Reflexión sobre El Contrato social de Juan Jacobo Rousseau.
Jorge A. Hidalgo Toledo
Sienta en el acorazado vientre de su tiempo lo que pudieron haber sido aquellos años en que el hombre, inocente como Adán, sabía lo que era bueno y se comportaba como tal; como un ser incorrupto y feliz. Sienta, a la altura de su rostro, los foráneos vientos de la edades primitivas y el momento aquél en que reinaba la inocencia y la igualdad. Remoje en esas aguas liberales el espíritu de su naturaleza político social, porque estará a punto de resfriarse con el helado choque de posturas filosóficas que trajo el inicio del romanticismo roussoniano como reacción al intelectualismo ilustrado del siglo XVIII. Prepárese bien al resonante viaje por la incitación libertadora que ya en su tiempo, lo hicieron los primeros organizadores de las nacionalidades americanas.
Emprendamos nuestro recorrido, reconociendo a nuestro guía: Juan Jacobo Rousseau; hombre de corazón romántico como su vocación política y pedagógica. Conocido y atacado por el empirista David Hume, nuestro Virgilio nos dará un breve, pero basto recorrido por el espíritu francés del siglo XVIII. Quizá para ello venga bien tratar de imaginar a su grande y venerado discípulo, Maximiliano Robespierre, caminando frente a la ventana de la historia al frente de sus colegas con dirección al Campo de Marte.
En aquel 8 de junio de 1794, el único superviviente de los grandes hombres de la Revolución, Robespierre, sostenía en su mano un ramillete de flores campestres con los colores de la República y vestía su célebre frac azul celeste y su calzón amarillo. En aquél andar quedó el registro del primer ciudadano de la nación que iba a celebrar la grandiosa ceremonia que proporcionaría a su pueblo una nueva religión, “la única digna de los ideales revolucionarios: el culto al Ser Supremo, que reconocía la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, pero que nada tenía que ver <ni con la superstición católica, ni con el cinismo ateo>. El culto al Ser Supremo era un homenaje a la Razón, encarnándose en primer término en la virtud individual y cívica” . Ese era el homenaje que Robespierre le rendía a su maestro, el sacerdote que se impuso como tarea moral e intelectual castigar a los enemigos de la nación.
Teísmo, deísmo, ateísmo, populismo, estadismo, son algunos de los conceptos que se diluyen en el pensamiento político de aquél que participara en la elaboración de La Enciclopedia, junto con Diderot, D’Alembert, Voltaire, Montesquieu, D’Holbach, Helvetius, La Condamine, Bufón, Marmontel, Turgot, De Brosses, Quesnay, Necker, Condorcet, La Lande y Bernoulli, entre otros.
La lucha contra el pasado y la versión naturalista del romanticismo colocó a nuestro guía como un pensador de la transición. Su batalla fue radical contra la mera crítica, el intelectualismo y la burla escéptica de sus coetáneos enciclopedistas.
El temperamento sentimental, individualista e inadaptado -como el “hombre natural” de su doctrina, lo mantuvo como agente vivo y víctima de su propia creencia.
Un gran sentido social es el que se percibe en la concepción democrática y republicana de su texto El Contrato Social, que como afirma: “Para que un pueblo naciente pueda apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería necesario que el efecto se convirtiese en causa, que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fuesen ante las leyes, lo que deben llegar a ser por ellas”.
Su texto es claro, duro e intelectualmente “arrogante”; quizá por ello nos advierte en su primera línea: “Este tratadito ha sido extractado de una obra más extensa, emprendida sin haber consultado mis fuerzas y abandonada tiempo ha. De los diversos fragmentos que podían extraerse de ella, éste es el más considerable y el que me ha parecido menos indigno de ser ofrecido al público. El resto no existe ya”. Pero también su resto es ahora historia.
Aquel “tratadito” expone la fe de quien pensaba que la sociedad había corrompido al hombre primigenio y lo había hecho desdichado. La sana espontaneidad originaria obligaba al hombre a migrar al antinatural estado de la reflexión, en el que es fácil percibir cómo “la molicie, la disolución y la esclavitud han sido el castigo impuesto a los orgullosos esfuerzos por salir de la ignorancia”.
La perversión del hombre se incrementa con la desigualdad. Así distingue dos de ellas: la material o física, establecida por la naturaleza y la moral o política, fundada en la convención y autorizada por el consenso social.
El “primer republicano del mundo” como fuera llamado por Simón Bolívar, indagará metódicamente en aquél ente social que ha dado albergue al ser racional.
En su introspección y desarticulación, explorará la noción de soberanía, intentará promover la búsqueda de la felicidad, afianzará los derechos de los hombres, indagará en los principios de igualdad, seguridad y propiedad estableciendo las reglas del orden público y la formación de una perfecta federación bajo la figura moral de la ley.
Libertad y desigualdad serán dos de las claves de su pensamiento. El mismo Rousseau apunta al respecto: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes. Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato social”.
La libertad natural quedó atrás al extenderse la humanidad; instaurado el principio de la propiedad y la desigualdad, ha sido sometida a las leyes de los más ambiciosos que han dado forma a la miseria y la esclavitud.
Según Rousseau, encadenado se encuentra el hombre libre, pero él mismo coloca en esa ansia del hombre –por ser dueño de sí mismo- la clave al problema de la libertad: “Renunciar a su libertad es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la humanidad y aun a sus deberes”. Y eso, no lo puede permitir la misma naturaleza humana.
El cuerpo político resultante para Rousseau, será el Estado o soberano; sus miembros serán llamado pueblo y participarán de la autoridad al someterse a las leyes que ellos aceptaron por consenso, junto con su respectivo castigo si no eran respetadas.
Rousseau, nos dice Mario de la Cueva, “es el profeta, la palabra dirigida al sentimiento de los hombres, más bien que a su razón; la voz que arrastró a las multitudes, la fuerza humana que despertó el amor por la libertad y que convenció a los hombres de que ellos son el corazón, el alma y la fuente de la libertad”.
No por nada su religión civil o de Estado, cuyos dogmas, fijados por el soberano y aceptados por el pueblo son una vuelta a lo natural, a la construcción de una nueva la libertad.
Es quizá su instinto sentimental y pasional en una época racionalista, lo que infundió una nueva fe por el hombre y su bondad natural.
Su desdén hacia las formas sociales y las tradicionales sujeciones impusieron una emoción en los hombres de su época que dio por resultado el socavar los regimenes sociales.
El Contrato Social, configura la nueva ciencia política que habrá de filtrarse en los procesos de independencia de las colonias hispanas de América.
Algunos lo atacarán de panteísta social; otros de individualista. No obstante, la revolución se justifica en el corazón mismo de su ente: el pueblo.
Con Rousseau, la idea de emancipación será el éter por el que viajarán los planetas y las constelaciones del cosmos que empieza a configurarse bajo la noción de pacto social, en el Estado moderno.
La indagación filosófica de nuestro guía va más allá del simple sentar los fundamentos epistemológicos del quehacer político. Su conocimiento de la necesidad del hombre por recobrar su libertad es, muy probablemente, lo que en el fondo lo llevó a construir leyes para dominar prácticamente su necesidad.
Por ello nos permitimos concluir nuestro viaje parafraseando al mismo Juan Jacobo: El que ose decir: fuera de la filosofía no hay salvación, debe ser arrojado de la vida; a menos que la vida sea su fe y él mismo su pontífice…