Reflexión sobre la Teología Platónica de Marsilio Ficino
Jorge A. Hidalgo Toledo
En el corazón de un mundo abierto a encontrar respuestas trascendentes a los problemas clave de la vida, cuando el lenguaje teocéntrico medieval se disuelve poco a poco, se esgrime la propuesta por construir un nuevo idioma que eleve al ser humano a lo supremo.
Ahí, en el corazón del corazón del pensar, ubiquemos a nuestro hombre, Marsilio Ficino, un florentino considerado por algunos historiadores como el hombre más sabio de su época. Ficino, gran amigo de Lorenzo de Médicis y responsable de la Academia Platónica, se caracterizó por ser bastante independiente en su vivencia “doctrinal y filosófica”. Según comenta Carl Grimberg en su texto Descubrimientos y Reformas: “Ficino se había propuesto la misión de establecer una religión natural. Es decir, un (…) eclecticismo religioso cuyos principios esenciales serían idénticos para todas las doctrinas y seres humanos. Ante todo, pretendía demostrar que el cristianismo podía concordar con la doctrina platónica y la filosofía antigua en general. Quería llegar a una armonía completa entre los diversos mundos de la fe, de la ciencia y de la belleza”.
Con esta referencia en mente y adentrándonos en el proemio sobre la Inmortalidad del alma, cabe preguntarnos sobre el papel que desempeña el alma humana en esta triada establecida por Ficino.
Desde la primera argumentación podemos notar la búsqueda por abstraer la noción del alma del contexto esencialmente teológico-cristiano para elevarla a un nivel divino eminentemente laico. La colocación del alma en un estadio intermedio, pero a su vez, más terreno y cercano al hombre, me remite al concepto de Le Grof, sobre la invención del purgatorio; y cómo éste sirvió de trampolín y respiro para las almas purgantes que no tenían su posición clara en el cielo o el infierno.
Filtrar la realidad y divinizar la condición humana a través del prisma del alma, bajo la nueva visión de Ficino, coloca al hombre como único responsable de todos sus actos y de toda “su creación”.
He aquí el hombre, véanlo bien porque debajo de su piel hay un dios, es la consigna que recorre nuestra mente, cuando nos refiere a la sentencia del Oráculo de Delfos: “conócete a ti mismo” ya que así conocerás a Dios.
La divinización de nuestra alma es la eliminación de fuerzas externas encontradas, llámeseles destino o providencia, actuando como genios malignos en nuestra contra o en nuestro favor. Rendirle un culto piadoso, porque ahí reside toda verdad y toda regla de vida, torna al hombre como único responsable de su felicidad.
Amar, entender, saber, son acciones propias de esta alma humana, ahora centro de la creación y producción socio-cultural.
Excelente puente para desacralizar al mundo escogió Ficino al tomar a Platón como fuente de su doctrina. Quién mejor que “el padre de los filósofos”, como él lo llama, para entronarse como pontífice de la nueva fe. Una que tiende a lo trascendente a partir de “las sombras del mundo de las ideas”; es decir, de lo concreto, lo próximo al hombre, lo que se vuelve inteligible por el mero uso de la razón.
El culto al hombre
Si todo hombre posee por naturaleza un alma y en ella radica la verdad divina, todo cuando parta de mí, se vuelve sacro: adiós culpa, adiós temores, adiós a todo lo que coarta el actuar humano dejando máculas y remordimientos morales.
Con Ficino, el hombre será su propia medida y el ejercicio de su recta razón, dará la pauta del nuevo ejercicio de la libertad. Grandes serán los destinos individuales si estos se apegan a los designios a lo más divino de nuestra naturaleza.
El hombre en el centro mismo de la creación… Qué bien se escucha esto; pero ¿qué implica en realidad? Podemos hablar del surgimiento de una ética personalista, no relativa, no dogmática y religiosa, pero que sí obliga al hombre a explorar intersubjetividades para desentrañar el misterio de la realidad. Y con esta interrogante pienso en la respuesta nominalista al problema de la realidad planteado por Boecio: la realidad como un acuerdo de reflexiones y captaciones arbitrarias.
Y pienso también en la intención intrínseca de esta nueva forma de concebir al ser humano; ¿no habría a caso una intención política detrás de toda la filosofía ficiniana? Si pensamos en el nuevo orden mundial que se estaba gestado en los terrenos de Lorenzo de Médicis, mantener la religión como factor de unidad, pero a su vez, eliminar toda carga dogmática y estructural, dejando en el hombre la única responsabilidad de su destino y su actuar… Suena bastante práctico para eliminar de su costado la carga que representaba la Iglesia para el estado florentino. Así, se migraba la espiritualidad al orden natural; se retoma el pensamiento clásico, como en su momento, en la Edad Media, se regresó a los padres de la Iglesia; y bajo la consigna renacentista de elevar al ser humano, la respuesta filosófica –que gozaba de buena prensa y más aún Platón, entre el clero y el ala científico-humanista- permitirá dar el salto casi de forma natural, considerando las grandes contribuciones de la formación humanista que ofrecían las distintas corrientes filosóficas de la antigüedad.
Lo que mueve al hombre sobre la tierra
Trascender lo que trasciende a los sentidos, preferir la realidad a las sombras, elevar la condición de nuestra especie, porque es en nuestra alma –nuestro punto más cercano a Dios- donde se gozará la verdadera vida cuando el cuerpo ya no exista.
Ficino argumenta lógicamente, siguiendo un proceso filosófico similar al desarrollado por Parménides y muy posteriormente Santo Tomás de Aquino, para ofrecernos una serie de vías que concluyen haciendo apología del alma.
Así nos dirá que gracias a la inmortalidad del alma, se entiende la búsqueda de la felicidad del hombre (porque al final verá la luz). La doble naturaleza humana (cuerpo-alma) hace posible que podamos ir de lo particular a lo universal y absoluto. Gracias a esa potencia de Dios de la cual somos partícipes podemos tender a lo ilimitado, a lo infinito, a lo absoluto, podemos ser…
Somos cuando sentimos, cuando imaginamos, cuando fantaseamos, cuando hacemos uso de la inteligencia, cuando el alma se impone y domina al cuerpo. Alma divina, hombres divinos, hombres bellos y bondadosos…
No sé qué sea más comprometedor, si ser religiosamente hombres y dejarnos a la buena de Dios o ser hombres en toda la extensión de la palabra y todo lo que implica bajo esta nueva ética: buscar la verdad, trascender lo corpóreo, ser justos, moderados, buenos, dulces y felices.
Ahora sí, ser a imagen y semejanza de Dios, está en nuestras posibilidades; buena tendencia para los trascendentalistas y religiosos; muy mal por quien entienda por ello, que hacernos semejante a Dios, implica primero, acabar con Él y después, con todo lo demás.