Análisis semiológico de la creación estética medieval y el establecimiento icónico simbólico en la creación de imágenes laberinto en el arte cristiano
Jorge Alberto Hidalgo Toledo
APRENDIENDO A DECIR DIOS
La Iglesia, de los primeros tiempos, estuvo en una confrontación extraordinariamente peligrosa con corrientes y sistemas de pensamiento que se engloban bajo el término de gnosis.
En aquellos días, el optimismo de la Grecia clásica, la fe de poder percibir y captar racionalmente la estructura del cosmos en el logos, se había quebrado en el mundo helenístico de la antigüedad tardía; así como la experiencia de no encontrarse en una armonía bienhechora, sino de estar inmersos en el juego de fuerzas irracionales, producía una fascinación fatalista.
En ese marco de referencia, en el que hombre buscó en la revelación el camino de redención, surgirá la fe cristiana que rápidamente entendió que en el lenguaje iconográfico se podía construir una imagen de esperanza, un símbolo de la salvación esperada.
La producción de imágenes, en la Baja Edad Media (periodo comprendido entre mediados del siglo XI y finales del XV), estuvo dominada por una doble y divergente preocupación intelectual: por una parte, el lograr un perfeccionamiento mimético y la exaltación de la capacidad ostensiva de la imagen como copia fiel de la óptica del mundo; y por otro lado, la construcción de imágenes crípticas como símbolo intelectual y como laberinto hermético.
Fue así como la expresión visual de la fe colonizó el imaginario tanto en el imperio Bizantino como en occidente, creando patrones estéticos, simbólicos e ideológicos uniformes; así como sociolectos icónicos cerrados.
La misma raíz latina (imago) que designa la imagen, la sombra y el alma estaría asociada, en esta época, con ese gozo que produce la ilusión de la presencia durante la ausencia; episodio casi mágico que fascinó a la especulación teológica. Mientras que el eidos griego, que significaba idea (proyecto o modelo) y apariencia (imagen u objeto) pasaría a dar origen a ídolo, idolatría, idolomanía y a las imágenes eidéticas.
Lessing escribió que “la pintura nos agrada engañándonos” de ahí que toda imagen esté condenada a una ambigüedad esencial. Esto pareciera ser una respuesta a la pulsión escópica planteada por el psicoanálisis en el que se afirma que la inteligencia humana se caracteriza por ese irresistible apetito de ver.
Ver para acumular, ver para sentir, ver para maravillarnos, ver para poseer, ver para gozar, ver para absorber, ver para conocer, ver para manipular, ver para proyectar, ver para imaginar, ver para creer….
¿Es acaso en esta pulsión icónica dónde encontramos el origen látrico hacia lo pictórico? ¿Qué tipo de mundo ideológico se construyó para migrar de las formas arbitrarias de percepción a la adoración fiel a la imagen que da sentido a lo informe y orden al desorden? ¿En qué se basó el arte cristiano para semantizar los campos perceptivos y construir además de una conciencia visual una vivencia emocional subjetiva, significativa y de gran conexión conceptual?
Este trabajo busca conocer los datos sensitivos y categorías visuales de la producción icónica cristiana. Entender la semántica simbólica y su competencia icónica nos ayudará a entender el poder de la imagen y cómo es que la representación del mundo cristiano, cobró más fuerza que aquello mismo que adoraban.
A lo largo de nuestra investigación intentaremos conocer el complejo desarrollo histórico de las imágenes icónicas en el periodo medieval, haciendo hincapié en la Baja Edad Media. Para ello buscaremos descubrir cuáles son los elementos que permiten establecer una interpretación cultural de la imagen; de igual forma nos apoyaremos en un análisis sistémico, sintético y semiológico para el entendimiento de la transición pictórica medieval hasta el desarrollo del culto a la imagen.
La comprensión de la complejidad lingüística del discurso visual cristiano, ayudará a modificar la visión cerrada, oscura y prejuiciosa que se tiene del periodo medieval como ausente de propuesta, innovación y trascendencia.
El estudio semiológico sistémico nos permitirá entender los subsistemas vinculados con lo pictórico, cómo se relacionaban y qué tipo de afectación producían.
Nuestra hipótesis sustenta que la creación de imágenes-escena durante la primera etapa del cristianismo permitió el desarrollo de un culto a la imagen que derivó en la creación de imágenes-laberinto como consolidación del imperio visual estableciendo una conciencia de pertenencia, identidad e identificación; así como un lenguaje críptico y hermético que elevó el poder de la imagen en su representación simbólica, teológica y filosófica.
¿Cuál es lenguaje de la fe cristina? ¿Cómo se apodera el imaginario del código visual y lo traduce a la palabra, a la inteligencia? Asociar, formar, imaginar, clasificar el mundo en correspondencia a la “palabra de Dios”.
¿Cómo es que se contaminó la palabra y la imagen con lo real y viceversa? Habrá quien nos responda: “con la realidad misma”; mientras que otros nos contesten: “con la lectura, la escritura, la pintura y con la misma vida”.
Remontarnos en la historia, nuestra historia, nos permite creer que las raíces imaginarias son evidentes; que pese a nuestras referencias prácticas de la realidad, hay una serie de elementos que se integran en el discurso mental que clasifica nuestro cosmos en verdadero y falso; en real e imaginario.
He ahí donde se ubica la imagen y la palabra; ambas, copian el mundo mientras que la imaginación proporciona las imágenes e inventa relaciones. Autores como Claude y Jacquelin Lagarde, están convencidos de que “lo imaginario constituye la fuente activa de la inteligencia mientras que lo real regula las operaciones mentales”.
Palabra, imagen, organización mental, clisés, lógica, concreción, abstracción, simbolización, significación… Una serie de conceptos en torno a la figura y función de lo real, de lo verdadero, lo sensible, lo objetivo, lo concreto, lo que se ve, lo que se toca, lo que se mide con criterios de verdad.
Es en ese cúmulo conceptual donde se construye la fe; donde el realismo religioso nos permite entender el lenguaje de la Iglesia, como se entienden las cosas del mundo.
La historia del arte en el periodo medieval nos ha enseñado cómo es que el lenguaje de la fe se supeditó a lo real y sus normas y cómo es que el hombre común llegó a establecer relaciones con ello descubriendo en la pintura unas normas de verdad distintas de lo real.
En esa misma historia es donde vemos cómo es que la imaginativa del hombre medieval se apoderó de esas imágenes y las condujo a la palabra. Su inteligencia las manipuló y ellas manipularon su inteligencia; en esa vuelta a lo real, se da el proceso a la vida, ese volver al principio que tanto preocupó a filósofos de la época como Santo Tomás de Aquino.
Las etiquetas impuestas a los campos del conocimiento y la jerarquía axiológica que estableció para delimitar su saber, le permitieron a su imaginación trabajar en la construcción de imágenes y palabras en función de dicha delimitación. Así, vemos cómo es que se da en el hombre medieval, expuesto al arte cristiano, una interacción cerebral entre una multiplicidad de fuentes de información situadas todas al mismo nivel; estableciendo vínculos entre lo teológico y las ciencias físicas.
Lo que antes parecía una actividad imposible y disociada, hoy la entendemos gracias a las asociaciones de forma e imágenes que el mismo hombre medieval creó para clasificar, ordenar, alinear, reflexionar, significar e imponer una forma de meditar sobre el misterio de Dios. En este periodo del arte cristiano vemos cómo se entrena la inteligencia de la fe por medio de la manipulación de las imágenes bíblicas; tal parece que ese hombre habla, siguiendo el mismo orden de lo que ha ido viendo en su imaginación.
El hombre simbólico
Los materiales que usaba el hombre medieval para su labor creativa, provenían del mundo visible; su pensamiento no podía alejarse de las imágenes que tomaba del mundo; su mundo entero era la fuente primera de sus imágenes; todo lo que le rodeaba era fuente de imágenes. Después de asimilar simbólicamente el bombardeo visual que le produjo una psicosis icónica, las volvió a sacar en forma de clisés; generalmente modificadas a pesar de su gran fidelidad a determinados pequeños detalles. Al trabajar, su realismo intelectual sobre lo visible; al crear o decodificar la obra, creía que estaba expresando lo real y no era consciente de que en la creación de relatos, el sugerirles sentido, encadenarlos lógicamente con su realidad, les estaba dando significación.
La dimensión espiritual le fue sembrada por la imagen, activada por los mensajes evangélicos y madurada por las asociaciones que hacía con otras representaciones. Sin la imagen, la inteligencia del hombre medieval caería en el vacío.
El hombre, parábola de sí mismo, es creador de símbolos; todo él fabrica imágenes con sus palabras y son esas palabras las que se remiten a la imagen misma para evocar la nada y lo que simplemente es.
Verbalizar el mundo y construir relatos, es centrar el mundo en las imágenes. Cuando se manipulan los objetos, fundando el realismo en la representación, Dios mismo puede ser representado para existir. Así, la inteligencia práctica se apodera de su imagen y la manipula como si fuera objeto de lo real. “Ni los signos religiosos ni los relatos evangélicos escapan a la regla. La inteligencia concreta los transforma, los compara, los reúne, los arregla, los explica y los clasifica del mismo modo que en la vida práctica”.
El hombre medieval se inició en la función simbólica cuando superó la fase de asociación y cultivo de lo real, para comprender su cosmos y después explicárnoslo. De ahí que la relación entre palabra e imagen sea tan fuerte, pues es el “yo” quien está dentro de ellas; lo concreto, un “yo concreto”, se vuelve portador de sentido, llegando incluso a ser tan simbólico como críptico.
La palabra y la imagen, hicieron en el hombre medieval, el milagro de abrir en él un espacio de reflexión. Y cuando el “yo” habita en el lenguaje simbólico, puede expresar el sentido de su existencia en relación con Dios. La palabra es nuestro lugar como hombres; recibimos nuestra identidad de la palabra; la palabra es el ser mismo de la comunicación y la imagen, su concreción en la dimensión real.
Cuando el realismo limitó la palabra a las estrechas dimensiones de lo real, el lenguaje cristiano generó dos clases de palabras: “una realista abierta exclusivamente a lo real, y otra, simbólica, abierta a otra realidad, a otra dimensión del hombre, a Dios. Una y otra clase de palabras tienen su propio orden de verdad. La primera busca una adecuación entre el lenguaje y la realidad concreta, y se origina en la edad media con el nominalismo. La segunda canta el amor, el trabajo, la pena, la felicidad, la muerte, la resurrección; abre el espacio del sentido, que es a la vez orientación del hombre y realidad de Dios y que no es solamente subjetivo, pero que incluye la subjetividad”.
El arte cristiano pretendió durante mucho tiempo responder a la interrogante: ¿podemos llegar a hablar con Dios?, a través de la imagen. El orden simbólico pretendía dar profundidad al lenguaje; sacar del silencio a la conciencia individual, para eliminar a los mudos del cielo. La inteligencia poética de la fe, se expresó en el arte, cuando el hombre fue capaz de decir: Dios.
Ensañar a hablar a Dios
Para entender a fondo cómo se fueron dando las relaciones de simbolización y significación en nuestro hombre, habría que situarlo, contextualizarlo y delimitarlo en su entorno; en ese espacio de relaciones que Arnold Hauser dividió en tres periodos culturales: “el del feudalismo, de economía natural, de la Alta Edad Media; el de la caballería cortesana, de la Plena Edad Media, y el de la burguesía ciudadana de la Baja Edad Media”, y en los que podemos encontrar algunos de los cambios sociales que definen el periodo a analizar y que se manifiestan en las obras como influencias indirectas: “el nacimiento de la nobleza caballeresca y la transformación de la economía natural feudal en economía monetaria ciudadana; el despertar de la sensibilidad lírica y el desarrollo del naturalismo gótico; la emancipación de la burguesía y los comienzos del capitalismo moderno”.
En la expresión artística de la Alta Edad Media, los rasgos claramente definibles son: la simplificación y estilización, la renuncia a la profundidad espacial y a la perspectiva, el tratamiento caprichoso de las proporciones y los gestos del cuerpo; por su parte, en la Plena Edad Media, se mantiene vigente la fundamentación metafísica de la imagen del mundo, conservando su naturaleza religiosa y espiritual, siendo el modo dialogal de la sociedad cristiana; hierática en su organización y manifestación sentimental. Al no contar con una insistente competencia expresiva, continuó en el arte cristiano, el predominio espiritual del clero y su instrumento de salvación: la Iglesia.
Pese a lo que uno cree, el arte cristiano en su fase primitiva, no contaba con la transparencia metafísica que le caracterizó en la Baja Edad Media. Muy por el contrario, la espiritualidad era indefinida y no contenía un sistema supramundano cerrado que sustituyera al orden natural de las cosas. Efectivamente había una mayor sensibilidad hacia el movimiento natural del alma humana que rayaba en un expresionismo revelatorio que dará forma a la imagen escena; es decir, la respuesta iconográfica a las preguntas del hombre en un mundo angustiado: ojos que claman al cielo, retratos de hombres con una vida anímica sobresalientes; pasajes bíblicos ubicados en situaciones y circunstancias propias de la época helenística.
Las particularidades del arte romano tardío estuvieron presentes en los primeros siglos del arte cristiano, y no es hasta la época constantiniana donde empezaremos a encontrar muestras de una inclinación más espiritual y abstracta; donde se verá la preferencia por “la forma plana, incorpórea, indefinida; el mismo impulso hacia la frontalidad, la solemnidad y la jerarquía; la misma indiferencia por la vida orgánica, vegetativa y viviente; la misma falta de interés por lo que es puramente característico, momentáneo y naturalista”.
El alejamiento del mundo sensible hacia una representación más espiritual, se definirá en los tiempos del Imperio como esquematismo simbólico en el que la idea central del cuadro se vuelva cada vez más importante en la forma; la cual se transformará poco a poco en ideograma.
A partir de ese momento el arte cristiano tomaría dos direcciones: una que se inclinó por un simbolismo –en ocasiones incomprensible (la imagen laberinto)- que pretendía hacer presente espiritualmente al ser santo representado y que transformó cada detalle de la escena en una condición de salvación; mientras que la otra (imagen escena), se orientó a un estilo más ilustrativo de acciones, escenas y sucesos anecdóticos para que en esa claridad de información el lector pudiera distinguir las relaciones correspondientes a la acción.
Como ejemplificación de la imagen escena tenemos dos obras: la primera de ellas (Ilustración 1) pertenece a un Libro de los evangelios que fue ilustrado en Alemania alrededor del año 1000 y representa el incidente relatado en el evangelio de Juan (13, 8-9) cuando Cristo lavó los pies a sus discípulos tras la últimas cena. En palabras de Ernest Gombrich “en pinturas como éstas observamos el nacimiento de un nuevo estilo medieval, que hizo posible para el arte algo que ni el antiguo oriental ni el clásico habían realizado: los egipcios plasmaron lo que sabían que existía; los griegos, lo que veían; los artistas del medievo aprendieron a expresar lo que sentían.”
Gran parte del arte medieval cristiano occidental cumple con este propósito, pues el artista no se proponía crear una imagen convincente de la naturaleza o realizar obras bellas, sino que deseaba comunicar a sus hermanos en la fe el contenido y el mensaje de la historia sagrada.
Como podemos ver en la misma ilustración, la habitación donde ocurre la escena era irrelevante para el autor; muy probablemente creía que ésta podría desviar la atención del significado interno del acontecimiento.
De ahí que, posiblemente usara el recurso del fondo dorado, luminoso y plano para resaltar los gestos de lo protagonistas como una inscripción solemne: la actitud suplicante de san Pedro, el gesto bondadoso con el que Jesús imparte su enseñanza. A la derecha un discípulo se saca las sandalias, otro acerca un recipiente, los demás se reúnen detrás de san Pedro. Todas las miradas se dirigen al centro de la escena con firmeza, como si quisieran darnos la sensación de que allí está ocurriendo algo verdaderamente importante. Si nos fijamos atentamente, la rodilla y el pie de san Pedro manifiestan una posición irregular que dejan ver la intención del artista por expresar y transmitir el mensaje de humildad divina.
El fin pedagógico de la imagen y el movimiento del alma que se puede percibir a través del arte se ven reflejados en las palabras del papa Gregorio el Grande quien afirmó: “La pintura puede ser para los iletrados lo mismo que la escritura para los que saben leer”
Autores como el mismo Gombrich habrán de designar a este período como la edad de las tinieblas pues ante el colapso del Imperio romano las personas que vivieron durante esta etapa, padecieron guerras, cataclismos, migraciones y estuvieron sumergidas en la oscuridad y poseyeron muy pocos conocimientos que las guiaran. En ese marco de lo tenebroso, la imagen escena jugaría un papel fundamental, ya que los hombres que amaban el arte y el saber las emplearon para iluminar con luz divina los senderos del hombre común.
Esta búsqueda de claridad en los mensajes la podemos notar en nuestro segundo ejemplo de imagen escena (Ilustración 2) la cual representa la anunciación y parece tan inexpresiva y rígida como los relieves egipcios. En ella vemos a la Virgen de frente con las manos hacia arriba en actitud de sorpresa, suplicante, orante, mientras la paloma del Espíritu Santo desciende sobre ella. El arcángel Gabriel está visto de medio perfil, con su mano derecha extendida a la manera del saludo latino que significaba en el arte del medievo el acto de hablar y también la señal de Cristo.
Una vez más descartamos en este tipo de expresión artística la representación de una escena real y la imitación de formas naturalistas; aquí ya empezamos a ver una distribución de símbolos sagrados tradicionales que eran necesarios para ilustrar el misterio de la anunciación.
La eliminación de la ambición de representar las cosas tal como son, abrió las posibilidades al artista medieval; así se podían eludir algunos elementos y a su vez podía distribuir sus figuras y sus formas de acuerdo a intereses pedagógicos específicos.
La pintura y la didáctica se encontraban en camino a convertirse en una forma de escribir mediante imágenes; “pero este retorno a métodos de representación más simplificados confirió al artista del medievo una nueva libertad para hacer experiencias con más complejas formas de composición (com-posición = poner junto). Sin esos métodos, las enseñanzas de la Iglesia no habrían podido ser traducidas nunca a formas visibles.”
Al no estar obligados a estudiar e imitar las gradaciones reales de las manifestaciones de la naturaleza, los artistas empezaron a elegir cualquier color y forma que se ajustara a su necesidad expresiva. Esta liberación de la imitación del mundo y de las cosas visibles les permitiría transmitir más fácilmente la idea de lo sobrenatural.
Un nuevo lenguaje extraordinariamente sugestivo, rico en alegorías, analogías y alusiones, se empezaba a gestar; la imagen laberinto está por incursionar; un grupo diferente de artistas están por expresarse de una manera más clara y libre, “con más rigor, mediante un discurso sin palabras o incluso sin discurso, o con imágenes de los misterios, que con las palabras, incluso en aquellos enigmas representados por figuras.”
En torno a un lenguaje cifrado, en imágenes que más que sacar a la luz, parece que ocultan la verdad, se construye el nuevo campo lingüístico visual. Ahora el sistema de referencias se consolida en una red de pseudónimos cambiantes y símbolos que pueden en principio significar algo muy distinto. El ideograma, ese llegar al intelecto por los sentidos, tendrá como contexto la imaginería críptica de la complejidad teológica que se empezó a consolidar desde finales del siglo XI.
El mismo Joaquín de Fiore (1130-1202) profetizó el tercer reino del Espíritu Santo, en el que la letra de los textos serían sustituidas por una comprensión visionaria y así llegar de nuevo al la lengua original del paraíso, que nombraba todas las cosas por su verdadero nombre y todos los misterios de la naturaleza se manifestarían como en un libro abierto.
Ubiquemos en ese contexto a nuestros ejemplos de imagen laberinto; el primero de ellos corresponde a la divina forma humana (Ilustración 3). Donde podemos visualizar al centro de un grupo de círculos concéntricos la figura de un hombre desnudo flanqueado por 12 cabezas zoomorfas. El gran cúmulo de círculos sirven como corpus de otra figura antropomorfa que porta sobre una charola en su cabeza otra cabeza humana. En la esquina inferior izquierda la presencia de una monja escribiente visualiza la escena central.
Las últimas visiones de Santa Hildegarda, escritas entre 1163 y 1173, tiene por objeto la integración del hombre en el orden de la creación divina. El amor divino del Hijo aparece en el cielo bajo una figura cósmica de color rojo, superada solamente por la bondad del Padre. En su pecho veía la santa la “rueda del mundo”, con el fuego claro del amor y el fuego rojo del Juicio Final como límite exterior del universo. Las doce cabezas de animales representan los vientos y las virtudes, que forman el sistema de relaciones en el que el hombre puede vivir como rey de la creación.
De la misma Hildegarda tenemos otra visión pictórica de la divina forma humana (Ilustración 4) en la que nuevamente una figura humana arropada con una túnica coloca sus manos al frente y posición suplicante u orante, y se encuentra rodeada de 2 grandes círculos duotono.
A ello responde su representación de la Trinidad como Unidad verdadera cuando afirma que “Entonces vi una luz clarísima (el Padre) y dentro de ella una figura humana azul como el zafiro (el Hijo) rodeada de llamaradas de un rojo tenue (Espíritu Santo). La luz inundaba la llamarada resplandeciente y ésta a su vez inundaba la luz. Ambas, la luz clarísima y la llamarada resplandeciente, iluminaba la figura humana, como una luz consistente en fuerza y potencia”.
Según la imagen del mundo, pitagórica y cristiana, de los francmasones, Dios es el supremo arquitecto de un orden del universo perfecto y geométrico, con el amor al prójimo como medida de todas las cosas. En el primer libro a los Corintios Capítulo 3, versículos del 9 al 11 nos dice la Sagrada Escritura: “Pues somos obreros de Dios y vosotros los campos de Dios, el edificio de Dios. Según la gracia de Dios que me ha sido concedida, he levantado los cimientos como un buen arquitecto; otro tiene que proseguir la obra. Pero cada uno tiene que mirar la forma de seguir construyendo. Pues nadie puede poner otros cimientos que aquél que los ha puesto, Jesucristo”.
Siguiendo con las distinciones socioeconómicas del arte planteadas por Hauser, encontraríamos que el arte cristiano primitivo respondió directamente a las clases sociales de la época. Así podemos observar un gusto simple y popular tanto en orientación como en calidad de las clases inferiores y otro que valoraba la técnica y el buen gusto de los que dirigían la cultura.
Esto, en palabras del mismo Hauser, se debió: “a la modificación en el modo de pensar de una sociedad urbana, cosmopolita, cuya antigua solidaridad había sido rota por el capitalismo, de una sociedad que, atormentada por el temor a la ruina, ponía su esperanza en la ayuda del más allá, y que en sus sentimientos apocalípticos se interesaba más por los nuevos contenidos anímicos que por los antiguos primores de la forma”.
Con la aplicación del Edicto de Tolerancia, la religión cristiana pasó convertirse también en el arte oficial del Estado, la corte y los circuitos elegantes y cultos. El alma hermosa y el cuerpo feo, despreciable, material e inútil pasa a segundo término. El triunfo de la Iglesia se hace patente y se sirve del léxico de una lengua que estaba ahí; los contenidos y las formas empiezan desde entonces a desarrollarse en paralelo. Intelecto y estética, piensan y sienten en un sentido supraestético.
El arte dejará de existir para sí mismo, ahora el mundo se ocupará de la fe y el arte se dedicará a moralizar. La “complacencia de los ojos” según decía san Nilo, es el primer paso en el camino del pensamiento abstracto; la impresión sensible deberá captar la manifestación de un plano más elevado, el hombre medieval deberá entender en la obra misma, la armonía del cosmos y quién es su creador.
El modo inmóvil, frío, rígido, ideal, desvitalizado, aislado de las figuras solemnes, espirituales, alejadas de la vida y lo terreno son propias de una Iglesia que establece los nuevos signos de un mundo, que declara en su líder y creador, no pertenecer al reino de esta tierra.
Dios contra Dios en lo simbólico, lo imaginario y lo real
La pulsión icónica que se vivió en la Baja Edad Media, otorgó sentido a lo informe, dio orden al desorden y semantizó los campos perceptivos aleatorios, imponiéndoles un sentido figurativo. La iconolatría hizo ver a la imagen como enviada por la divinidad; las formas y sus significados, invitaban a generar vida cristiana a sus fieles adoradores. Las frágiles fronteras psicológicas entre lo humano y lo divino se hacían más estrechas en la medida que la percepción visual procesaba fisiológicamente esa información “luminosa”.
Gubern nos dice “que el sinónimo de identificar es reconocer, re-conocer (volver a conocer) presupone un capital gnósico acumulado por el pasado del sujeto, con el que se confronta cada nuevo precepto”. Una especie de neoplatonismo muy de la época de Filón y Plotino, es esta percepción en la que la imagen icónica permitía a su espectador tener una representación transitiva y otra reflexiva para apropiarse o re-apropiarse de aquella vida espiritual que le pertenecía.
La iconosfera del arte cristiano de la Baja Edad Media, en que la vivencia religiosa está asociada a la peripecia de la lectura de una imagen, respondía a la visión simbólica sagrada y despersonalizada, propia de ese espacio pictórico. Lo que Ponofsky resume en “cada cultura humana crea su propio espacio plástico, que nace y muere con ella”.
El arte como artificio, sirvió en esta época como mediador y necesariamente manipulador; toda imagen que en sí era una representación plástica de una representación mental o sensorio-mental, al interpretar y manipular terminó inventando una realidad todavía menos entendible para el común de sus espectadores. Es decir, mientras la imagen cumplía con una función ostensiva, sensitiva y favorecedora de la representación concreta del mundo visible en su instantaneidad, terminó asumiendo la función conceptualizadora y abstracta de la palabra.
La variable icónica del arte cristiano que optó por ilustrar, por apegarse al concepto de Gubern de imagen-escena, hablaba para el hombre medieval, un lenguaje similar al de los sueños, “de ahí deriva su capacidad paradójica, su turbador ilusionismo, su eficacia para la comunicación emocional, su gestión libidinal y sus enormes potencialidades para el engaño y la confusión”.
Un ejemplo de ello puede ser El entierro de Cristo (Ilustración 6) en el que Giotto redescubre el arte de crear la ilusión de la profundidad sobre las superficies planas. Con ello, en lugar de emplear los procedimientos de la pintura-escritura, crea la ilusión de que el tema religioso está ocurriendo delante de nuestros ojos.
Giotto siguió la opinión de los frailes que invitaban al pueblo en sus sermones a que representaran en su mentes lo que leían en la Biblia o en las leyendas de los santos como si lo estuvieran viendo.
En nuestra ilustración, el tema es evidente: el dolor ante el cuerpo tendido del Cristo, con la Virgen que lo toma entre sus brazos por última vez. Como seguía vigente la utilidad pedagógica, no le interesará representar la escena como posiblemente hubiera ocurrido; así que modificó el tamaño de los personajes preocupándose muy poco por el espacio.
Para Giotto, la pintura será algo más que un sustituto de la palabra escrita, su preocupación es que el vidente sienta la sensación de ser testigo y partícipe de la escena.
En cambio, la imagen-laberinto, al apoderarse, parasitalmente del sentido de la representación, no dejaba ver, a ciencia cierta, el sentido central del texto pictórico. La obra denota y connota a la vez, lo óptico, lo semántico, lo afectivo están adheridas a su función representativa y simbólica; su gramática y verbalización era tan compleja como aquello que quería representar.
Representación de ello puede ser nuestra (Ilustración 7); en ella vemos a un hombre quien suponemos es Ramón Llull frente a dos escaleras: una colocada verticalmente a su derecha de la cual salen 9 cordones que culminarán en 9 figuras antropomorfas; a su izquierda una segunda escalera se reclina sobre una torre en cuya parte superior hay un mundo sostenido por dos ángeles. De la torre cuelgan 9 hombres más y un ángel. En la base derecha de la obra un pozo con 7 tiras en las cuales hay escritas los nombres de los pecados.
Lull se vale de la segunda escalera para demostrar los nueve principios absolutos y relativos “(…)estas reglas conducen de la torre de la fe y de la gracia a los principios seguros, ya que llevan en ellas las causas mismas de la razón dispuesta a recibirlas fuera de la duda que plantean vuestras cuestiones”. Pero el arte no va más allá de las almenas. L punta de la torre y la Trinidad rodeada de gloria solamente pueden alcanzarse mediante la “cuerda de la gracia” que Dios tiende desde lo alto De ella penden el intelecto, seguido por la memoria, voluntad y las siete virtudes. Los siete vicios se abrasan en el infierno (en Lullus le Myésier, Electorium parvum seu Breviculm, Wiesbaden, 1988).
Los nueve filósofos en la margen izquierda encarnan las nueve dudas que pueden surgir frente a las nueve realidades objetivas del universo, relacionadas en la primera escala.
Un concepto similar es el que encontramos siglos antes en La escala celeste de San Juan (Ilustración 8). En esta es una sola la escalera que cruza el cuadro diagonalmente y por la que asciende una procesión de hombres que son derribados por demonios. En la base derecha un grupo de hombres en calidad de orantes contemplan la escena, como en la parte superior izquierda un grupo de ángeles hace lo mismo.
Los treinta peldaños de la escalera representan las treinta virtudes mencionadas por San Juan Clímaco, prior del convento del Sinai hacia finales del siglo VI, en un tratado destinado a edificar a sus monjes. Frente a frente, el mismo número de vicios encarnados por los diablos. En lo alto de la escalera, el prior en persona, el más virtuoso de todos se acerca a la figura de Cristo que lo recibe.
Para entender todo este proceso de asimilación, cognición e interpretación semántica, hay que entender que la ruptura del tabú icónico impuesto por el monoteísmo del pueblo judío, opuesto frontalmente a la idolatría pagana, se consolidó con el cristianismo pese a la carta enviada por San Eusebio a la emperatriz Constanza hacia 313-324, en la que escribía que “Cristo no podía ser representado con imágenes, pues la unión de divino y humano que hay en él hace inadecuada toda tentativa de representarlo”.
La disputa ante las posibilidades de la figuración divina fueron retomadas por Epifanio de Salamina quien afirmaba que la cualidad sobrenatural de Cristo ni siquiera podía ser representada por medio de colores materiales; de ahí la aparición tardía de representaciones de la crucifixión (420-430); pero sobre todo, por el emperador bizantino León III el Isáurico (730), quien prohibió oficialmente la veneración de las imágenes de personas que carecían de aliento y del don de la palabra.
El concepto de idolatría había invadido la superficie del mundo cristiano; y es que el culto a las imágenes de los emperadores cristianos de los siglos IV y VI era muy similar al de la tradición pagana del culto a las imágenes imperiales que seguía vigente pese al triunfo del cristianismo.
Fue con el II Concilio de Nicea (787) que se reestableció la legitimación cultural de las imágenes y que se terminó con la persecución iconoclasta desencadenada por León III. Posturas teológicas como la de San Juan Damesceno favorecieron la veneración de las imágenes sagradas; éste afirmaba que “si el Dios invisible quiso hacerse visible a los hombres a través del cuerpo de Jesucristo, es legítimo que los hombres le representen de modo visible a sus fieles”.
La lógica figurativa y la veneración a la imagen trasladada al prototipo representado en ella, actuando como intermediaria, perduró hasta los teólogos de la Contrarreforma española. Miguel Sánchez decía que si Dios fue el primer creador de imágenes, puesto que fue el creador del hombre a su imagen y semejanza y además se hizo imagen en la encarnación de Cristo; ahí teníamos la justificación para no rechazar la veneración, pues hacerlo nos llevaría a negar la Encarnación del Verbo de Dios.
En el mismo II Concilio de Nicea, se enumeraron las tres virtudes atribuidas al uso de las imágenes religiosas: “reavivar la memoria de hechos históricos ejemplares, estimular la imitación de los personajes representados y permitir su veneración”.
La aparición de la Biblia pauperum, compuesta únicamente de imágenes, respondió al marco social de una sociedad cristiana analfabeta que tenía como únicas formas de adoctrinamiento la oralidad y la imagen.
No es hasta el Concilio de Trento que se darán cuenta que el exceso de “arte” y belleza en lo representado podía impedir la traslatio al prototipo, es decir, la idolatría. Así que la austeridad será una nueva emoción devota presente en el arte cristiano; dicha exigencia será sustentada por fray José de Sigüenza, confidente de Felipe II quien escribió: “los santos se han de pintar de manera que no quiten la gana de rezar en ellos, antes pongan devoción, pues el principal efecto y fin de su pintura ha de ser esta”.
Las funciones didácticas, memorísticas y devocionales de la imagen, serán empleadas por la Iglesia a petición de Santo Tomás de Aquino: “para instruir a los analfabetos, para que el misterio de la Encarnación y los ejemplos de los santos pueda imprimirse eficazmente en la memoria con su representación, y para suscitar emociones de modo más eficaz que a través del oído”.
La querella por el estatuto ontológico de la imagen entendido como representación, presentificiación y existencia estuvo presente durante el monopolio de la producción icónica que tuvo la Iglesia durante la Edad Media.
Frazer, en su estudio que sostiene que lo semejante produce lo semejante, habla de cómo “el carácter sustitutorio del signo en relación con lo representado propició la confusión entre significante y referente, alimentando una confusión referencial según la cual el signo era un portador de la esencia de aquello que simulaba”.
La idolatría y culto a la imagen guarda una gran semejanza con las manifestaciones animistas, en las que lo representado absorbe la vida del sujeto, coexistiendo con él y compartiendo con él su principio vital. Las fuerzas sincrónicas y comunes del capital espiritual se parecen también a los principios de la magia simpatética contra los que lucharían los teólogos de la Edad Media.
El arte cristiano tenía fines propios de los cuales se estuvo apartando cuando se dio la idolatría; sin embargo esto daría origen a una posición de inmovilismo iconográfico por un lado y por otro, de un cargado simbolismo hermético e indescifrable.
El Lenguaje de la Iglesia
La singularidad de la imagen icónica reside en que es una representación que se ofrece a su espectador de dos maneras simultáneas, transitiva y reflexiva: transitiva porque representa algo con sus formas y colores y reflexiva porque se representa a sí misma representando algo.
Esta doble realidad de las imágenes fue conocida, quizá muy intuitivamente por algunos artistas y monjes medievales, pues es notorio que sabían que la imagen icónica contenía una categoría perceptual y otra cognitiva que definiría la modalidad de imágenes icónicas útiles como maquetas de una realidad difícil de explicar simplemente con la palabra.
La famosa cita de Nelson Goodman: “cualquier cosa puede representar cualquier cosa” alude a la representación motivada, nacida de una voluntad imitativa o analógica que pretende copiar las apariencias ópticas del mundo visible por un lado y el tratar de representar arbitrariamente, producto de una convención social.
Sentencias como la de Lévi-Strauss que afirma que “cada cultura es un conjunto de sistemas simbólicos y que en cada cultura los sistemas icónicos establecidos constituyen una pedagogía de la visión, orientada hacia el desciframiento de las formas canónicas de su iconosfera” nos llevan a entender la producción icónica de la Baja Edad Media.
Con ello queremos decir que el arte de este periodo constituye una modalidad de comunicación en la que la transmisión semántica y de conocimiento no agota su función, de manera que la comunicación estética constituye su forma de comunicación metasemántica privilegiada ya que las imágenes dicen no sólo a través de su expresión icónica, sino también a través de su expresión plástica. Y en esa subordinación de valores y simbolizaciones se basó la lógica de la imagen laberinto.
La máxima de Paul Valery: “una imagen es a veces mucho más que la cosa de la cual ella es la imagen” ilumina el carácter de símbolo icónico socialmente impuesto a partir de la propuesta singular de un artista, que trasciende la imagen misma por su vigor expresivo a la condición de arquetipo simbólico universal.
La imagen laberinto ofrece un plus informativo: la polisemia. En su textura se da la denotación y la connotación que algunos autores llamarán fenotexto (la significación primera de un texto) y un genotexto (su estructura profunda o simbólica.
En la pintura medieval europea, lo simbólico (teológico, jerárquico, filosófico, alquímico, etc.) desempeñó un papel central, pues el artista más que representar una escena con criterios espaciales y temporales perceptualmente realistas, representaba una idea, un ideograma religioso encarnado en un espacio simbólico con personajes a veces de apariencia realista, aunque otras veces flagrantemente quiméricos.
Veamos la (llustración 9) en la que se percibe un conjunto de círculos concéntricos en los que aparecen textos inscritos. Enmarcando a 9 de ellos aparecen 4 cabezas dentro de 4 círculos dispuestos a manera de una cruz y 3 círculos más las encierran. 4 conjuntos de figuras zoomorfas que parecen demonios rodean en forma de “equis” el cuerpo (cabeza, manos y pies) de un cristo.
Aquí encontramos a Cristo como hombre cósmico rodeado de los cuatro puntos cardinales, los cuatro vientos mayores y los cuatro demonios de los vientos.
Con el mismo recurso circular encontramos una miniatura de siglos anteriores (Ilustración 10) como símbolo de rotación. La imagen es la de cuatro cuerpos de apariencia femenina coloreados uno en blanco; dos bicolor (azul y rojo) y un tercero en rojo. Al costado derecho e izquierdo de cada cuerpo hay tres franjas de color.
Hoy sabemos que San Isidoro de Sevilla recopiló en el siglo VI las tradiciones de los antiguos filósofos de la naturaleza y las integró en las doctrinas de los Padres de la Iglesia. La base de sus sitema de macrocosmos/microcosmos es la doctrina de los cuatro elementos de Empédocles (s. V a. C.), la teoría aristotélica de las cualidades y permutación de los elementos, base de la alquimia, y el tratado de los cuatro temperamentos o humores corporales de Hipócrates (s. V. a. C.). Las cuatro figuras representan las estaciones del año en la rueda de los doce meses. Con ellas se corresponden los cuatro temperamentos en el modelo microcósmico. Al otoño corresponde la bilis negra (melancolía, tierra), al verano la bilis amarilla (cholera, fuego), a la primavera el temperamento sanguíneo (aire) y al invierno el temperamento flemático (agua).
Como podemos ver, todos los elementos pictóricos eran premeditados y respondían a símbolos que representan algo más que su significado inmediato y obvio.
Los símbolos resultan mucho más complejos y elaborados, con estructuras narrativas sofisticadas definidas por signos directrices y evocadores de energía.
Según Gubern el arte cristiano mostró un amplitud impresionante en su registro simbólico por la diversidad de sus fuentes de simbolización y porque desde su origen marginal y clandestino tuvo que construir un juego lingüístico destinado a crear una cultura del pictograma enigmático y protector.
En la construcción medieval del lenguaje de la Iglesia no podemos olvidar mencionar los casos de resemantización de la iconografía pagana. Algunos ejemplos de ellos serán: el dios pastor de la Grecia pagana que ubicaba a Hermes portando un carnero en sus hombros que pasó a ser el Buen Pastor; el Cristo resucitado se simbolizaría con la imagen pagana de Orfeo (quien regresó vivo del reino de la muerte), con Helios (dios solar que desaparece y reaparece en el cielo) con Jonás (engullido y vomitado por la ballena), con el caracol (pues duerme en su concha-sepulcro, de la que renace) y la mariposa (por la transformación triunfal de su larva). Las lasa de la Victoria de Samotracia, del caballo Pegaso y de los cisnes de los celtas, mensajeros del más allá, se convirtieron en las alas de los ángeles, mensajeros celestiales, mientras que las del murciélago, rata voladora y portadora de la peste, fueron transferidas a los demonios. La concha símbolo de la sexualidad femenina fue reconvertida en la imagen del sepulcro que abraza al hombre después de la muerte y antes de su resurrección.
La imagen laberinto nos obliga a interrogar meticulosamente al texto y a su contexto para descifrar el sentido de un texto pictórico. Así engañan la mirada y la inteligencia del obsevador; la iconología de Panofsky nació para indagar ese contenido de las imágenes.
Algunas hipótesis se han lanzado para explicar el origen de la imagen-laberinto:
- 1. “por tabú de designación,
- 2. por su génesis subconsciente,
- 3. por su utilidad para la comunicación criptográfica,
- 4. por la dificultad de representar lo simbilizado, cuando su naturaleza es abstracta o inmaterial,
- 5. por su efecto poético o embellecedor,
- 6. por su utilidad didáctica o comunicativa”.
El carácter conceptual está más cerca de la escritura que de la figuratividad. El simbolismo icónico puede nacer de dos formas distintas de abstracción: a) una que resalta su función o funciones denominada abstracción en el plano del significante; y b) la abstracción en el plano del significado, que hace visible lo invisible.
En la abstracción en el plano del significado se hallan los símbolos del subconsciente y los criptosignificados propios de las religiones, de la poesía, de la alquimia y de las prácticas esotéricas, que tratan de plasmar lo inmaterial o invisible en términos visibles.
El “problema” del carácter criptosimbólico facilitó el deslizamiento de la imagen hacia la magia talismánica, dotándolos de supuestos poderes benéficos para los fieles devotos.
De manera que en Occidente la imagen sirvió sucesivamente a los intereses del poder religiosos, del poder político y del poder económico, descendiendo de su condición de sierva del papado a sierva de la burguesía, antes de transformar profundamente sus funciones.
La tendencia a crear una “lengua secreta” o “sintagmas oscuros” habrá quienes las expliquen como una medida de control para preservar de los abusos del profano el saber primordial, en lo personal creo que respondió a un momento histórico complejo en el que no era tan fácil explicar la noción racional de Dios y curiosamente, el artista demostró que el vuelo y movimiento del espíritu en la imagen sí lo permitía.
SIMBOLIZARSE EN LA IMAGEN
El arte de la Edad Media es eminentemente simbólico y la forma fue casi siempre la envoltura del espíritu. Al espiritualizar la materia, los artistas fueron tan hábiles como los teólogos.
La gran mayoría de los artistas traducían exactamente la doctrina enseñada por los liturgistas, moldeando así la materia por el espíritu. Ya Vicente de Beauvais había ofrecido en la época enciclopedística una forma de leer las obras del siglo XII en adelante: “La obra se divide en cuatro partes: Espejo de la Naturaleza, Espejo de la Ciencia, Espejo de la Moral y Espejo de la Historia”.
En el Espejo de la Naturaleza eran reflejadas todas las realidades del mundo, en el mismo orden en que Dios las ha creado. En el Espejo de la Ciencia se inicia con el relato del drama que explica el enigma del universo, por la historia de la Caída. El Espejo Moral se relaciona estrechamente con el Espejo de la Ciencia. En efecto, el fin principal de la vida no está en saber, sino en obrar. La ciencia no es más que un medio de llegar a la virtud. El Espejo Histórico viene en último lugar. Hemos estudiado a la humanidad en abstracto, ahora nos sale al paso la humanidad viviente. Vemos al hombre en marcha bajo la mirada de Dios.
A lo largo de nuestra investigación hemos podido ver cómo en la Edad Media, concretamente en la Baja, el mundo es un símbolo para el hombre que piensa. Podríamos afirmar que para nuestro hombre medieval el mundo es una idea de Dios realizada por el Verbo. Bajo esta concepción, cada ser esconde un pensamiento divino. El mundo es un libro inmenso, escrito por la mano de Dios, en el que cada ser es una palabra llena de sentido. El ignorante contempla, ve figuras, letras misteriosas y no comprende su significado. Pero el sabio se eleva de las cosas visibles a las invisibles: al leer la naturaleza lee el pensamiento de Dios. La ciencia consiste, pues, no en estudiar las cosas en sí mismas, sino en compenetrar las enseñanzas que Dios ha puesto en ellas para nosotros; porque toda criatura es la sombra de la verdad y la vida.
Ver lo ininteligible, ver lo que la razón nos pone entre las manos y la lengua; ver a Dios. La metafísica de los sensible y esas ansias de verlo “cara a cara” hacen que se busque en el arte una realidad suprasensible tangible; real. He aquí, una teoría del conocimiento que no se funda en la revelación, pero que en sí misma es la forma de entender y descifrar lo revelado.
Abstraer de la experiencia artística conceptos, es como “una salvación del intelecto”. Dios en su propiedad comunicable se expresa en la naturaleza. El ser que conoce, ama y entiende, aparece en sí mismo como materia de ciencia; “lo cual supone entre la esencia y los atributos divinos una distinción y un orden asimilable a los que hay entre un sujetos y sus propiedades”
La idea se comunica con lo real: el ser y la unidad corren paralelos; “la indeterminación de las naturalezas hace que se las encuentre en todos sus individuos: la indiferencia de estas naturalezas de esta manera común garantiza la universalidad de su imperio”.
La fenomenología de lo absoluto y el intelecto que se mueve en las esencias es la prenda despojada en el juego de la querella de los universales que se trasladó al ámbito artístico bajo cientos de representaciones simbólicas.
Es la figura divina la que se encuentra detrás de todo esto, la naturaleza misma es interpretada como lenguaje divino; las cosas del mundo serán de ahora en adelante vistas como signos imperfectos de interpretantes externos, del mundo de las ideas.
Realidades extraplanetarias y cosas que las imitan. ¿Cómo le habla Dios al hombre? ¿Hay acaso una mediación sígnica de lo infinito? Ya decía Santo Tomás: “los acontecimiento de la Historia Sagrada que Dios ha dispuesto como palabras de un lenguaje cósmico, en el que podemos leer nuestro deber y nuestro destino”
La realidad con lengua propia, el mundo como libro abierto, como bosque simbólico; una prosa natural corriendo entre la vida y la poesía, cuerpos que se significan a sí mismos; un protagonista divino sobreviviendo en toda realidad, porque el gran significado es signo de sí mismo.
Locke solía decir que “se podía dudar de las cosas, pero de los signos no, ya que las ideas no son otra cosa que los signos estenográficos bajo los cuales recogemos por razones operativas, las hipótesis sobre las cosas que se ponen en duda”.
Si hasta nuestras percepciones tienen una función sígnica, dijera Berkeley, el universo se vuelca ante nosotros como un sistema simbólico en el que Dios nos explica el mundo a través de la productividad sígnica del espíritu. “Ya no es Dios que habla al hombre por medio de signos, sino que Dios se construye en la historia del Espíritu mediante una gran escenografía simbólica y cultural”
El lenguaje como una gran metáfora instintiva, ligada con la esencia íntima de las cosas; el ser que se manifiesta por medio del lenguaje, es quien manipula la lengua y domina las cosas; he ahí la revelación del Ser por medio del lenguaje iconográfico.
La semiótica moderna ha propuesto cinco hipótesis para resolver el problema planteado por los escolásticos medievales sobre la relación entre signos y realidad:
- 1. “Existe una relación entre la forma de los signos complejos (enunciados) y las formas del pensamiento, o bien existe una relación entre orden lógico y orden semiótico;
- 2. Existe una relación entre signos sencillos y las cosas que éstos denotan, con la mediación de los conceptos, o bien existe una relación semiótica entre signo y concepto, que a su vez es signo de la cosa;
- 3. Existe una relación entre la forma de los signos complejos (enunciados) y la forma de los hechos que describen, o bien existe una relación entre orden semiótico por un lado y orden ontológico por otro;
- 4. Existe una relación entre la forma del signo simple y la forma del objeto al que se refiere, porque el objeto es en cierto modo causa del signo;
- 5. Existe una relación funcional entre signo y objeto al que se refiere de hecho, que si no existe, el signo carece de todo valor denotativo, e incluso no sirve para aserciones dotadas de sentido.”
El problema planteado sobre si la organización de los signos reproduce la organización del pensamiento sigue vigente. La gran pregunta sobre si el lenguaje pictórico obedece o no a un sistema de leyes racionales, universales y estables llevó a un planteamiento ontológico del discurso iconográfico. Ya los teóricos de Port-Royal dirán más tarde que “el lenguaje refleja el pensamiento y las leyes del pensamiento son iguales para todos los hombres”.
La legalidad de la substancialidad del mundo vinculará los procesos iconográficos a los espirituales. La afirmación de Hobbes en la que indica que “términos como esencia y entidad nunca hubieran surgido entre pueblos que no conocieron el uso copulativo del verbo ser” nos permite entender el genio mismo de la lengua y el tipo de discusión que había arrojado preguntarse por el valor simbólico de lo analógico.
En el arte vemos no sólo estructuras semánticas y sintácticas, también vemos la historia de los pueblos, su mentalidad y sus costumbres. Los signos son complejos sistemas de ideas que dejan ver veladamente al SER.
Las condiciones metafísicas del arte se han planteado, y aunque como afirma Korzizsky: “el mapa no es el territorio”, hoy entendemos las relaciones espaciales, temporales y culturales gracias a una lengua con la que hemos aprendido a pensar, con la que pensamos y de la que pensamos y por la cual somos pensados.
Una nueva interrogante se filtra en nuestra libreta de apuntes mientras nos regocijamos con los planteamientos desarrollados desde la Edad Media: ¿el arte se segmenta en signos aislados, en los que nos basamos para organizar la realidad perceptiva, o bien nuestro modo de percibir la realidad obliga a las manifestaciones artísticas a segmentarse de manera determinada?
Buscar respuesta a esta nueva pregunta, nos llevaría a indagar en las raíces edénicas o adánicas de la lengua icónica y encontrar si es que hay una lengua primigenia que denote la primera motivación y la última significación.
Si algo nos queda claro es que guiados por los doctores, los artistas representaron a veces los animales y las plantas dándoles un sentido simbólico; la enseñanza era clara: la Escritura era a la vez una historia y un símbolo. Se admitía entonces que la Biblia podía tener cuatro sentidos diferentes: el sentido histórico, el sentido alegórico, el sentido tropológico y el sentido anagógico. El sentido histórico nos hacía conocer la realidad de los hechos; el sentido alegórico manifestaba que el Antiguo Testamento era la prefiguración del Nuevo; el sentido tropológico descubría una verdad moral que se escondía bajo la letra de la Escritura y finalmente, el sentido anagógico, como su nombre lo indica, dejaba entrever, por anticipado, los misterios de la vida futura y la beatitud eterna.
Veamos como ejemplo de ello las ilustraciones 11 y 12 que corresponden al Apocalipsis Dyson Perrins Inglaterra. En el siglo XIII un gran número de manuscritos miniados del Apocalipsis tuvieron gran resonancia en los europeos de Occidente por los recientes sucesos cataclísmicos entre ellos la invasión de Rusia por los tártaros y la caída de Jerusalén en manos de los musulmanes que llegaron a sugerirles que el fin de los tiempos se acercaba. En las ilustraciones San Juan aparece con frecuencia experimentando su visión, bien dentro de la misma escena o mirando desde el margen por una abertura en el marco de la miniatura. En la otra se muestra a un ángel que vierte de una copa, lo que hace saltar “relámpagos, voces, truenos y un gran terremoto”. San Juan, de gran tamaño, parece volverse justo a tiempo de ver la destrucción que acarrea el terremoto. La “gran voz que sale del templo desde el trono” se representa como una figura de Cristo a medio tamaño dentro de una mandorla que surge de un edificio rodeado de nubes. El templo celestial parece suspendido de un pequeño colgador en el margen superior de la página.
Conocer la vida de los santos equivalía a conocer la humanidad y la vida entera; en ellas se podían estudiar cada edad y todas las condiciones humanas.
Tal sería carácter trascendente de la figura simbólica que el mismo Víctor Hugo llegó a afirmar que: “durante la Edad Media, el género humano no pensó nada importante que no esté escrito en piedra” y así parece ya que en el arte de este periodo, se adivina el deseo de dar una enseñanza enciclopédica.
El clero de la Edad Media trató de enseñar a los fieles, por medio del arte, el mayor número posible de verdades. Conocía bien el poder del arte sobre las almas todavía infantiles y oscuras. Para la inmensa multitud analfabeta, no había salterio ni misal; para todos aquellos que no podían entender del cristianismo más que lo visible, había necesidad de materializar las ideas y revestirlas de una forma sensible.
Fernando del Mar reflexiona sobre este punto y afirma: “Ninguna imagen puede sustituir a otra, por lo que su estudio debe reconocer un sistema de representación que tome en cuenta los contenidos que se organizan y se estructuran en cada una de ellas, a fin de percibir su unidad y sus procesos. Para la filosofía medieval la imagen fue el único intermediario posible entre la realidad y su representación entre el mundo y el alma”
Cada época tiene su propia forma de ver y lo que ve es lo que imagina que ve; por ello, la imagen medieval describe una aspiración moral que se reproduce en otras imágenes, sin perder su unidad. El mudo medieval depende de un universo de formas que se extienden de la pureza e inmovilidad de la belleza y de la virtud a una realidad parcial y fragmentaria que provoca el pecado.
Esta experiencia espiritual reconoció en la noción de modelo –la imagen de la realidad- la capacidad de establecer un sistema de representación en el que la naturaleza se subordinó a la imagen y ésta a la palabra lo que probablemente marca el origen de una nueva manera de ver y representar el mundo.
El ojo del cuerpo se une al ojo del alma en una relación en la cual la imagen impres en la pupila se ve reflejada en la imagen guardada en la memoria del que ve, ella nos mueve a reconocer y a buscar la verdad y el bien.
Luego se observa en el alma otra trinidad: formada por las tres realidades de una sola sustancia introducida en nuestro interior por las cosas que percibimos: la imagen del cuerpo que está en la memoria, la información que surge al revertirse a ella la mirada del pensamiento y, de nuevo, la atención de la voluntad que une a ambas.
Ya lo decía San Víctor: “El mundo visible es el reflejo del mundo invisible”. Lo que vemos nos transforma. El hombre medieval sabía que aprender a ver era indispensable para su vida espiritual y corporal, pues al evitar todo pecado conservaba la salud de los ojos.
Entre la imagen y la cosa nombrada, sí que hay un velo transparente, inmaterial, icónico, fantasmagórico que alude a la pureza; es pues la semiótica una fenomenología de lo absoluto, cuando se aprenden a leer los signos con los que se expresa el Creador.
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