó el saludo del Ángel –Salve, has sido altamente favorecida, el Señor está contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres- ella quedó perturbada. Esta inquietud, como escribe Nicolás de Lyra, no surgió de la incredulidad sino del asombro, ya que estaba habituada a ver ángeles y se maravillaba no tanto por el hecho de la aparición del Ángel como por el saludo amplio y majestuoso, en el que el Ángel le comunicó cosas tan grandes y maravillosas, y ante las cuales ella en su humildad quedó atónita y asombrada.
Su segunda condición loable es llamada Cogitatio: ella examinó en su mente qué era esa forma de saludo. Esto muestra la prudencia de la Santa Virgen. Y así el Ángel le dijo: No temas, María, porque cuentas con el favor de Dios. Y así, concebirás en tu vientre y tendrás un hijo, y le llamarás Jesús…
La tercera condición loable es llamada Interrogatio. Entonces dijo María al Ángel, ¿cómo puede ser ello, si no conozco hombre?… es decir,, <viendo que tengo la firme resolución, inspirada por Dios y confirmada por mi propia voluntad, de no conocer nunca hombre?> Francis Mayron dice de esto: <Se podría decir que la gloriosa Virgen deseaba ser una virgen más que concebir al Hijo de Dios sin virginidad, ya que la virginidad es loable, mientras concebir un hijo es honorable, siendo no una virtud sino la recompensa de la virtud; y la virtud es más deseable que su recompensa, ya que la virtud incluye al mérito mientras la recompensa no>. Por esa razón, esta modesta, pura, casta, candorosa amante de la virginidad inquirió cómo una virgen podría concebir….
La cuarta condición loable es llamada Humiliatio. ¿Qué lengua podría jamás describir, en verdad, qué mente podrá contemplar el movimiento y estilo con que ella apoyó en el suelo sus sagradas rodillas? Bajando su cabeza, habló: He aquí la doncella del Señor. No dijo Dama, no dijo Reina. ¡Oh, profunda humildad!, ¡oh extraordinaria mansedumbre! <He aquí, dijo, la esclava y sirviente de mi Señor>. Y entonces, elevando sus ojos al cielo, y elevando sus manos con sus brazos en forma de cruz, terminó como Dios, los Ángeles y los Santos Padres desearon: que así sea de acuerdo a tu palabra.
La quinta condición loable es llamada Meritatio… cuando ella hubo dicho tales palabras, el Ángel se apartó de ella. Y la generosa Virgen tuvo ya a Cristo, a Dios encarnado, en su vientre, de acuerdo con aquella maravillosa condición de la que hablé en mi noveno sermón. Así podemos justamente suponer que en el momento en que la Virgen María concibió a Cristo, su alma se elevó a tal majestuosa y sublime contemplación de la acción y de la dulzura de las cosas divinas que, en presencia de la visión beatifica, ella pasó más allá de la experiencia de toda otra criatura. Y la sensación corporal del Niño presente en su vientre la elevó de nuevo con indescriptible dulzura. Probablemente, en su profunda humildad, levantó sus ojos al cielo y los bajó después con muchas lágrimas hacia su vientre, diciendo algo similar a <¿Quién soy yo, que he concebido a Dios encarnado?”
Existe el caso de las representaciones llamadas Annunziata, que responden a esta última condición; las otra cuatro son divisiones de la narrativa empleada para describir la actitud de María.
Estas categorías se manifestaron en Fran Angélico (Humiliatio), Botticelli (Conturbatio); Piero della Francesca y Leonardo (Cogitatio e Interrogatio). (Figura 9)
A pesar de los presuntos retratos de la Virgen realizados por San Lucas, era muy discutida su apariencia: su cabello, ¿oscuro o claro?. El dominico Gabriel Barletta nos dará en un sermón algunas claves del enfoque simbólico que existía: “Preguntáis: ¿Era la Virgen oscura o clara? Alberto el Magno dice que no era simplemente morena, ni simplemente pelirroja, ni simplemente rubia. Porque cualquiera de estos colores aporta por sí mismo cierta imperfección a una persona. Ese es el motivo de que uno diga <Dios me libre de un lombardo pelirrojo>, o <Dios me libre de un germano moreno>, o de <un español rubio>, o <de un belga de cualquier color>. María era una aleación de colores, que participaba de todos ellos, porque un rostro que participa de todos ellos es un rostro hermoso. Es por esta razón que las autoridades médicas declaran que un color compuesto de rojo y rubio se mejora cuando se le agrega un tercer color: negro. Y a pesar de esto, dice Alberto, debemos admitirlo: estaba más cerca del lado oscuro. Hay tres razones para creerlo así: primero por una razón de color, porque los judíos tienden a ser morenos y ella era judía; segundo por razón de testimonio, ya que San Lucas hizo los tres retratos de ella que están ahora en Roma, Loreto y Bolonia, y estos señalan un color marrón; tercero, por una razón de afinidad. Un hijo comúnmente sale a su madre, y viceversa; Cristo era moreno, por tanto…”.
En la expresión de las manos podemos ver las desarrolladas por la orden Benedictina:
- a) Afirmación: Levantar la mano suavemente; el dorso debe quedar enfrente al observador.
- b) Demostración: Señalar abriendo la palma en dirección de aquello que hemos visto.
- c) Dolor: apretar el pecho con la palma de la mano.
- d) Vergüenza: cubrir los ojos con los dedos.
En el texto Mirror of the world, publicado en 1520, se darán algunas categorías histriónicas muy recurridas:
- 1) “… cuando hables de algo solemne, yérguete con todo tu cuerpo y señálalo con tu índice.
- 2) Y cuando hables de algo cruel, cierra tu puño y sacude tus brazos.
- 3) Y cuando hables de cosas celestiales o divinas mira hacia arriba y apunta al cielo con tu dedo.
- 4) Y cuando hables de gentileza, suavidad o humildad, pon tus manos sobre el pecho.
- 5) Y cuando hables de cosas sagradas o de la devoción, levanta tus manos”.
En los agrupamientos y movimientos de la Virgen, se apoyaron los pintores en gran medida en la bassa danza que cuenta con su propia terminología teórica: aere, maniera, misura, misura di terreno, memoria. Las figuras describían complemente el movimiento que haría el espectador.
En cuanto al color, San Antonio llegó exponer un código teológico:
- Blanco: pureza.
- Rojo: caridad.
- Amarillo oro: dignidad.
- Negro: humildad.
Alberti, manejaba uno más elemental:
- Rojo: fuego.
- Azul: aire.
- Verde: agua.
- Gris: tierra.
Llegaron a desarrollarse códigos astrológico o económicos como el empleado por Gerardo Starnina que uso azul de dos florines para la Virgen y azul de un florín para el resto de su obra. El énfasis aportado por un pigmento valioso obviamente no era el mismo que uno barato. Habían colores claros, azules hechos de lapislázuli o rojos hechos de plata y sulfuro, y había colores baratos y terrosos como el ocre y el marrón oscuro. El ojo era atrapado por los primeros antes que por los segundo.
Bartolo, desarrollo una teoría sobre el color afirmando que: “el color oro (aureus) es el más noble de los colores, dice, porque la luz es representada por él; si alguien quisiera representar los rayos del sol, el más luminoso de los cuerpo, no podría hacerlo mejor que con rayos de oro; y está aceptado que no hay nada más noble que la luz. Pero si por oro entendemos un color leonado (fulvus) o amarillo rojizo (rutilus) o amarillento (croceus), ¿quién hay tan ciego o borracho como para llamar amarillento al sol? Levanta tus ojos, Bartolo, burro… y mira si no es de un color blanco plateado (argenteus).
¿Qué color pone después?… El azul, dice, es el siguiente aunque la palabra que utiliza, bárbaramente, para señalar azul es el afeminado azurus en lugar de sapphireus. El aire, dice, está representado por ese color. ¿Pero no sugiere esto que está siguiendo ahora el orden de los elementos? Lo sugiere. ¿Pero por qué dejó fuera la Luna…? Si pones primero al sol, debes poner segunda a la Luna, y si uno lo llamas dorado al otro debes llamar plateado y al lado del sol, tal como la plata viene después del oro… Pones al color zafiro en segundo lugar, Bartolo, seducido por la jerarquía de los elementos y alejado de la jerarquía de los Cuerpos Celestiales. Desde luego no crees correcto tomar tus ejemplos en los metales, las piedras, las hierbas y las flores; habrían sido más apropiados, pero los viste como humildes y abyectos, ¡oh, Bartolo, que te has fijado sólo en la constitución del sol y del aire! Porque, si estás siguiendo el orden de los elementos, has mencionado dos pero has dejado fuera otros dos; y nosotros, esperando que continuara la progresión grandiosa y solemne, nos sentimos abandonados. Si el primer color es el del fuego y el segundo del aire, el tercero será el del agua y el cuarto el de la tierra.
Pero prosigamos. Un poco después el hombre dice que el blanco es el color más noble y que el negro es el inferior; en cuanto a los otros colores, son buenos en tanto que se aproximan al blanco e inferiores si se aproximan a la negrura. Ha varias cosas de las que quejarse en esto. ¿No recuerda ahora lo que dijo sobre el oro…? ¿Y por qué teñimos de púrpura al rojo más atractivo que el blanco? Porque aunque el blanco es en verdad el color más sencillo y puro, no es invariablemente el mejora…
¿Y qué diré del negro? En verdad encuentro que no está considerado como de inferior excelencia que el blanco: el cuervo y el cisne son ambos santos para Apolo… En mi opinión los etíopes son más hermosos que los indios por la precisa razón de que son más negros. ¿Por qué apelar a la autoridad humana cuando la autoridad celestial la hace endeble?… Si el Hacedor de todas las cosas no vio ninguna diferencia de valor en los colores, ¿por qué debemos hacerlo los pequeños humanos? ¿Sabemos más que Dios y nos avergüenza seguirle. En nombre de Cristo, aun si Bartolo no consideró las piedras, y las hierbas y las flores y tantas otras cosas en su pronunciamiento sobre la vestimenta y el adorno, ¿cómo pudimos no haber mirado la urraca, el faisán y todo el resto? Vamos, escuchemos a este hombre en conflicto con Dios y con los hombres; fijemos una ley a nuestras chicas de Pavia, ahora que la primavera se acerca, para que no se atrevan a tejer guirnaldas, excepto como Bartolo lo recete… Pero basta de esto. Es estúpido fijar leyes sobre la dignidad de los colores”.
Grande culto a la visión, como el sentido más importante, será rendido en el Renacimiento; incluso en el marco teológico, donde se distinguieron tres niveles de adoración: latría, como veneración máxima, que corresponde sólo a la Trinidad; dulía la reverencia ante la excelencia, que debemos a Santos, Ángeles y Padres; hyperdulía, una forma más intensa de la anterior y que corresponde solamente a la Virgen.
El ojo será visto como un medio muy útil para conocer con gran plenitud la sabiduría divina; lo intermedio no impedirá la visión de lo bendito.
La Anunciación se convierte así, en una metáfora visual, un recurso sugestivo que ofrecerá certidumbre moral a quien intente dar un vistazo escatológico a la beatitud. La técnica y las categorías visuales serán parte de esa alegoría; incluso, serán la clave del nacimiento del ojo moral.
Para trasladarnos al cielo
“La Ventana abierta por la que el pintor mira al mundo”, tomando las palabras de León Battista Alberti, es una ventana que se interpone entre la divinidad, los motivos con que ilustran a la Virgen y el ojo biológico.
El perfeccionamiento tanto técnico, visual, como espiritual, estuvieron vinculados con el sentido que busca entender lo más puro de la belleza.
La distancia entre las imágenes de otro mundo, que antaño habían sido creadas para ser adoradas desde lejos con fe, se ha roto. La Virgen que está a punto de conocer el destino del mundo, es colocada ahora a nuestra altura para hacernos partícipes, en el momento justo de la revelación. “El sentimiento cálido de toda la escena, sitúan a los personajes divinos en nuestro plano”. Ahora, podemos identificarnos con sus sentimientos, con sus aflicciones, con su serenidad, con su beatitud…
Una nueva actitud tanto teológica como artística se está viviendo: nuestra invitación a participar en la realidad retratada. Vivir la revelación del misterio es vivir el misterio del mundo real que nos rodea. Esta nueva actitud mental es el diálogo establecido entre el pintor, su obra y el espectador; el nuevo intérprete.
El hombre “ya no era tanto el humilde observador de la grandeza divina como la expresión orgullosa del propio Dios, su heredero natural en la Tierra. La naturaleza no estaba aquí para ser contemplada y copiada, sino para ser examinada y comprendida; no para ser temida, sino dominada”.
Y así se hizo… El aprendizaje que experimentó la Iglesia y el nuevo artista, lo compartieron con el público.
Un gran misterio rodea la identidad del maestro de Flémalle, uno de los grandes hombres de la pintura flamenca del siglo XV, quien nos ofrece en el panel central del retablo de Mérode, una Anunciación que ocurre en el interior de una habitación que contiene una abundancia de detalles fielmente reproducidos: un recipiente de agua colgado en la alcoba con la toalla bordada a su lado; las ventanas con celosías y postigos, el largo blanco en que la Virgen se apoya, el libro, la vela estriada, el lirio en el búcaro sobre la mesa inclinado torpemente en un intento dudoso de perspectiva. Ya vemos aquí, pese a lo dudoso de la perspectiva, una mayor preocupación por el realismo de la postura y la caracterización.
Hay quienes la atribuyen a Robert Camping por su realismo vivaz y la angulosidad de las formas que mantienen un empeño por el efecto emocional. Las vestiduras, los gruesos pliegues como papel secante, el interés por el detalle minuciosos de los interiores, las caras alargadas, los ojos de pesados párpados, mentones pequeños y redondeados bajo bocas de labios finos, los cuerpos sólidos de la Virgen y el Ángel, las proporciones robustas y los colores fuertes llevan la sacralidad de la escena, al contexto de lo privado, de lo íntimo como si lo divino empezara a tener cabida en el mundo real… (Figura 10)
Hubert y Jan van Eyck, aunque se duda de la existencia del primero, realizaron el altar de Gante, un políptico extenso y complejo, “falto de coherencia entre sus diversas partes”. Cuando se cierra el retablo, deja ver en su parte exterior una gran Anunciación y debajo de ella, los retratos de los donantes y sus santos patronos. En las secciones superiores, cuatro figuras pequeñas de sibilias y profetas con textos en las cintas ondulantes. Diferencias de tratamiento, iluminación y escala, parecen menores ante el intenso realismo casi visionario. (Figura 11)
El Ángel y la Virgen están separados por dos paneles pequeños, uno con la representación de una ventana arqueada que da a una plaza de la ciudad y el otro con una palangana y una aguamanil colocados dentro de un nicho, y al lado una toalla blanca colgando de una barra. El donante y su esposa están arrodillados junto a su patronos pintados como estatuas. Tres órdenes de la realidad se nos presentan aquí: la representación anecdótica del tema sagrado, los dos retratos de gran objetividad de los donantes y las esculturas simuladas. Los detalles minuciosos son parte de la descripción escrupulosa que se equilibra con las expresiones de las caras y los caracteres que sitúan el sentimiento y la cotidianidad humana en el centro del universo místico.
Semejante a la Anunciación del retablo de Mérode tenemos la de Roger van de Weyden; en la que la Virgen aparece de espaldas leyendo y con la mirada parece indicarnos la sorpresa que le produce sentir la presencia de un Ángel elegantemente vestido con finas telas. La ventana nos muestra un jardín cerrado por altas murallas en perspectiva haciendo alusión a su virginidad. En la parte inferior derecha, el jarrón nos muestra la flor que hermosa se levanta en ese espacio de cotidianeidad, esplendor y lujo. La composición imprime una tierna sensibilidad en la que los pocos espacios vacíos han sido diseñados para que el espectador se coloque en ellos y participe del misterio. (Figura 12)
La Anunciación del anónimo maestro de Aix, se consagra con esas figuras piadosas y los detalles arquitectónicos verosímiles del atrio de una iglesia como preludio de la Cristiandad. El jarrón, la flor, las pesadas y bellas telas, los libros y el silencio de esa capilla vacía se inundan de la presencia de Dios Padre que con su soplo lanza al niño que cambiará el destino del mundo. La Virgen orante, nos comparte de su humildad y reflexión, invitándonos a asumir con ella, el compromiso de salvación. (Figura 13)
Mientras que los pintores Masaccio y Uccello impresionaban, sobre todo mediante el dominio de la perspectiva, Fra Angélico, un monje de la orden de los dominicos, perseguía en su Anunciación, “la expresión de los sentimientos humanos”.
Elegancia, flexibilidad melodiosa de la línea, belleza, gracia, delicados contornos, un coloreado sencillo, renuncia al fondo dorado, uso de las leyes de la perspectiva desarrolladas en su tiempo, son parte de los recursos por el pintor que se olvida del problema artístico y logra captar la dimensión sentimental y psicológica de la situación presentada. La Virgen María, acaba de saber que dará a luz al Salvador y permanece sentada sobre un taburete en una arcada abierta en medio de un jardín con flores. Las magnificas alas del Ángel que cuidadosa y silenciosamente se acerca a la Virgen destacan en ese jardín vellado de flores que representan la Inmaculada Concepción. Las cabezas de ambos se inclinan dialogando íntimamente, mientras sus brazos cruzados, en señal de saludo, nos enfatizan la gentileza, suavidad y humildad de la “esclava” del Señor. El fondo terrenal, la sencillez y la naturalidad del ambiente, proporcionan una carga devocional y profundamente religiosa similar al ideal de pobreza ascética que experimentaban los dominicos del convento de San Marcos. (Figura 14)
Ruskin solía decir que al arte es oración; Fra Angélico hace de su Anunciación, una oración alada, sin posos terrenales, cargada de fragancias dulces y sutilmente etéreas. Su hálito elegante y puro tiene que ver con que antes de pintar oraba y comulgaba; incluso cuando quisieron nombrarlo prior del convento de su orden en Fiésole en 1450, prefirió su cotidiana oración pictórica.
El crítico americano Bernardo Berenson nos dice: “si los orígenes de su modo de sentir radican en la Edad Media… gozó de sus sentimientos de manera casi moderna y casi modernos fueron también sus modos de expresión. (…)los considerables progresos que realizó en el movimiento y la anatomía, en relación con sus predecesores fueron tan importantes que si Masaccio no los hubiera sobrepasado, habría que conceder al Beato Angélico jerarquía de innovador”.
El mundo pictórico-poético de Fra Angélico, se vuelve puro, sereno en el propio corazón, en los sentimientos y los pensamientos. La armonía de su Anunciación, nos transporta a un mundo claro, diáfano y luciente que borra casi por completo toda huella de bajeza y miseria terrenal.
Piero della Francesca, enriqueció la percepción moral con espacio, color, plasticidad, movimiento y luz. La fuerza sugestiva de los movimientos de las manos de Dios Padre, el Ángel y la Virgen, empujan la visión a un baile cromático sonorizado por la perspectiva que conduce la vista y el sentimiento del espectador. El realismo y la naturaleza de los objetos y la situación empapan de verosimilitud y realismo la escena; la creación divina parece basarse en una geometría perfecta, en un detalle luminoso que se funden en una composición única, atrevida y sólida como las columnas que certifican el axis del futuro dogma.(Figura 15)
La sólida estructura visual, casi arquitectónica de Domenico Veneciano, se abre a nuestros ojos y se proyecta, gracias a la perspectiva hasta el infinito. Nuestra visión podría perderse en el horizonte de no ser por la puerta que cierra el jardín florido que nos señala, que antes y después del misterio, la Virgen fue Inmaculada. El Ángel se anuncia a una Virgen que pareciera estarlo esperando para dar con su cabeza inclinada el famoso sí que salvaría a todos los hombres. (Figura 16)
La sorpresa teatral de la Virgen de Filippo Lippi, es inquieta como el juego de miradas que se establece entre los Ángeles y el espectador; que sentirá el mismo asombro por la escena, sus detalles y lo monumental de la construcción donde se desarrolla. La quietud del fondo en perspectiva sólo podrían generar en el espectador las sumisión y la humildad que exige una respuesta certera. (Figura 17)
Teatralidad y arquitectura se manifiestan en un ambiente humano, en esas construcciones imponentes del Maestro del Retablo Barberini en su Anunciación en Florencia. La Virgen se coloca la mano sobre el pecho, su mirada reflexiva dirigida a los ojos del Ángel parecieran indicarnos: “¿por qué a mí?” El lirio en la mano del Ángel, nos ofrece la respuesta. El largo y sinuoso camino pintado en el fondo se ancla a la palmera, símbolo de la virginidad y grandeza de virtud de la escogida por Dios para borrar los pecados del nuevo hombre. (Figura 18)
Alesso Baldovinetti juega con el momento y la interrogante emocional de la Virgen. Su voluntad se confirma con la alegría que proyecta su rostro. Luz, gracia, movimiento; como si en el concierto del mundo nos dedicaran la Virgen y el Ángel una pieza de baile en honor de la callada virtud que reina en todos los símbolos que el pintor coloca como resonadores de la escena. (Figura 19)
Botticelli amasa la belleza y el amor en la inquietud; la sobriedad de detalles dentro de la habitación contrastan con el paisaje exterior y los movimientos del Ángel que parecieran decirle a la Virgen: “no te espantes. Soy un enviado de Dios”. La agilidad volátil y la suavidad de los rostros, dan una serena calma al cuadro; una calma sensual y ensimismada, alegoría del espíritu inquieto del hombre del Renacimiento. (Figura 20)
Claridad, oscuridad; los colores difuminados hacen que los cuerpos pierdan su rigidez y la realidad de la Anunciación de Leonardo aparezca desvanecida y esfumada. Las alas del Ángel y el vestido de la Virgen son producto de un estudio detallado. La Anunciación transcurre delante de la casa de la Virgen María durante el crepúsculo vespertino. El jardín, cubierto de césped y flores, se presenta suave y está rodeado por un muro. En el centro superior se abre el bosque que dirige la vista hacia un profundo paisaje con árboles y colinas. El Arcángel Gabriel, vestido con una capa roja, inclina la rodilla derecha para anunciar a María el mensaje de Dios. Con sinceridad y valentía, María saluda al Ángel. La curiosidad y la realidad, la experimentación de la nueva técnica del óleo, sus investigaciones y el conocimiento de la óptica están plasmados en esas sombras con gran valor cromático; en esa belleza que parece dominar a la naturaleza. Una virtud que como la de la Virgen, parecen superar la misma naturaleza humana. Leonardo, como todos los autores mencionados, sabrán representarnos plásticamente el alma interior y sus expresiones en un “mundo de misterio atemporal, eterno, que resulta aún más extraño y enigmático por el hecho de mostrarse tan precisamente delineado, tan real como sólo pueden serlo las obras de la imaginación”. (Figura 21)
Dejamos de estar en la tierra para trasladarnos al cielo
La creciente incompatibilidad entre la tradición eclesiástica y los textos bíblicos que dará pie a la reforma protestante, tendrá que ver en gran medida con la veneración tan especial que había alcanzado la Virgen María.
El culto mariano se alzará cada vez más como baluarte contra los protestantes y su observancia de la veracidad bíblica. Vista la insuficiencia de la retórica del púlpito y como parte de la estrategia de la Contrarreforma, el arte fue llamado a ser el principal vehículo de transmisión de creencias.
Ya desde los siglos II y III podemos encontrar el tema de la Anunciación a María; pero no será hasta la negación mariana, en el proyecto de salvación, que la representación artística de María se encargará de reforzar el mensaje de la Inmaculada Concepción.
El arte como vocero y reforzador de la fe, no actuó solo. Realmente respondía a la finalidad de la institución católica y a una serie de categorías visuales perfectamente delineadas en manuales, reflexiones teológicas, sermones y oraciones. Los grandes pintores del Renacimiento conocían estas reglas y ya sea, por petición de sus comitentes o su libre voluntad, las adoptaron para plasmar en el tema de la Anunciación, la sintaxis que habría de alfabetizar visualmente al pueblo iletrado.
Michael Baxanda, Emille Male, Linda y Peter Murray, se encargarán de rescatar, junto con un sin número de críticos del arte, de explorar el periodo y ofrecernos la estructura significante del nuevo lenguaje visual.
La lucha por la conquista espiritual en la tierra se había iniciado; el ojo biológico se convertirá en el ojo semiológico y posteriormente en el ojo moral.
El ojo estuvo en el centro de la batalla y el ojo se regocijó. Erudición, dignidad, conocimiento, ciencia, poder, carácter, posibilidad son algunos de los adjetivos que podemos emplear para referirnos a este periodo que se encargó de construir una gran alegoría celeste en medio de una naturaleza abierta y bastante grande como para agotarse con la misma humanidad.
En esa nueva iconografía, explorada a lo largo de este ensayo, la Virgen jugará un papel determinante, descubrirlo no es un salto en el vacío sino participar con su virtud en la más bella historia jamás contada: la que contempla tu y mi salvación.
DIOS MISMO ESPERABA SU RESPUESTA
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