Esta Generación no tiene futuro - Hipermediatizaciones: Hiperconexiones y remediaciones entre signos y palabras

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Textos especializados en Comunicación Digital, Ciencias Sociales, Literatura, Poesía, Humanidades Digitales y Culturas Juveniles. Sitio personal del Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Expresidente de la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación, AMIC y Ex presidente del Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación.

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viernes, 18 de abril de 2014

Esta Generación no tiene futuro


Sólo en los desiertos se perciben los silencios y sus ecos. Asómense pues a las ventanas de la historia, por ese extraño y profundo agujero en la barda social, que permite ver como se revuelven los tiempos; cual remolino, en el campo minado y post atómico de las culturas, donde ha quedado todo, seco e inmóvil, listo para recordarse. Pues bien, vean con dureza analítica sus estragos y comprueben con su saliva cuan áridos quedaron los vientos. Siéntanlos bien, porque en medio de tantas dunas y soledad ha crecido una gran tribu, la raza mezcla de razas, la estirpe de los hombres nacidos de Babel, para perder: Norteamérica.
Basta con que nos sentemos un instante y probemos las aguas de esta historia para que entendamos cómo se llenaron de sustancias radioactivas y mutantes las palabras que engendraron un gran virus, el virus de virus: la posmodernidad.
Hoy por hoy esa evolución llena de "ismos" simultáneos, no es más que la revisión de las fronteras ritualizadas, de un siglo al que muchos no estaban preparados para vivir.
Contrario al concepto de que un movimiento desplaza al anterior, posmodernidad es integración caótica, es generar una realidad discontinua e inconclusa más parecida a la ficción.  Una ficción reflexiva y desmitificadora, una ficción que bien puede tomar situaciones y personajes como iconos acribillables; una ficción que acepta el análisis de la vida privada en los medios de comunicación como alguna vez se aceptó el comadreo.
Las distintas disciplinas, en su unión, han dado como resultado engranes de flujo, que hasta la fecha nos permiten entender cómo se ha pasado de un movimiento a otro, curiosamente, los agujeros negros, están para acabar con la "infección de lo banal y la claustrofobia del lenguaje", prometiendo con esto la desmitificación entre lo humano y lo divino, entre el hombre y el superhombre, entre la sociedad y la cultura, entre la modernidad y la posmodernidad.
El juego engañosos de las etiquetas, no siempre llena los áridos y minados espacios en blanco entre un objetivo y otro. Sin embargo, este laberíntico, barroco y enciclopédico complejo pretende dar con la ubicación de la palabra y sus destinos; pretende allanar los apocalípticos caudales de la experiencia de vida y demostrar como la palabra sigue siendo el logos creador de realidades dispuestas a ser experimentadas como si de verdad se tratase de la última vez.
En una conferencia dictada en el Spanish Institute de Nueva York, Paul West mencionó la existencia "de una tribu de estilistas compuesta por escritores aislados, en general no adscritos a grupos generacionales, ni arropados por efímeras modas, ni partícipes de tendencias fácilmente encasillables. Aunque suelen gozar de una excelente reputación crítica, los grandes medios de comunicación sólo los recuerdan en el momento de reseñar algunas de sus obras, y eso si hay suerte. Es el precio que hay que pagar por llevar una vida ajena a los actos sociales, por vivir lejos de los grandes imperios editoriales o simplemente, por desear vivir al margen".

La definición de West nos hace pensar en muchos de los escritores que se analizaron, ya que es de vital importancia esclarecer el tipo de realidad que pretenden reflejar para poder definir qué es la posmodernidad en la literatura, ya que para muchos norteamericanos la posmodernidad equivale a innovación formal, preocupación por la estructura y el lenguaje, agudo sentido de la parodia y la ironía, predominio de lo lúdico fuertemente intelectualizado, búsqueda de la intertextualidad, rechazando abiertamente la estética y el contenido tradicional.
José Tono Martínez ya definía la posmodernidad como “todo lo que puede existir cuando lo moderno es sólo un punto de partida o el mero entrono tácito de cualquier nueva creación. (…) la posmodernidad se caracterizaría, por esta aceptación desprejuiciada de lo plural, por una tendencia a desjerarquizar las diferentes tendencias o personalidades. La actitud posmoderna es, por lo tanto, menos unitaria que la moderna. Perdida la confianza en la unidad teológica sustancial de la modernidad, quedan como flecos sueltos, los ingredientes que la componían, codeándose, en un plano de igualdad, con corrientes historicistas y academicistas que siempre estuvieron al margen de las orgías vanguardistas. (…) La actitud posmoderna frente a la historia no renuncia a los métodos analíticos de las décadas anteriores, pero sí desconfía de las visiones totalizadoras. Cuanto más general., más falso es el discurso y, por lo tanto, más se aleja de esa pretensión de sinceridad que caracteriza a la modernidad. La gran historia se disuelve en muchas historias microscópicas. El objetivo no es ya tanto la verdad como la verosimilitud, la adecuación a las reglas del juego. La historia hoy se afirma como relato y por este camino se acerca al único mundo que no discrimina la ficción frente a la realidad: el arte. (…) Posmoderno no significa antimoderno sino sencillamente lo que viene después de lo moderno. Pero la etimología es equívoca, ya que la modernidad no ha terminado todavía. La tendencia actual a legitimar todas las tendencias y aspiraciones parece culminar el viejo deseo de libertad proclamado por los pioneros de las vanguardias históricas. La diferencia fundamental reside en el método, pues mientras la modernidad tendió a afirmarse de modo dogmático y militante, la posmodernidad rehuye las ortodoxias, las posturas redentoristas y los métodos vehementemente persuasivos. De ahí la curiosa paradoja: lo que parece ir contra la modernidad es, en realidad, una afirmación franca y sin cortapisas de la misma”.

Futuros más lejanos que la imaginación.
Un pedazo de tierra, grandes conciencias y mucha locura, es lo que se necesita para construir una de las más insólitas y caóticas maravillas de los tiempos modernos: Estados Unidos de Norteamérica.
La construcción de los textos y el abandono de las tierras baldías son historias paralelas, ya que las experiencias, necesidades y esperanzas de un pueblo se tornan símbolos artísticos que engloban y reflejan “el alma y la conciencia de una nación”. Los tiempos cantan y sabiamente nos recitan: hoja por hoja, letra por letra se construyen las historias, los días no cantan, pero piensan y nos dicen que éstas son sus dualidades y sus hechos:
El nuevo siglo fue un tormento para unos y para otros como Gertrude Stein, el anuncio de nuevas promesas. La literatura luchaba en los extremos para mantenerse, respondiendo al gozo de un nuevo ciclo y al temor de un nuevo orden deshumanizado que transformara la vida norteamericana.

La nueva pauta fue dada por Theodore Dreiser  y su Tragedia americana (1925), donde un complejo urbano carente de lazos humanos describe a todos aquellos que pretenden sobrevivir en una sociedad materializada. Los temas literarios estaban cambiado; ahora destacaban las historias que describían la naturaleza de los barrios bajos (La jungla de Upton Sinclair); el mundo violento de la competencia capitalista y la falta de solidaridad (The call of the wild  de Jack London); la interioridad humana expuesta por la psicología (La edad de la inocencia de Edith Wharton); las ideas progresistas y radicales de los anarquistas dispuestos a acabar con el puritanismo (La tierra baldía de T. S. Eliot); la intuición, la creación, el inconsciente, la represión y la revolución sexual (From Confucius to Cummings de Ezra Pound).
La participación norteamericana en la guerra, generó un nuevo concepto de arte que desafiaba todo materialismo y puritanismo de la época. Un gran espíritu de rebeldía empezó a caracterizar la literatura; protesta, protesta y más protesta parecía ser el fruto de la semilla sembrada. El ambiente rural se fue diluyendo con las ideas políticas de izquierda que se retomaban en las ciudades, la crítica al prohibicionismo dio inicio a una nueva etapa más individualista.
El clima asfixiante que se percibe en la literatura de la posguerra y en los autores de la generación perdida, es producto de los cambios más profundos de la historia moderna norteamericana, cambios psicológicos y estructurales que acabaron con las costumbres más allegadas y veneradas.
Así se abrió camino una literatura decadente, disidente y desesperada. El macartismo y la cacería de brujas que desencadenó el temor al socialismo, fue el clímax de las acciones. El mundo no era apto para pensadores y liberales. Nunca antes la libertad había sido tan asediada como hasta esos días. La guerra trajo carencias y vacíos, pero la falta de libertad desencadenó la más grande de las revoluciones culturales y sociales, la revuelta juvenil y con ella, murió la modernidad, para dar pie al verdadero Apocalipsis: la generación beat.


Esta Generación no tiene futuro
“Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas... gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos”. Este es el mundo según ellos. América para nosotros.
Tras los funestos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial y su moderno fin, bajo la voz barítona de un par de bombas atómicas, Norteamérica sepultó sus entrañas y se refugió en un ambiguo concepto: el fin de los tiempos. ¡Sí señores!, hablo del Apocalipsis; el verdadero origen de la posmodernidad.
Aquí, es donde comienza nuestra historia, en medio de una sociedad que guarda un culto incierto en la radio y la televisión. Una nación hostigada por cientos de jóvenes confundidos y olvidados. Una juventud que espera encontrar nuevas razones para vivir. Nuevos ídolos y actitudes, ya sea en el cine o la literatura. Sin embargo, las grandes voces se habían opacado, Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Fitzgerald, Steinbeck no proponían salidas aceptables. La crítica mordaz al sistema establecido, con tal de encontrar el perfil de la madre patria, era un juego ingenuo para esa juventud necesitada. De alguna u otra forma habría que recobrar la creatividad, la variedad temática de los actos juveniles.
Los jóvenes por su parte se mostraban hostiles a las profundas voces de los grandes, no querían oír hablar más de intelectuales reconocidos y multipremiados, de ancianos barbudos que aburrieran con sus doctas y profundas ideas acerca de los toros, la naturaleza y el mar.
La locura era un concepto que apenas comenzaba a gestarse. Sin embargo, era lo que Norteamérica necesitaba; jóvenes audaces que tomaran de una vez por todas una decisión propia; que rompieran con la gran fuerza nuclear que es la familia; que tomaran sus cosas y salieran a recorrer las calles en busca de un futuro, de algo que les motivara, que les hiciera sentir que estaban verdaderamente vivos.
Así, envueltos en la locura que producen los caminos y el rompimiento con el “American way of life” nació la generación Beat, una generación que trascendió las letras y todo manifiesto. Ahora mejor que nunca la literatura será repudiada por hacer de los textos marginales una forma de vida, una verdadera orgía multicolor.
Camiones psicodélicos, asesinatos, Gaseosas ácidas eléctricas, “luchas contra el establishment”, anfetaminas y, sobre todo, caminos, eran los puntos de atención de la nueva juventud parlante. Por fin, habían dado con un héroe, su nombre: Neal Cassady (alias “Dean Moriarty” y “Hart Kennedy”). Su lugar de aparición: En el camino de Jack Kerouac  y The Electric kool-aid acid test, de Tom Wolfe. 

Esta enloquecida epopeya narrativa se fundaba en la locura por vivir, por hablar, por salvarse. Kerouac tuvo la culpa de que empezaran a circular coches por todo el país en busca de trabajos raros, de novias y de diversión.
Individuos como Allen Ginsberg, Ken Kesey, William Burroughs, Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso, Paul Bowles, y Michael McClure adoptaron la jerga de los músicos del bebop, la indumentaria y costumbres de los drogadictos. Ellos, en su mayoría poetas y escritores, incitaron a la juventud a refugiarse en la violencia, el crimen, la droga, el incesto, la orgía, en fin, la degeneración.
Así evolucionó el movimiento, pasando de las costas del océano Pacífico a Nueva York, donde habría de morir y gestarse un nuevo pronunciamiento inmerso en el armónico encanto de las flores y el amor cósmico. Sí, hablamos de los mismos, de “los hijos de las flores”, de “la Generación del Amor” y la “liga espiritual”: de los Hippies .
Confusión, locura y movimientos underground. Situaciones políticas paradójicas determinadas por la desigualdad social y racial eran el entorno de la juventud buscona que se refugió en una nueva filosofía: la destrucción, la música y otros movimientos culturales que estuvieron siempre a la par. La literatura se había hecho un acontecimiento parasocial. Todo se relacionaba con todo y en este caso, el rock tuvo la culpa.

 El infernal ánimo de nuestro tiempo
Al principio creó Kerouac su cielo y su tierra. Pero esa tierra era amorfa y vacía, y las tinieblas arcaicas cubrían la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se había perdido en el puritanismo de una generación que había cimbrado su fe en las guerras pasadas.
Kerouac dijo: Haya la luz, haya la libertad, haya la búsqueda. Y hubo luz, libertad y encuentro a la mitad de un camino de oposiciones.
Y vio Kerouac que su luz, libertad y encuentro eran “satánicamente” buenas, y separó a su escuela de las tinieblas del sistema.
A su luz la llamó la beat Generation, y a las tinieblas, la locura del basto corral. Y hubo beatniks y hubo squares; beats primero.
Dijo asimismo Kerouac: “la beatitud es el objetivo final en la búsqueda espiritual del amor infinito”.
E hizo Kerouac un nuevo firmamento, y separó a los muertos (squares); que están y habitan burocráticamente debajo del firmamento, de los vivos (beats); que están y viven sobre el firmamento. Y así se hizo.
Y así se hizo una nueva cultura. Una cultura voluntariamente marginal en medio de un pueblo que ansiaba el alivio a los problemas de la posguerra. En medio de un pueblo que quería creer en su absoluto patriotismo, honradez, deseo de paz y su preocupación por tener un gobierno íntegro y eficaz. No obstante, este pueblo maldito pagó caro el paternalismo de su gobernante y “director de la más grande empresa”: Dwigth David Eisenhower. Y lo pagó con la abundancia; con la falta de atención a las grandes porciones de la América rural, a las minorías, a los ancianos; con el crédito fácil; con la continuación del New Deal y del Fair Deal; con la nueva cultura de consumidores y la psicología de la abundancia; con la revolución de la comunicación; con la persecución del senador Joseph McCarthy al comunismo; con los perros policías en Birmingham, Alabama, atacando a los militantes negros; con los libros de bolsillo y la persecución de criminales y comunistas; con la “guerra fría”; con la incursión de la derecha en organizaciones como la sociedad de John Birch y la Cruzada Cristiana Anticomunista; con su gente interesada más en los automóviles, el sexo y la seguridad que en la política; con el abandono a la ética protestante del trabajo duro y de la individualidad, a favor de la ética de la organización; con la homogeneización de su sociedad; con la identificación de su juventud con los nuevos ídolos en el cine (James Dean) y Dizzy Gillespie en la música; con la protesta social; y sobre todo, con la rebelión juvenil que haría temblar a los sesenta: los beats.
Esta nueva orden de “apócrifos” iluminados, estableció su comunidad en la zona de la Playa Norte de San Francisco. Reuniendo de forma marginal y bohemia a escritores, artistas, filósofos, pseudo filósofos, gorrones, miembros periféricos y sobre todo, poetas. Esta generación que tomara del termino beat, extraído del jazz, que significa “golpeado” y “frustrado”, fue bautizada por el Mesiánico hijo del underground: Jack Kerouac en su libro En el camino.

Los nuevos bohemios solían reunirse en cafés para discutir, beber, pensar, y jugar ajedrez, ejemplo de esto fue el famoso Coffee Gallery o el Cellar, lugar donde por primera vez se leyeron los poemas de Lawrence Ferlinghetti, David Meltzer y del avatar de las nuevas generaciones, Allen Ginsberg.
Esta pequeña comunidad de antiintelectuales y primitivistas psíquicos, optó como forma de dar la espalda a la sociedad, el atuendo que llevaban en los fines de semana los hombres de negocios americanos: camisas de manga corta, pantalones caqui y sandalias. Esta violencia verbal y material está claramente expresada en la cita del celebre escritor Bruce Cock, quien afirmara que “una profunda avidez por el reconocimiento individual, un deseo de hablar con honestidad y franqueza de todo lo que tenía importancia y, finalmente, una implicación personal y apasionada en empresas fundamentales” era lo que caracterizara a esta familia de solitarios vaqueros que optaron por la estreches económica, la inseguridad, la independencia, el arte y la poesía.
Los anárquicos beats o típicos outsiders, abandonaron la cuadriculada sociedad que los rodeaba para sumergirse en los bajos fondos, a donde no llegaban las sobras de la corrupción del bienestar. Vivían en edificios ruinosos, habitaciones repletas de cosas revueltas y polvorientas, en medio de una decoración formada por los desechos del Ejército de Salvación. Las paredes, por su parte, mostraban cómicos y profundos graffitis que no hacían otra cosa que exponer su descontento ante lo podrido de la sociedad de consumo: “Mona Lisa es un marica de la secreta”, “Minnie Mouse es una mulata”.
Los beats, rechazaban el conformismo y creían que su forma de trabajo era incompatible con él. Lo único que buscaban, era vivir tranquilos haciendo caso omiso de las imposiciones sociales. A su juicio, la realidad impedía que se le rindiera culto a la razón y que se erradicara el mal por decreto. Tanto la historia como la humanidad eran ingobernables. El progreso, víctima de todas las guerras, no era más que una ilusión. Lo único real en toda esta farsa, era la muerte. Por ser el progreso un concepto engañoso, el pasado y el futuro estaban vacíos de importancia, he aquí el postulado supremo de la posmodernidad: el presente lo es todo.
Esta insistencia por vivir en armonía con la nueva realidad, los llevó a mantener su receptividad, siempre abierta, a afinar sus propios sentido para perfeccionar su diálogo con la existencia. De esta forma podrían renunciar a la autoridad y a la sociedad organizada, puesto que estas se mostraban como antinaturales y opresoras. La muestra estaba en sus más grandes enemigos:  los square; es decir, los hombres modernos aferrados a sus ilusiones. Fue así como pasaron a ser los drogadictos, golfos y poetas, los verdaderos héroes de esta contracultura.
Esta doctrina de las sensaciones, (tomada del poeta galés Dylan Thomas), estuvo encabezada, como ya hemos mencionado, por los filósofos de la generación beat, Jack Kerouac y Allen Ginsberg, quienes, (aunque no se crea), estudiaron en la Universidad de Columbia. Kerouac, quien diera al mundo el rostro perfecto del beat, se retiró del mundo creado, para vivir y contemplar la televisión, cerveza en mano, al lado de su madre en Lowell, Massachusetts, en 1957.
A fines de los 50, el público, quien nunca entendió a Kerouac, empezó a sentir curiosidad por los beats y sus cultos. De esta manera fue como surgió una nueva subcultura dentro del movimiento, los beatniks; término acuñado por el periodista de San Francisco, Herb Caen, para designar a los vagabundos que lo abandonaban todo para ir en busca, no de un estado superior de armonía, sino de una vida de inmoralidad desvergonzada.

Estos, parecía que se dedicaban a la disipación, a la promiscuidad interracial, al desprecio de las leyes, al amor libre, a beber con exceso, a las drogas y, sobre todo, a destruir los postulados beats, tanto que los críticos afirmaban que su arte y literatura era pura bambolla que no hacia otra cosa que abandonar la forma. Norman Podhoretz, crítico de amplio prestigio en los círculos intelectuales de Nueva York, afirmaba que estos eran difíciles de comprender puesto que carecían de habilidad para articular sus ideas, eran confusos, descuidados e incoherentes. Sin embargo, el día que se retiraron del mundo, los intelectuales se disgustaron porque a su juicio ya no habría quien estuviera a favor de las sensaciones y repudiando la razón.
El celebre y admirable escritor de culto, quien estuvo ligado con el movimiento, William Burroughs, afirmó en una ocasión que “la situación de los beats nunca estuvo bien clara. Como individuos, por ejemplo, Kerouac, ejercieron una influencia enorme. El tipo de emigración que éste describe en su novela On the road, se ha convertido prácticamente en un movimiento mundial. La gente se traslada ahora desde París a Katmandú (Nepal) o a Marraquex (Marruecos), y todo eso lo inició Kerouac. Pero no como movimiento literario, quizá más bien como movimiento social”.
Esta revuelta que consideraba la locura como el estado de armonía perfecta -la condición más de acuerdo con un mundo caótico- como lo más indicado para detener el tiempo y dispersar la vida en una corriente de profundas sensaciones -que no plantean problemas ni aportan a la conciencia sentimientos de culpa- se vieron prostituidos y amenazados por los medios informativos y el público consumidor que no dejaban de mostrar un interés enfermizo por sus extravíos morales y su forma de vida.
Ante dicha curiosidad, los beats, recurrieron a la oscuridad como su escudo. Sin embargo, la bomba estalló, para los ochenta bohemios que existían en San Francisco, la primavera del 57 cuando se celebró la publicación del poema Howl!, de Allen Ginsberg, la cual fue tachada de obscena y saturada de publicidad. Los caseros, quienes todo este tiempo habían creído que sus inquilinos eran sólo vagabundos y tipos raros, cayeron en la cuenta de que tenían sus habitaciones alquiladas a una horda de beatniks “inmorales”.
Así comenzó la guerra. Pronto se levantaron por las playas letreros que decían: “Beatniks, abstenerse”. La Avenida Grant, por ser considerada lugar turístico, subió sus alquileres y usó a los beatniks para que sus turistas tuvieran algo que señalar con el dedo. En septiembre de 1958 la policía, había declarado la Playa Norte como zona difícil y no se concedieron allí más licencias para el expendio de bebidas alcohólicas. Para 1959 la cruzada por la libertad humana se estaba dispersando. El ideal neorromántico de la generación beat parecía haber muerto en su infancia cuando Kerouac desertó a su visión. Ginsberg, Gregory Corso y Leonore Kandel siguieron al margen. De esta forma su fidelidad se vio recompensada con el renacimiento y la erupción de la filosofía de la beatitud en la década de los 60 con la nueva subcultura denominada “la Generación del amor”.
Ante esto Allen Ginsberg habría de citar parte de su poema Howl! diciendo: “he visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, muriéndose de hambre, histéricas, desnudas, arrastrándose por las calles negras de la madrugada en busca furiosa de una droga...”.
He ahí la nueva religión, la “Liga del descubrimiento espiritual”. He ahí la muerte terrena del movimiento izquierdista por excelencia, he ahí la puerta a una nueva generación, la de los “hijos de las flores”, he ahí la locura sensorial de fin de milenio, he ahí la posmodernidad. En su sangre podrida; en su afán de libertad; en la eternización de su presente; en la rebeldía de su atuendo y su moda; en la forma como los dejaron partir y caer; en la forma como los medios acabaron con ellos; en la manera como los desmitificaron; como los prostituyeron. Como tuvieron que cambiarse de nombre y esencia, por el de una cultura que ya no les pertenecía; por unas costumbres multicolores y ácidas; por un perfil anímico y cósmicamente armonioso; por la subcultura descarriada y disparada; por la revolución del “yo”; por alimentar una nueva religión, la única que llegaría hasta los noventa: la hippie.

Abono cósmico y multicolor para los “hijos de las flores”
Al fin le dieron poder a la imaginación. Por fin obtuvo el sentimiento lo que quería. Las sensaciones viven y reinan, hoy por hoy, como el portavoz de una nueva generación. De una rebelión contra el sistema establecido. Hija del sol, del cosmos, de las flores, de la vida, del proceso de cambio de la humanidad. Eso es la nueva juventud que llena las carreteras de autoestopistas, que rompe con el formalismo y la rigidez de los adultos. Esta es la juventud que heredó de los beats la actitud instintiva y vital ante la existencia. El gran huerto que vio morir la tradición familiar. La gran tribu multicolor que ha vuelto a los moldes culturales primitivos. La gran familia de salvajes y postindustriales hedonistas. La gran horda de altruistas unificados bajo una sola religión. Bajo una sola naturaleza: la hippie.
Este es y ha sido el movimiento juvenil más difundido e imitado. Éste, en forma silenciosa, ha sido el más salvaje, agresivo y representativo de la juventud de los años sesenta. Éste, tras largas cabelleras y barbas de lucha, ha sido asimilado por la sociedad de consumo, obteniendo considerables beneficios a través del comercio de la misma. Éste, por su amplia base intelectual y sus límites doctrinales difusos, ha llegado a confundirse con el vagabundo, con el beatnik, con el peacenik y con los provos*.
El nacimiento de los hippies suele situarse a mediados de la década de los sesenta y su defunción, en 1967, aún cuando su espíritu no lleva trazas de desaparecer. Hacia 1965, el término hippy empezó a ser empleado para designar a cierto tipo de jóvenes de San Francisco y de Nueva York. Al igual que sucedió con el término beat, el de hippy provenía de la jerga del jazz, Hip, que significa algo así como “sabio” o “iniciado”.
El sistema, tan podrido como siempre, se apoderó de muchos atributos externos de los hippies, al grado de que miles de comerciantes se enriquecieron con el tráfico de tales productos. Esto obligó a que el movimiento se disolviera en 1967 para proseguir en la “clandestinidad”. Concretamente, aquel año de 1967 (6 de octubre) en el Buenavista Park, en el distrito Haight-Ashbury en San Francisco, los jóvenes hippies decidieron enterrar un muñeco vestido con los ropajes característicos del hippy, durante una fiesta organizada al efecto, como expresión de sus deseos de que ya nadie más comercializara con su nombre.
Los hippies, decidieron desde un inicio prescindir totalmente de la sociedad, a diferencia de los beats que lo hicieron para enfrentarse a la misma desde fuera, y los provos que optaron a ello por provocación. Mediante este exilio voluntario, el hippy pretendía fundar una nueva sociedad en el aquí y ahora. Ante tal esperanza de mimetizar la vida comunitaria con la familia fantasma, surgió esa utopía; esa nueva forma de matrimonio comunal; esa tendencia a purificar las instituciones; ese fenómeno que juega con la muerte de la familia y el “baby boom” de la posguerra; esa nueva utopía a la cual condenó el talentoso psicólogo y pedagogo estadounidense, Burrhus Frederic Skinner, al afirmar que “el movimiento hippy tiene mucho que ver con el presente, con el aquí y el ahora, y eso puede ser desastroso. Ya que pude ser desastroso pensar únicamente en lo feliz que se puede ser por un momento. Estoy a favor de la felicidad, pero si no es más que eso, la cosa va durar muy poco. No va a durar  y los movimientos hippies no van a durar”.

Este afán por escapar de las tensiones, de los asesinatos, de las amenazas, de todas las guerras locales, de un mundo que va de mal en peor, de un mundo que no sabe estar en paz, los llevó a romper con el compromiso con la causa de los oprimidos, propio de los movimientos políticos y beats. Esto dejó ver que la sociedad no tenía salvación posible. Que dar la vuelta a las estructuras carecía de sentido, tanto como pretender derribar un bunker para reconstruirlo de otra manera. Resultando así, lo más fácil, abandonarlo y edificar algo nuevo en otra parte.
Este, es el compromiso adquirido: la protesta radical contra el sistema. Una protesta más emocional que racional, una protesta que se oponía al sistema en su totalidad: a su materialismo, al conformismo que caracteriza a los ciudadanos masificados; a la burocracia, que dirige y aniquila la fluidez de la vida; a las normas y prohibiciones que hacen posible supuestamente a la libertad; a los valores dominantes; a la propiedad, al trabajo, al dinero, la competencia, las diferencias de clases, la segregación racial, la represión ideológica; al mundo entero en general.
Sus consignas sin duda son radicales: “Salta, y abandona la sociedad”, pero al contrario de la vida furiosa y descreída de los beats, estos escapan para fundar un mundo nuevo. Un mundo que permita “hacer lo que agrade, siempre que se quiera hacer”. Un mundo basado en el placer, un mundo que permita disfrutar las flores, las piedras y las personas que estén cerca. Un mundo lleno de seres humanos que no se doblan, estiran ni mutilan. Un mundo donde la práctica esencial sea el amor: el amor como actitud ante las cosas y las personas.
Su práctica del amor sexual carece de la violencia beat, que tan sólo pretendía destruir el tabú más sólido de la sociedad, apoderándose de la suavidad sugerida por el lenguaje y colorido de las flores. La consigna, cuasi slogan, adoptada del poeta latino Sexto Aurelio Propercio (-54 a -15) de “haz el amor y no la guerra”, expone claramente el sentido hippy del amor, un amor que se opone a la violencia, un amor como forma de vida próximo a la franciscana del cristianismo. Un amor que engendra dichos sarcásticos como el de “La guerra es un buen negocio: invierta a su hijo en ella”, un amor que permite distinguir a los peaceniks --cuya política activa fue oponerse a la guerra sostenida por el Gobierno de Estados Unidos en Vietnam y a toda guerra en general-- de los hippies quienes no piden paz, sino que la practican y hacen el amor mientras otros se matan con violencia.
Los hippies, aún cuando no intervienen en la sociedad no se olvidan de las personas que viven en ella. Fungen como misioneros que intentan convencer a otros de su verdad y de su vida. Una de sus normas llora así: “Cambia la mente de toda persona que encuentres. Llévala a la droga o, mejor, al amor, a la sinceridad, al placer. Sácala del cementerio del confort y del lujo”.
Esta nueva religión panteísta, fundada en el amor, en todo lo que no sea sociedad corrompida, está dotada de una gran fe y un fuerte optimismo utópico. Una línea de sabiduría que oscila entre las filas de los cristianos puros y los budistas, con San Francisco de Asís y con Tolstoi, con Henry D. Thoreau y con Hermann Hesse. Una filosofía en que la vida emerge como el valor supremo, lleno de variedad, gusto, juego y alegría.
Esta religión sagrada para la juventud del hoy y del mañana tomó por adeptos no sólo a los jóvenes de las clases medias, sino a los de las clases superiores y a los de las trabajadoras, así como a un gran numero de adultos. Dejando ver su carácter universal y cuasi eterno. Abriendo los ojos de un sin número de buscadores de almas. De aspectos inmersos y olvidados en lo más profundo de la naturaleza humana. Dando de esta forma un giro a la existencia, regresando a las formas primarias, al centro de toda filosofía posmoderna, al origen, al centro del universo, a la única verdad: al ser.

LA INMORALIDAD DE LOS TIEMPOS LLORA QUE LAS COSAS SE VOLVERÁN A REPETIR          
He aquí la revelación bíblica de que los tiempos están cambiando, de que la democracia no es más un derecho civil, sino un juego de voluntades. Voluntades que dotaron a una sola mano con el despotismo ilustrado que tantas revoluciones trajo consigo. Voluntades encontradas en un sólo punto y un sólo nombre: Franklin D. Roosevelt, el presidente. El ejemplo encarnado de las nuevas dictaduras, de la dictadura liberal. He aquí el hombre que concentró en la Casa Blanca los poderes que tanto temieron los constitucionalistas ver reunidos en un sólo individuo. El hombre que marcó la presidencia con el abuso del poder. Poder que perduró hasta que el país pasó a ser gobernado por intelectuales. Por líderes que buscaban la limpieza de conciencia y lo épico en “cruzadas” como la de Vietnam.
Durante esos días de falsas promesas y bélicas esperanzas, Estados Unidos de Norteamérica pasaba por una poderosa corriente aislacionista, que el presidente tuvo que apaciguar con suma habilidad hasta que las circunstancias la contrarrestaron totalmente.
La guerra, como todas, se fue alternando las victorias y derrotas. La pesadilla nazi había terminado. Sin embargo, la guerra continuaba en el Pacífico. Esto, provocó sobre el sucesor de Roosevelt, un fuerte impulso por terminar con ella cuanto antes, evitando así nuevas víctimas norteamericanas. Para ello Truman, hace uso del resultado del Proyecto Manhattan, al que el Gobierno norteamericano destinó miles de millones de dólares y horas cerebro sobre un sin número de científicos alemanes refugiados: la bomba atómica. Ese “pequeño” parteaguas de las culturas y las épocas. La experiencia que dio origen a la posmodernidad. Al rompimiento con los sistemas e ideologías existentes.
A juicio del prestigiado periodista político, Jean Lacouture, “la bomba atómica abrió el camino a una hegemonía estadounidense que ha durado más de veinticinco años; y al mismo tiempo abrió el camino a una era nuclear de la que todavía no hemos conocido más que sus aspectos militares y negativos, pero que posiblemente sea en el siglo XXI un instrumento al servicio de una civilización más avanzada”.
Es a partir de ese momento cuando Truman encandila al mundo con la doctrina intervencionista que caracterizó a Estados Unidos durante el siguiente cuarto de siglo. Británicos y norteamericanos establecieron en Alemania la unidad económica de sus zonas de control, iniciativa que orientaba la política occidental hacia la contención de la URSS en sus posiciones, dando como resultado, ante la defensa de la civilización occidental: la “guerra fría”.
En Estados Unidos, el anticomunismo adquiere tonalidades de cruzada. Al grado de aparecer una cultura de literatura basura (pulp literature) bajo el carácter nacionalista de exponer a la nación como el “misionero universal”.
El mundo, ante los diabólicos ojos de sus habitantes, quedaba dividido en dos bloques. Dando origen a un largo período de obstrucciones, conferencias fracasadas, espionaje y complot internacional.

El miedo habrá de conducir a las naciones y a sus habitantes hacia el fatalismo. Estados Unidos habrá de aprovechar esta larga carrera (armamentista ante todo) para ensalzar su papel hegemónico. Así levanto un “telón de acero”. Un telón que hablaba de purgas y depuraciones, de democracias perfeccionadas en torno a la teoría de la conspiración. Poniendo de forma maniquea a Estados Unidos como los siempre fieles y encarnantes del bien y a los comunistas militantes como el engendro podrido del mal. Esta falsa moral contra intelectuales y liberales llevó al presidente Truman a someter a un proceso de depuración a 2,500,000 funcionarios, despojándolos de sus empleos, afiliación o simpatía, por ser considerados como desleales o simplemente sospechosos. El senador Joseph McCarthy, como buen patriota, desencadenó la tradicional y lujuriosa caza de brujas contra todo aquel que pudiera tener el más mínimo rasgo de espía.
Esos años de pánico y miedo impuestos por el inquisidor Comité para las Actividades Antinorteamericanas, saturaron la nación de insatisfacción, frustración y, sobre todo, de silencios. De magnos silencios en su juventud.
De igual forma fracasó el espíritu continuista en el programa interior de la Nueva Frontera de John F. Kennedy. Kennedy, el mismo que, dentro de la doctrina del riesgo calculado, había expresado la voluntad de Estados Unidos de permanecer en Berlín y de ordenar el bloqueo en Cuba, autorizó la presencia en Saigón de asesores norteamericanos, donde Ngo Dinh Diem, depuesto y asesinado el 1 de noviembre de 1963, se mostró incapaz de gobernar la ficción de Estado que era Vietnam del Sur. De esta forma para noviembre de 1963, más de 16,000 norteamericanos, y no precisamente turistas, residían en Saigón. Kennedy muere asesinado en el Sur. Y con el cae y explota la bomba de dos generaciones altamente contestatarias la beat y la hippie.
Ante estos ojos que no los recibían con la dignidad necesaria, se estableció, en los años 50 en la zona de la Playa Norte de San Francisco, una comunidad bohemia de marginados voluntarios que buscaban vivir de manera permanente lejos de la sociedad y encontrar un respiro temporal.
Una generación que hablaba por si sola del silencio que caracterizaba a la juventud dormida de sus años. El objetivo de la generación “diabólica” era “deslizarse con la vida sin pretender imponerle un falso orden. Para los que tomaban el camino, el único mandamiento era “lo probarás todo”. Las experiencias no debían ser objeto de distingos ni de clasificaciones porque preocuparse por un momento o por una cosa más que por otros momentos y otras cosas, equivalía a crear una jerarquía artificial que bloqueaba el acceso a otras experiencias. El hombre debería ser un pozo de sensaciones, y su cuerpo un conjunto de antenas nerviosas que registraran el placer, el dolor o el alivio del orgasmo. El aforismo “pienso, luego existo” cedía su puesto a “siento, luego existo”.


Este carcomido jardín de las delicias
Así continua la historia: marchita, conciliadora, llena de flores y cadáveres regados en el sur, en brazos de la conciencia del gran joven realizado y asesinado, bajo los ojos enormemente abiertos del fugaz negociante que se comprometiera con la raza aislada, con los derechos civiles, contra la humanidad. He ahí el cuerpo tendido del presidente que mitificó el sentido de las conspiraciones que envolvieran a la policía de Dallas, a la C.I.A., al F.B.I., al Departamento de Justicia y tal vez al presidente mismo. He ahí los restos del fotogénico occiso, del estacionario blanco de la burguesía ultraderechista, el mismo que vistió y calzó: John F. Kennedy.
Tiempo antes, la población negra, que había visto la ineficacia de las leyes de integración racial (1954, integración en las escuelas y en transportes) otorgó su voto y confianza a Kennedy cuando éste cumplió con los requisitos de inscripción impuestos por los blancos. Una nueva era empezó a gestarse entorno a las voces que se elevan por el cielo y los colores en las autopistas, los negros salieron, de las madrigueras en que habían sido aprisionados, a romper con la postración secular y protestar. En 1960, en Greensboro (Carolina del Norte) se produjo la primer sentada (sit-in), y es a partir de ese momento en que los negros comenzaron a sentarse en el suelo a aguardar la llegada de la policía para que los desalojasen siempre que tuvieran algo por qué protestar. Dicho movimiento se expandió, como los soldados en Vietnam, a lo largo de todo Estados Unidos, dando lugar al nacimiento del Comité Coordinador Estudiantil de la No Violencia. De ahora en adelante, la violencia pasa a manos de los blancos. Los no violentos y partidarios de la tensión creadora eran seguidores del movimiento del pastor baptista y fundador de la Conferencia de la Dirección Cristiana para el Sur: Martin Luther King.
En septiembre de 1962, el presidente puso bajo la autoridad federal a la Guardia Nacional de Missisippi y mandó al ejército para que protegieran al estudiante de color (el primer graduado), James Meredith, quien se había matriculado en dicha universidad.
La irracionalidad y brutalidad de los blancos reaccionarios se dejó ver cuando en 1963, Kennedy presentó al Congreso su Ley de Derechos Civiles. Muriendo el presidente asesinado antes de que esta fuera aprobada. Sin embargo, el proyecto entró en vigor bajo la administración del heredero: Lyndon B. Johnson.
Esta lucha revolucionaria de los negros por sus derechos comenzó a radicalizarse, ahora eran las estructuras sociales las barreras que separaban a los hombres por su color y no las leyes. La independencia africana estaba a punto de culminarse. En los ghettos se predicaba, el ahora “eterno”, retorno a lo africano, a la religión musulmana, proclamando casi slogan publicitario la belleza negra.
En 1965, el dirigente Stokely Carmichael, lanzó ante los medios la nueva directriz del movimiento negro back to Africa, penetrando con su cinco veces grande “black power” (poder negro) a los hogares de la comunidad resentida. Al pacifismo anterior se oponía el ahora separatismo violento. La lucha iniciada hizo de las calles norteamericanas un verdadero campo de batalla, en que tanto madres como hijos eran asediados por la policía y los blancos derechistas. Cientos de jóvenes negros quedaron perforados -juntos con su ideal de ver a la madre patria unida bajo el estandarte revolucionario de igualdad, libertad y fraternidad- a un costado de la carretera. El infierno se hacía palpable. Tan visible como un viaje en ácido. Tan ardiente como la absurda guerra en Vietnam. Tan nostálgica como la madre que vio a su hijo prostituirse por un ideal que jamás compartiría. Así se movían las tinieblas. Entre bendiciones y aprehensiones. Ante solitarios y olvidados. Como perseguidos. Como asesinados.

He ahí gran parte la historia de nuestro infierno. Historia fiera y agresiva como el papel jugado por Barry Goldwater durante las elecciones del 64, al hundir el prestigio de los Estados Unidos en las tierras pantanosas y sanguijuelescas de Vietnam.
No cabe duda que el tema de Vietnam fue la comidilla de todo su mandato y de las conversaciones mantenidas con Kosiguin, en Glassboro, donde se acordó la desmilitarización del espacio y la no proliferación de armamento nuclear.

LOS AVATARES DE LA NUEVA LIBERTAD  
Ese es el mundo libre y sus consignas, el resultado de una nación que exploró sin límites el concepto comercial de libertad; el único legado de los nuevos hombres al nuevo orden mundial: la protesta juvenil. La historia de la posguerra, es la historia de las protestas. La historia del despertar de conciencia de una generación que había trascendido por su aspecto “desinteresado” e “inerte” ante el mundo.
La lucha en favor de la libertad de expresión ocupó la lista de popularidad en los valores de los nuevos guerreros. Los mismos que no pudieron con el arrogante peso de un mundo lleno de pobreza y miseria existencial. Por ello, pusieron en marcha el postulado firme de la revolución posmoderna: la oposición al sistema de vida y de gobierno, dar fin con la imagen “silenciosa”, “escéptica” y “pasiva” de la juventud.
La rebelión, lejos de estar ligada como erróneamente se cree; a la guerra que implicaba a Estados Unidos en Vietnam; en Corea y Argelia; en la II Guerra Mundial; en el uso de la marihuana u otras drogas vegetales o químicas; en la “revolución sexual”; era el resultado de una revolución más intensa: la revolución cultural.
Situémonos: las generaciones de posguerra (1945 y 1955), que con tanto ánimo y creatividad habían impuesto su fe y esperanza en la preguerra, ahora estaban cansadas y frustradas por haber sido partícipes de tanta belicosidad y horror durante la contienda. Estaban completamente desanimados, descontentos, inactivos, ocupándose en su propios problemas existenciales, habitando una inmensa catacumba, repleta de un sinnúmero de cadáveres vivientes humanamente descreídos.
Tras la II Guerra se produjo un fuerte movimiento pacifista resultado de los horrores desencadenados por la disputa. Sin embargo, el fuego pacifista duraría muy poco, ya que la llamada “guerra fría” ensombreció de nuevo el panorama de la convivencia mundial al agrupar al mundo en una serie de bloques ideológicamente antagónicos.
La juventud de las naciones occidentales se encontró en el borde de una navaja cuyos filos giraban en torno a la contradicción de vivir en países con cuyas líneas políticas dominantes estaban en desacuerdo.
La insistente propaganda de sus Gobiernos contra el sistema comunista convirtió a las juventudes en apáticas y menos preocupadas por los ideales morales y los problemas existenciales que por los políticos y sociales en general.
Estos solitarios y absurdos barbudos lejos de la redención social lo único que buscaban era explotar el concepto individualista y burgués de salvarse a sí mismos.
Es así como las juventudes abandonan su moralismo de carácter, en parte existencialista, para adoptar posturas claramente políticas de tipo socialista.
En el arte, se comprueba una sustitución del vanguardismo individualista por el denominado realismo social o el neorrealismo. En Estados Unidos la búsqueda generacional, entre los jóvenes que apenas alcanzaban los treinta años, se aglomeró en un sólo término: los beats.
El asunto de la “guerra fría” fue un problema básicamente de “viejos”. Los niños de entonces se convirtieron en jóvenes que no tenían nada que ver con el pasado bélico que enfrentó y destrozó a sus mayores. Por tanto, el salto dado entre el pasado y el presente no pudo ser mayor al hacer falta el puente intermedio. No obstante, los mayores supieron actuar con más habilidad que sus antecesores, adoptando con facilidad lo más externo que la rebelión proponía: la moda. 
En el fondo, las clases medias no estaban dispuestas a dejarse vencer y perder sus prerrogativas, combatiendo así, con violencia, los brotes de rebelión contra las estructuras sociales, políticas y económicas.
Los jóvenes, por su parte, comenzaron a gastar sus asignaciones en bienes perfectamente pasajeros, cuyo encanto radicaba en su fugacidad. El placer inmediato es lo que ha venido caracterizado, hasta la fecha, toda rebelión juvenil. Lo que conlleva a que la gente en general, se interese por dicho fenómeno social, sensibilizando a los industriales para que vean en la juventud a un potencial inagotable de compradores. Este mimo, obligó a los jóvenes a tomar conciencia de su fuerza y poder.
Por otra parte, los jóvenes de la clase obrera y clase baja, no tuvieron otra alternativa que luchar para integrarse en las clases medias y tomar por la violencia los bienes de consumo.
Al no poder llevar el ritmo impuesto por la sociedad la actitud juvenil se tornó en contestataria, ya que se volvieron contra ella, destruyendo, rompiendo y adoptando actitudes resentidas y violentas. Desencadenando el fenómeno que representó la rebelión instintiva de los 50: el gamberrismo.
El mundo siempre cambiante se especializó de tal forma que encerró al individuo en límites estrechísimos. Ahora, los jóvenes pueden elegir entre un número de trabajos especializados prácticamente infinito, lo cual los hunde en un sentimiento de perplejidad e inseguridad que los hace sentir encajonados en tareas con escasas o nulas perspectivas de creación, e incluso de variación.

La antropóloga, Margaret Mead, señaló casi proféticamente que “el abismo entre mayores y jóvenes estriba, en que los primeros podían prepararse para sus tareas productivas, mientras que los jóvenes se ven obligados a adoptar un actitud psíquica y práctica de incertidumbre ante el futuro”. Aspecto que habrá de guiar la mentalidad de la generación rebelde de los beats en su tradicional y muy conocido slogan: “ningún futuro”.
Entre las causas que desataron la rebelión, estuvo el que la gran familia quedara reducida estrictamente a la familia nuclear. De manera que los padres pasaron a ser el único ejemplo para sus hijos y los representantes del sistema ante el cual se habrían de volver a rebelar.
La vida en pequeñas e incomodas viviendas y el tener empleos o estudios en lugares alejados de su residencia, llevó a los jóvenes a buscar la independencia y a que la mujer se liberara del yugo al que estaba sometida.
Ante esta situación, los adolescentes se encuentran desarraigados y dispuestos a buscar en sus iguales la afectividad que no hallaban en el hogar. He aquí la condición primera sobre la que se sienta la rebelión.
Este carácter juvenil de la revuelta es el manifiesto de la cultura beat, acto plasmado en la obra En el camino (1957) de Jack Kerouac, cuyo protagonista se desvincula existencialmente de la juventud, de sentirse compañero de todos los que como él vagaban sin orden ni concierto “por el basto corral” de América del Norte. Años después, Jack Weinberg, uno de los líderes de la Universidad de Berkeley, lanzaría la consigna: “desconfía de los que tienen más de treinta años”.
Entre los hechos narrados por Kerouac  y la declaración de Weinberg (1966), la juventud se agrupó de tal forma que destacaron acontecimiento tales como la aparición del baile rock'n roll, la mítica y fulminante carrera de James Dean (1931-1955), el irresistible ascenso de The Beatles, las poesías de Allen Ginsberg, las canciones de Joan Baez y Bob Dylan.
Los nuevos mitos fungieron como catalizadores para aglutinar públicos jóvenes cada vez más amplios mediante un sentimiento o espíritu que no precisa normas de unificación. El sentimiento casi tribal, unió psíquicamente a los jóvenes a través de los medios de comunicación de masas. La unión fue profetizada y bautizada por Marshall McLuhan como la “aldea global”. Los “hijos de la televisión” renegaron de la unión psíquica provocada por los medios de comunicación al considerarlos como degradantes y pútridos. A pesar de esto, sí hay elementos unificadores en el alma nueva, tal es el caso de la simpatía que sentían por los pueblos primitivos y su nivel primario de conciencia. Estas culturas aportaron alternativas para los que se encontraban cansados de la civilización industrial y poscapitalista, ya que basaban al igual que la contracultura juvenil, sus satisfacciones en las necesidades naturales y no dependientes, generando así un ambiente de confianza, tranquilidad y natural solidaridad.
Otro síntoma del primitivismo imperante en la rebelión, fue la reaparición de los cabellos largos y las barbas. Aspecto que chocaba con el aspecto pulcro y ordenado de las cuadradas sociedades industriales. La aproximación de los jóvenes a lo natural los llevó a adoptar los colores llamativos en la vestimenta, los cuales constituían un modo de manifestar su oposición a la severidad de los mayores y romper con la falta de colorido en las prendas industriales.
Alguna vez declaró Furio Colombo: “Estos mods de Londres y de Liverpool, esta Pepsi generation de California, estos provos de Amsterdam y sus variantes de Hamburgo, Berlín, Estocolmo y Milán, con sus pijamas floreados, sus chaquetas militares, el pelo sobre los ojos y el cuello, sus anillos, hebillas, botones, decoraciones y adornos de todas clases, si bien son escandalosamente insólitos, han decidido ser ellos mismos, con sus propias vidas y sus propios cuerpos, el objeto de consumo más importante, el más atrayente y el más utilizable. La exigencia del derecho a consumirse a sí mismo crea, obviamente, un nuevo ámbito de libertad”.
La supuesta libertad estuvo proyectada en el vagabundeo o reimplantación del nomadismo de la juventud y del Cassady de Kerouac; que no hacía otra cosa que vagar constantemente de un lugar a otro, trabajando aquí y allá en ocupaciones esporádicas que les permitieran ganar lo suficiente para seguir viviendo y viajando, y en la aparición del rock'n roll; baile que distanciaba y reunía al hombre y a la mujer mediante violentos giros y tirones.
Su reacción contra el mundo, funda su existencia en la marginación voluntaria a raíz de las constantes y falsas promesas de los adultos de promover mejoras para el futuro.
Las variantes del utopismo juvenil se reflejan en una vida comunitaria basada en el instinto o espíritu tribal; en la fundamentación de la actividad en el placer y no en la disciplina; la supresión de las diferencias entre el trabajo y el ocio; entre la ciudad y el campo; entre actividades honorables y serviles; la no violencia; la sustitución del sistema productivo ilimitado por uno adecuado a las necesidades naturales.
La tendencia juvenil al placer se traduce como un objetivo inmediato. Sólo les interesa desarrollar la capacidad de disfrute. La generación quejumbrosa aparece más silenciosa y más atenta a otros niveles no verbales: los instintivos y los sensibles. A su justa razón los sentidos no sólo son el principio del conocimiento sino también del placer.
Dicha atención al placer sustituye en los jóvenes lo que en los mayores ha sido promesa de fidelidad “eterna”. Los jóvenes desconfían del matrimonio y resuelven sus necesidades sexuales uniéndose exclusivamente durante el tiempo que dura la atracción sexual.
Sin lugar a dudas, la generación de la posguerra encontró como principal vehículo de manifestación y mitificación el cine, así como la década de los sesenta se abanderó con la música.
El rock simbolizaba la protesta contra el sistema, la unión de la juventud, las ansias de unión cósmica, la fantasía, la aproximación de los sexos, la voluntad de marginación, el utopismo.
Las drogas, como la música, no eran estrictamente una contestación a la sociedad despersonalizada, constituían un camino de ampliación de la mente y de la sensibilidad; un viaje de fantasía a mundos interiores desconocidos; un trampolín de relación mística con el universo.

Vientos que encajaban en la nostalgia y la desesperación
Este es el regreso a la nación solitaria. El camino de lo que se conocía para ese entonces como la revolución sexual seguía en expansión, cientos de jóvenes se unieron bajo una sola conciencia para luchar contra la represión sexual en que los adultos los habían sumido, mientras que el Papa y su política oficial se declaraban contra el uso de los anticonceptivos.
La lucha mundial había comenzado. Las grandes potencias al comprender lo imposible que era para ese entonces apoderarse de la Tierra iniciaron la era de la conquista del espacio y la cruzada por montar un pie sobre la superficie lunar.
Pese a tanto movimiento de adultos, los verdaderos protagonistas de la sociedad de los sesenta fueron los jóvenes; quienes aportaron una nueva sensibilidad y agudeza a hechos como la revolución cubana, la lucha y muerte del Che Guevara en Bolivia y la guerra de Vietnam.
Ligado al sentimiento juvenil de inconformidad, surgen grupos que deciden poner en práctica ideales sumamente radicales con respecto a esa nueva sociedad. Caso concreto los hippies, la vida en comuna y los rockeros.
Esos fueron los días, las grandes noches que vieron a la juventud recobrar su entereza y armonía. Los días que vieron al mundo unido, a miles de jóvenes bailando bajo el estrado de los grandes conciertos de rock, como el de Monterrey y Woodstock. Los días que gestaron un nuevo teatro conectado con la actividad hippie y el rechazo a la vida burguesa (Hair, octubre del 67) presentando por primera vez cuerpos desnudos en el teatro culto.
Las artes plásticas de pronto abrieron sus ojos para vivir un boom. Un extraño halo psicodélico que pasaba del pop-art al op-art. Las nuevas vanguardias se abrieron paso: los assemblages, happenings, minimals, hiperrealismo, el video art, computer art y por último, los filmes abstractos .
Sin lugar a dudas, los acontecimientos capitales, fueron los movimientos estudiantiles de protesta contra la represión ejercida por el sistema social y la prepotencia de los gobiernos. La batalla de los sesenta también se internó en las esferas del cine, marcando cambios muy significativos: por un lado, en Nueva York (tanto geográfica como ideológicamente alejado de Hollywood) se gesta el cine globalmente conocido como “New American Cinema” (NAC) o Underground (subterráneo o del subsuelo); y por el otro, en París nace la Noevelle vague (Nueva ola francesa), la más influyente y quizá una de las última corriente cinematográfica.
El cine underground, estuvo íntimamente ligado a las últimas tendencias en artes plásticas en boga como el pop art, mientras que la Nouvelle vague, continuadora del neorrealismo italiano, se presentaba como el mero reflejo de la época y una forma alterna al cine hollywoodense. Y fue así como la sofisticación y desvitalización de la sociedad y la cultura orilló a la contracultura juvenil a marginarse, a revitalizarse de forma clandestina y subterránea, buscando fundar una nueva sociedad cuyas manifestaciones iban precedidas por las preposiciones subversivas de “contra” o “anti”, manteniéndose al margen de las redes comerciales, aconsejando el abandono al consumismo y adquiriendo sólo aquello que es imprescindible para vivir.
El afán de vivir el arte y convertir la vida en un océano plástico, pretende derrocar la moral establecida y liberar en un final al ser humano. Liberarlo de todo yugo social, moral, existencial, e incluso de su propia persona.

El Rock si tiene la culpa de que nos traten como mulas
La  alternativa contracultural a la cultura sofisticada y desvitalizada de la sociedad, no es más una anticultura. Por fin adquirió un carácter sistémico el asunto. La cultura tiene derecho a rejuvenecer de modo permanente, dejando atrás por inservible al sistema anterior. Pero ésta, a diferencia de la cultura adulta, se marginó demasiado, operando en la clandestinidad y fuera de los circuitos comerciales. Así nació la contracultura del subsuelo, el hemisferio cíclico del underground.
El underground abarcaba un sin fin de actividades: centros de reunión, salas de exposiciones, talleres, estudios de cine y salas de proyección, teatros, estudios de radios y televisión, periódicos y revistas. Su propósito: fundar una nueva sociedad o contrasociedad, a través de la contracultura. Al parecer lo lograron. Su afán estaba en dejar sin clientela a las instituciones oficiales y comerciales, dando en sus contrainstituciones los productos más baratos ya que carecían de intermediarios y del espíritu de competencia.
Otra de sus consignas era el aconsejar el abandono del consumismo típico y adquirir aquello que fuera necesario, tan sólo, para vivir. Al igual que en muchos aspectos, los under, abarcaron medios de comunicación, los cuales de manera descentralizada e independiente obtenían la información. Su función: hacer solidarios a los diversos grupos; informar sobre la situación y acontecimientos del movimiento; orientar y ayudar; discutir y elaborar las líneas de la contrasociedad; publicar todo lo que los medios oficiales  se encargaban de mantener en silencio. Estos medios prescinden de las reglas gramaticales, de la periodicidad y localización, de la división en sílabas y otros criterios normativos y técnicos. El contenido puede ser político, social, artístico, pero su tono radical, original y destructor de todo tipo de tabúes.
El arte underground prescinde de la separación entre arte y vida. El arte debe ser vivido y la vida convertida en arte, para con esto derrocar las normas establecidas y liberar. De esta forma, el arte se revaloriza frente al arte aburguesado, que sólo sirve de entretenimiento del ocio. Su soporte está en las cooperativas y en el autofinanciamiento.
Es así como el sentido contestatario y de protesta unió a los artistas y espectadores. Es así como la búsqueda de un movimiento puro y agresivo exorcizó las cloacas del demonio de la industria cultural. Es así como las estructuras introdujeron la crítica, la libertad y la experimentación. Es así como se filtraron al mundo exterior estos anfibios. Estos incubos. Estos hijos de la.... parodia. Estos jóvenes...
Obviamente el movimiento fue vetado por la industria cultural. La prohibición tan sólo provocó que se unieran las masas al movimiento, viendo en él algo suyo, algo que acababa con los viejos líderes. El ruido que se desprendió fue alucinante. Los primeros beatnik rompían con todo y la mejor forma de hacerlo era destruyendo a los ídolos de las anteriores generaciones.
Sus perspectivas y filosofías, que les impedían confiar en un futuro, eran tan torpes que tuvieron que añadir violencia, demencia, y satanismo para curtir el movimiento. El ser autodefinidos como porquería social impedía a los puristas insultarles.
Por eso, en medio de tanta polémica y choques tremendistas, dialécticos y físicos, los beatniks escarbaron en el alma humana lo más bestial, insólito y tremendista que albergaba.
Sus carencias, mediocridad y restricciones cualitativas fueron aceptadas como parte de la pobreza y limitación del movimiento, lo cual los constituía como algo accesible y repetible. Como fantasmas de la guerra y la polución, como los Mesías de la inflación y el paro laboral. Como verdaderos nuevos héroes.

EL SUBLIME ARTE DE ECHAR A PERDER EL MUNDO
Esa, la nación donde todo los sueños son fáciles de realizar; donde el radicalismo no tenía ninguna forma de expresión política; donde los partidos socialistas y comunistas estaban muriendo; donde la sociedad se homogeneizaba rápidamente y permitía a cada familia interesarse en los automóviles, en la seguridad y en el sexo; fue la indicada para dar albergue a una generación integrada por jóvenes frustrados en busca de nuevos héroes. Una generación que despreciaba el sistema comercial que tanto los había favorecido; una comunidad de pequeños adultos situados al margen y que protestaban contra los ideales de la época, contra el “American way of life”, una generación a la que Jack Kerouac habría de denominar por el sentido “beatífico”, sagrado y sobrenatural de sus locuras, visiones, excitaciones y viajes, como la generación Beat.
El movimiento cuya importancia, según William Burroughs, “es más social que literaria”, estuvo fuertemente relacionado con los existencialistas franceses de los cuarenta, a diferencia de que adoptaron la jerga, indumentaria y costumbres de los músicos del bebop, quienes eran más o menos drogadictos y en su mayoría más o menos negros.
Sin embargo, la aparición pública coincide con la del rock 'n' roll, pasando a ser de esta manera el primer movimiento paraliterario que caló directamente a la juventud.
Jack Kerouac, quien fuera el padre y “creador” del termino beat, jamás aceptó que éste se leyera como “golpeado”, “frustrado” y “quemado”, como vulgar y malamente se empleaba. Incluso, 10 años después de la publicación de su libro En el camino (1957), declaró en entrevista exclusiva para la Paris Review que “la generación beat solamente fue una frase que yo utilicé en el manuscrito de 1951 de En el camino para describir a tipos como Moriarty, que circulaban en coche por todo el país en busca de trabajos raros, de novias y diversión”.
Estudios e investigaciones realizadas en la abuela tierra (Europa), en especial Italia, dedicadas a la narrativa norteamericana de la postguerra, denunciaron que dicho movimiento eran “más objeto de consumo que productivo”.
Y en parte era cierto, ya que el término* hizo fortuna en los medios de comunicación, sobre todo a partir de la aparición de los libros de Kerouac y de los recitales del barbudo y homosexual poeta Allen Ginsberg, produciendo una sobreinformación y comercialización tal, que hacia 1960 en Norteamérica el término ya estaba out.
Aún cuando el movimiento y sus bases parecieran completamente ambiguas, se puede afirmar que En el camino vale por toda una corriente literaria al describir bajo los efectos de un estilo automático y una prosa espontánea cuasi mesiánica, el viaje; el traslado de un lugar a otro, hasta alcanzar caracteres épicos como una película del oeste.
Este sentido místico, mágico y profético, es develado cuando Kerouac cita en su obra que la única gente que le interesa “es la gente que está loca, loca por vivir, loca por hablar, loca por saludarse, con ganas de todo al mismo tiempo, gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un ¡Aaaah!”.
Estos mitos, tan legendarios y solitarios como Cassady (personajes real de la obra de Kerouac), no son más que un reflejo del héroe americano en un mundo hostil y frío, donde la supervivencia depende de un animalismo puro, de una habilidad y alegría tan bestial como el mundo que los ha creado, tan salvajes y primitivos como las contradicciones que los sustentan, tan humanos como lo que han soñado vivir.

La novela, punto que nos concierne y que podría describirse como decadente*; disidente y con altos matices de desesperación, tomó como estandarte el mundo devastador y plásticamente superfluo, creando la frase que perdurara como: “Ningún futuro”, hasta sufrir modificaciones casi treinta años después con la aparición del punk: “Ningún futuro, sólo presente, sigue siendo lo que hay”.
La filosofía que radicalisa el eterno presente y sus decadentes manifestaciones, es ampliamente visible cuando ponemos de manifiesto elementos de la obra de William Burroughs, en la que la violencia fría y total, (drogadicción, homosexualidad, medicina, ciencia ficción), “genera metáforas de un universo gastado, regido por la entropía y que se mueve hacia el Apocalipsis”.
Este paseo aéreo y delicado por el infierno nos muestra a un gran número de intelectuales en su mayoría acabados, que solían ser quienes dotaban la literatura norteamericana de una posición de izquierda radical, anarquista, y contra el gobierno.
Actualmente este sentimiento de orientalismo, impertinencia radical, antiacademicismo y liberalismo que dotó de vida y espiritualidad la lucha contra el materialismo de la época (y de la actualidad) se ha transformado al grado de que “El orientalismo es hoy lecciones de artes marciales. La política, una actitud conservadora. Las drogas, simples estupefacientes. Los viajes, actividades propias turistas. La violencia, una noticia en los telediarios de todos los días. Hasta la estética de los jóvenes menos conformistas se ha convertido en una categoría que los actuales especialistas en Marketing llaman de “los resistentes” o “generación de las sensación”.
Estos jóvenes, aún cuando son vendidos como aquellos que buscan la paz interna, la autovaloración interior y la seguridad del medio ambiente y que prefieren realizarse como personas a realizarse como profesionistas suenan falsamente a beat.
Aún cuando la mayoría de los jóvenes de la actualidad se preocupan sólo de sí mismos, de ganar dinero, de resolver sus propios problemas, y ya no luchan contra las injusticias sociales*, podemos afirmar que la revolución beat dejó una huella muy rotunda en la sociedad americana y continua en la serie de outsiders que vagan por las calles y se muestran radicalmente impertinentes, antiacadémicos, liberales, anticoncesionarios: en la brecha.
Prueba de ello es Lawrence Ferlinghetti -quien se resiste a ser el mito del último fronterizo- que enumeró como características del movimiento beat de la actualidad: “...los aspectos políticos, nuestra posición frente al gobierno. La segunda cuestión, que es la más obvia, concierne a esta tradición oral de la poesía. Ahora se hacen otras experimentaciones con representaciones poéticas, como la dub-poetry, que consiste fundamentalmente en utilizar grabaciones radiofónicas, o de la televisión, o simplemente mediante radiocasettes, para crear un fondo a las palabras. Y esto no ocurre sólo en la costa Oeste, es un movimiento internacional. Por ejemplo, están los poetas jamaiquinos de Londres... Linton Kwesi Johnson, por ejemplo. Un gran poeta que practicaba eso fue Michael Smith, que fue asesinado por la policía de Jamaica en plena calle”.
El movimiento que fuera “la voz del anarquismo romántico norteamericano” y que convirtiera a Henry Miller en su gurú, parece cerrar histórica y no filosóficamente, con quien fuera considerado el último beat y el primer punk: Charles Bukowski, por sus relatos de seres miserables, vacíos, alcohólicos, sucios, apáticos, mal hablados, degenerados e insaciables sexuales.
 A juicio de muchos la aparente antiintelectualidad, antisociabilidad y apolitismo, lo ha llevado a ser considerado como uno de los “seudo-escritores” que más daño le han hecho a la literatura por ser considerada su obra como “mala leche sistemática”, “vómitos encuadernados”. 
Fragmentación, distanciamiento y vacío son los conceptos y artimañas mediadas en la literatura que dieron origen al pensamiento de fin de siglo.

Parte de la podredumbre de este sistema             
He aquí el tótem de las vanguardias. El pedestal que levantó el mito de las nuevas generaciones. La multicrónica esperanza de la juventud que aguarda hostil y cautiva el despertar de conciencia del ser social. Una generación que esperanzada en el cambio construyó su propia nación, transformando a modo rítmico y apasionado la existente.
Esa, la nación de las jerarquías inexistentes; esa, es la gran nación, la tierra maldita del hijo de Satanás de Bukowski. El mundo de migraciones, forzadas y voluntarias. “Ese magnífico mosaico cultural que conocemos como Estados Unidos de América”.
Esa es la nación de símbolos patrios plásticos y rocanroleros. La que dio origen a una generación desengañada, sin fe, esperanza y objetivos: sin ilusiones. Esa es la nación a la cual Cat Stevens calificó y condenó como un mundo salvaje; sin sentimientos.
Sin lugar a dudas, el espíritu romántico se ha corrompido. Se ha doblegado ante un rostros salvajemente moderno. Un cúmulo de angustias, suertes y cambios apoyados en la lucha contra la sociedad de consumo. Esa batalla se ha reflejado en la compleja personalidad de las jóvenes generaciones. En la generación beat.
En esa generación maldita y diabólicamente libre, a la que Helmut Schelsky llamara en su libro La generación escéptica, y definiera como: “es, tanto en su conciencia social como en su conciencia de sí misma, más crítica, escéptica, desconfiada y carente de creencias -o, al menos, de ilusiones- que todas las generaciones juveniles anteriores... no tiene énfasis, programa ni consignas”. 
Esa nación perdida y de perdedores está presente en sus creadores, en la oleada de nuevos intelectuales, de jóvenes que fueron arrestados y dispuestos en manicomios por expresar sus ideales políticos, por escupirle en la cara a la burguesía todas sus hipocresías, por expresar su rechazo en relación a las guerras y el militarismo; por negarse a festejar el triunfo del capitalismo, de la decadencia y el vacío.
No cabe duda, la historia de sus literaturas es la historia de sus juventudes. De sus angustias, desarrollos, nostalgias, amenazas; de su consumismo y decadencia; de sus valores o por lo menos de los pocos que les quedan.
La historia de la tribu perdida, al margen, se inicia con la aparición de la primera novela beat intitulada Go, en 1952, a cargo de John Clellon Holmes. La cual narra las aventuras de Hart Kenedy, el enloquecido conductor del autobús psicodélico que transportara a la Merry pranksters a lo largo de toda la nación americana.
Este anfetamínico individuo, llamado en la realidad Neal Cassady, se habrá de inmortalizar al aparecer como Dean Moriarty en la celebre y bíblica obra de Jack Kerouac En el camino (1957).  La obra de este alcohólico y destrozado intelectual*, expone una nación psicodélica, descafeinando el orientalismo y la drogadicción a lo largo de los multicolores viajes de Moriarty.
De esta forma, el budismo Zen y sus manifestaciones son puestas al alcance de toda una generación que al igual que Neal Cassady (1924-1968) aparecería en México muerta junto a una vía del tren en la que al parecer contaba las traviesas que había entre dos estaciones separadas por 50 kilómetros, afirmando como últimas palabras: “Setenta mil novecientas veintiocho”. Este dato no consta si era el número exacto de traviesas, ni si había ganado la apuesta.
Cassady publica póstumamente en 1971 una serie de cartas enviadas a Ginsberg y Kerouac entre 1940 y 1950, bajo el titulo de El primer tercio. Su hija se ha destacado más como escritora de libros de viajes, que como intelectual.
Sin embargo, no sólo Holmes y Kerouac, lo habrían de inmortalizar. Tom Wolfe, creador del nuevo periodismo, hace una escatológica y minuciosa crónica de la vida de Ken Kesey y Neal Cassady en su recorrido por Norteamérica en ácido, en su texto Gaseosa de ácido eléctrico (1968).

Ken Kesey (1935), rey de los “exámenes de ácido” de los 60, difusor del LSD, héroe underground y autor del celebre texto Alguien voló sobre el nido de cuco (1962), habla de un país regido por fuerzas corruptas, que usa a las instituciones para consolidar su poder y manipular a sus habitantes castigándolos con la humillación, electroshocks y en casos de suerte con la lobotomía. Su fuerza política está en mostrar a Norteamérica como un manicomio regido por una gran enfermera.
La política también forma parte de la obra del ingenio satánico de William Burroughs (1914-) quien en su Nova express muestra su desconfianza en el lenguaje afirmando que hablar es mentir. Burroughs, quien presenta para remediar, hace del mundo una masa fría y total cargada de violencia, drogadicción, homosexualidad, medicina y ciencia ficción. Este mundo desgarrado y duro no hace otra cosa que encaminarse hacia su propia destrucción, hacia su Apocalipsis.
Bajo la temática política se desarrollaron novelistas como John Rechy autor de City of night;  Hubert Selby y su Last exit to Brooklyn; Michael McClure (1932), patrón y cronista de los Ángeles del infierno cuya obra contiene una amplia y profunda protesta contra el sistema; y Lawrence Ferlinghetti (1919-) quien fuera acusado por Kerouac, en sus últimos días, de comunista.
De igual forma destacaron escritores como Hunter S. Thompson, otro participe del nuevo periodismo, cronista al igual que McClure de las odiseas de los Ángeles del Infierno en su libro Miedo y asco en las Vegas (1971) en el que como buen beat se expone un mal viaje de ácido; Rudolp Wurlitzer (1939) autor de Nog subtitulada a headventure* , obra que impone al LSD como motor ideador, creador de una Norteamérica saturada de fieras nocturnas, indios y ratas del desierto a la luz deformante del alucinógeno, y su celebre Flats, obra de voces entremezcladas, entidades que suplantan a otras, acontecimientos que giran al grado de no suceder nada, personas, pronombres y lugares que intercambian nombres e identidades tratando de coexistir en el mismo espacio mental, en Flats, el lenguaje y la conciencia son puramente espacial; por último nos queda Ronald Sukenick (1932-) el cual expone a los círculos underground neoyorquinos de fin de los 60 y redefine el sueño y la realidad buscando la disolución de las rígidas estructuras de la identidad humana, la fábula y la prosa, en su libro Long talking bad condition blues (1979).
La poesía o culto a la tradición oral dio como resultado la aparición y permanencia de autores como Kenneth Rexroth quien criticara el establishment con su lírica de alto contenido político radical; Kenneth Patchen, quien solía decir demasiadas verdades tanto de que no querían oír lo que él decía; Richard Brautingan, igualmente conocido como “The boy-man” (el niño hombre) por ser el modelo de héroe americano; Gary Snyder, quien pusiera de manifiesto la cultura Zen y la rebelión química contra la tiranía de una realidad que sólo existe para la clase dominante; y finalmente el “master”, el homosexual gurú quien protestara contra la política dando origen a la revolución beat con sus celebres poemas Howl! y América. Ginsberg se hizo hippie tras buscar el amor universal, ya que  lo consideraba como el arma ante la pesadilla de la que quería despertar. Hasta hace unos meses vivía admirablemente con el que fuera otro de los grandes poetas beat, Peter Orlovsky.
La lucha constante contra el sistema, “contra la enfermedad de nuestros tiempos” como la llamara Norman Mailer en una entrevista con Richard Stern, sigue invitando a la guerra intelectual, a desconfiar de los movimientos de masas. A combatir de forma aislada, sin tropas, contra el autoritarismo vigente, contra las normas obligatorias y el convertir la vida en un artículo de consumo.

Esta referencia diabólicamente reformista, permaneció como una huida de la sociedad, de la burguesía, del mundo que comenzaba a pudrirse bajo su piel en la música de artistas de la talla de Bob Dylan (1941) quien hablaba poéticamente de los mundos, viajes y vagabundeos de los beats, de autopistas, encuentros ocasionales, trabajos esporádicos, soledad, solidaridad, trenes, coches, motos, hogueras a lado de la carretera, en pocas palabras de la droga y la maledicencia hipster; Jim Morrison (1943-1971) cuyo universo visionario no hizo otra cosa que rechazar absolutamente la normalidad; Tom Waits (1950) músico, poeta, actor, borracho y perdedor, hace del mundo un canto grotesco y melancólico, resultado de las múltiples contradicciones sociales; y quien cierra el ciclo es Sam Shepard (1942) rockero, poeta, actor teatral y cinematográfico, el actual “Boy-man”, quien representa entre otras cosas el espíritu beat de Cassady en los 80, éste aparece en el film Elegidos para la gloria como un piloto que rehusa ser astronauta y que termina cabalgando alrededor de la base aérea épicamente como el solitario y galáctico vaquero de fin de milenio.
Sin embargo, el movimiento no se pierde en esas olas, actualmente se pueden considerar como herederos de la falta de visión, de guías y orientadores a tres movimientos completamente outsiders.
Este espontáneo misticismo, espiritualidad moderna producto de la lucha contra el tiempo perdido, rebelde, violenta, portavoz de una generación anticonformista y solitaria sigue hablando del futuro del sueño americano, del verdadero sueño: construir una nación antibélica, unida, lógica, saludable; donde ya no sea necesario eludir el servicio militar; donde los hospitales se vacíen de muertos y desaparecidos; donde la democracia sea verdaderamente optar por la salvación del espíritu común; donde se forjen hombres y no autómatas, jóvenes y no guerreros, niños y no cadáveres, no gran cosa, sólo hombres de verdad.

Detrás del hueco enfermo de nuestra generación podrida
En medio del sueño de la humanidad perdida y desquiciada de la generación de los sesenta, el teórico Norman Mailer auguró la posibilidad de una rebelión de los hipster (negros-blancos) contra el conformismo y la hipocresía: “a los tiempos del conformismo podrían seguir otros de violencia, histeria, confusión y rebelión. Si Norteamérica forzase a tiempo el liberalismo, dejando sitio pacíficamente a todas las orientaciones, el hipster acabaría por ser una figura llamativa dentro de la trama social; pero si el ascenso del negro (tanto del verdaderamente tal como del blanco de tez) se viera acompañado por crisis económicas, sociales, psicológicas y morales cualquier régimen político se iría al diablo y sucederán cosas imprevisibles. Y el siglo veinte tendría tendencia a reducir todo a esta última rama de la alternativa, que se anuncia en el hipster”.
Y como buen profeta, Mailer, se adelantó a los hechos y su invocación se hizo palpable en la pútrida y cambiante Norteamérica de los sesenta. El romanticismo se hizo tangible. La nostalgia por un mundo perfecto era más que una necesidad. Los beats neorromantizaron a su generación dispersando vida a la comunidad bohemia, pero tuvieron un defecto o una gran cualidad: desertar en el momento preciso en que el movimiento estaba siendo retratado, asediado y destrozado por el interés sociológico-mórbido-comercial de todas las cámaras fotográficas de la sociedad. Kerouac cual bíblico gurú se largó del movimiento para culminar su vida bebiendo cervezas junto con su madre.
Sin embargo, Ginsberg, Gregory Corso y Leonore Kandel siguieron marchando en el filo de la navaja y su evocación fue recompensada cuando a mediados de la década de los 60, renace y florece la filosofía de la beatitud.
La nueva subcultura conocida como la Generación del amor y sus miembros como los hijos de las flores, fue bautizada por un anónimo periodista de San Francisco como la generación hippie. A juicio de la horda de suicidas norteamericanos la sociedad estaba vuelta loca; el holocausto nuclear había despojado de sentido al futuro. De ahora en adelante el único viaje que bien valía la pena radicaba en la cabeza. La generación que había crecido en la era del asesinato y la sombra de la guerra aceptó con felicidad el marginamiento. La gente renunciaba a la sociedad y se incorporaba con facilidad a la nueva bohemia.
Esta bohemia fijó sus barreras en el distrito de Haight-Ashbury de San Francisco, zona llena de parques, y en los bajos fondos del Lower East Side de Nueva York.
El cielo cambió de vientos, de colores. Ahora los viejos salones de baile dejaron el jazz por el rock eléctrico; las preguntas, por la búsqueda de la verdad. América iniciaba el viaje procurado por el LSD. El hippie tornó el experimental aparato sensorial de los beats en un complejo sistema químico, que a modo de máquina electrónica podía ser puesto en marcha y “dispararse” si se le alimentaba adecuadamente.
La historia de la juventud de los sesenta es la historia de las revoluciones y protestas; del LSD, de los acertados y escatológicos experimentos del profesor Timothy Leary en Harvard por trascender las palpitaciones de colores, los vuelos, las alucinaciones y los balbuceos del yo. Así es que en medio de tanta revelación anímica, armonía cósmica, visiones de Dios y el hombre en su verdadera dimensión, nace la nueva religión denominada: la Liga del descubrimiento espiritual.
En San Francisco un honrado y humilde boticario capitalista, Augustus Owsley Stanley III, promocionó la religión con el movimiento de sus tubos de ensayo, convirtiendo en adictos a muchos vecinos del Haight. En octubre de 1966, cuando las cámaras legislativas de California proscribieron la droga, ya era demasiado tarde.
El viaje se había multiplicado. La droga le dio un giro a la protesta incolora e insabora de los beats, haciendo de ella una exótica y extensa fantasía del mundo hippie. Sus ropas les permitían cambiar de identidad, de enmascararse, de protestar, siendo hoy un pirata y mañana una señora victoriana con faldas de crujiente y subterráneo terciopelo. La audacia se puso en juego. Se rompió con la virilidad establecida con la melena larga y los collares de cuentas, flores y cascabeles. El rock and roll llegó a la playa, a California, con un áspero y ácido sonido eléctrico lleno de magia y misticismo. El mundo psicodélico puedo expandirse al grado de que hasta el más neófito mochocoto pudo sentirse high.

El rock hizo palpitar, gemir, golpear y arremeter al movimiento. La estridencia estaba como Dios en todas partes. La música de The Grateful Dead, Jefferson Airplane, Steppenwolf, Moby Grape y otros más hippies como El hermano mayor, La Supercompañía y La renta nacional bruta, fue bailada y destajada por extravagantes psicópatas como Charles Mason, Ian Brady y Myra Hindley. Todo fue atacado y criticado. Nadie estaba a salvo de la mordaz inteligencia de la letra.
Un grupo hippie de Nueva York, Los fugs, encabezados por el expoeta beat Tuli Kupferberg, aludía a la guerra, al patriotismo e instaba a sus seguidores a enrolarse para matar, para matar por la paz y por el Presidente. Country Joe and the Fish enjuiciaba en su I feel like I'm fixin to die rag: “No hay tiempo de preguntarse por qué / ¡Qué bueno! ¡Todos vamos a morir!”.
El rock, poco a poco se llenó de sexo y amor, ridiculizando las fantasías americanas sobre la potencia y el desenfreno sexual para después de las orgías. Para el hippie, el sexo era una barrera que le impedía expresarse y realizarse, por lo mismo había que acabar con el tabú. Y la ruptura trajo el desequilibrio.
En el East Village Living Center, cargado de oficinas y almacenes, se engendró a la Sociedad Kerista, que bajo el slogan del “amor todo lo puede” reveló en voz de su teofánico profeta John Presmont, que el futuro estaba asegurado si se encaminaban en un éxodo masivo a una isla todavía sin elegir, donde los keristianos crearían un paraíso para la raza especial.
Los periódicos hippies vieron su boom en particular cuando el San Francisco Oracle publicó las noticias psicodélicas que The New York Times no consideraba pertinente imprimir.  Así, sus editores empezaron a abogar por la supresión de las cárceles y la legalización de la droga, hablaban de astrología y asesoraban con dietas macrobióticas a los asiduos lectores del comic de Captain High! Caso similar fue el de la publicación pacifista de defensa nacional Fuck You: A Magazine of the Arts. Dicho Fanzine diseñado y vomitado por Ed Sanders en algún lugar secreto de Lower East Side demostró que era posible destrozar el sadismo de la prensa que se vendía por suscripción.
Bajo esta lucha certera, los medios descubrieron el dramatismo y espectacularidad de la Generación del amor. En enero de 1967, la comunidad Hashberry convocó una reunión de tribus en el Golden Gate Park de San Francisco para celebrar el equinoccio de invierno, viéndose representada en su mayoría por satánicos periodistas. Ahí empezó la caída.
Los medios exigían un análisis, crítica y exterminio de los secuestradores de la buena moral. De aquéllos que sacaron de sus casas ostentosas a la juventud dubitante. El corazón de la ética americana empezó a fallar. Los hippies estaban decididos a terminar con el espíritu competitivo del infierno privado que los rodeaba.
Durante la primavera del 67, la prensa publicó la noticia de una invasión hippie programada para el verano en San Francisco. Cientos de miles de jóvenes eran esperados. Los veteranos de la tribu de Hashberry hicieron lo posible para proveer las necesidad de las jaurías que llegaban.
Los diggers* , fundados el verano anterior por Emmett Grogan, como vanguardia del movimiento antilucro, hicieron acopio de víveres y ropas para después regalarlo todo en el comedor instalado la zona de parques de Haight's Panhandle. No obstante a los esfuerzos del Servicio hippie de colocación, la concentración resultó un espectáculo deplorable. La Haight Street se llenó de inmundicias y de gente, de alcohólicos y drogadictos, de hampones y violadores. Ante esta actitud inesperada, los veteranos decidieron terminar con todo, anunciando en octubre: “Necrológica. Por el hippie. En el distrito Haight-Ashbury de esta ciudad. Por el hippie, devoto hijo de los medios informativos. Se ruega a los amigos, que asistan a las exequias que comenzarán en el Buenavista Park, a la salida del sol, el 6 de octubre de 1967”.
Como último intento de liberación, se llenó un féretro de artefactos hippies y se paseó por  los alrededores del Haight para luego ser quemado, exorcizando los demonios del sistema y proclamando la Hermandad de los hombres libres. Fue así como los veteranos abandonaron la ciudad para internarse en las comunas de los cerros de California.
En el Lower East Side de Nueva York también se pudría la idea del amor, la fraternidad y las flores. Por las mismas fechas, (octubre del 67) una pareja, de antiguos acaudalados, en ese entonces drogadictos cuasi hippies, Groovy y Linda Fitzpatrick fueron asesinados en los bajos de un carcomido edificio. Siendo con este hecho, que los hippies hicieron acto de conciencia de que empezaban a vivir en ghettos sucios y peligrosos.
Sin embargo la primavera del 67 en el East Village y en el Haight-Ashbury se manifestó un activismo político que llenó de esperanza a los radicales. Apareció un hippie politizado: el yippie, adscrito a una organización desorganizada conocida bajo el nombre de Youth International Party (Partido Internacional de la Juventud), entre los líderes figuraban Jerry Rubin y Abbie Hoffman, sintetizando el estilo de la nueva izquierda y la vida psicodélica.
A su justa razón y la de Marshall McLuhan (el medio es el mensaje) ellos concretizaban la revolución con sus vestimentas disparatadas, la droga, el rock, el sexo y el pelo largo.
El otoño del 67 los yippies marcharon sobre el Pentágono junto con los manifestantes por la paz, intentando escandalizar y ridiculizar a la sociedad americana para poner fin a la guerra.
En agosto de 1968 los yippies se unieron a los activista políticos en su invasión de Chicago protestando por la forma como se desarrollo la convención nacional del Partido Demócrata. Los yippies, a manera de protesta celebraron una convención simultánea proponiendo a un cerdo como candidato a la presidencia.
De alguna u otra teatral forma habría que hacer evidente la idiotez de la vida social estructurada y organizada. En tiempos de asesinatos, de candidatos presidenciales maquillados para la televisión, de senadores cantantes y bailarines, la política no se quedaba a un lado de este espectáculo a puerta cerrada.
La resistencia buscaba que los hombres se percataran del control que tenía el estado sobre el individuo, bajo su lema “Libérate” que concretizaba el credo hippie y beat más radical.
No cabe duda que el conformismo fue el virus que permitió crecer tanta protesta y revolución. Irónicamente los grupos pretendieron acabar con las leyes y disposiciones que les impedían crecer con libertad. La renuncia y la enajenación hizo de la protesta hippie un movimiento pasivo y encerrado durante mucho tiempo en sí mismo, haciendo difícil adaptar las formas propuestas a programas estructurados e institucionales.
Poco a poco la sociedad le “permitió” al hippie integrarse y abandonar su existencia marginal a cambio de que los radicales políticos se engatusaran con habilidad a la corriente antes de ser destruidos, o silenciados en las filas del sistema.
Así, al igual que siempre, los adultos acabaron con el sueño; con el único momento de fantasía que ha tenido la humanidad; con el aliento cívico y revolucionario; con la única esperanza posible de acabar con toda esta mierda putrefacta. Poco a poco, el infierno consumió las almas, dejando inconclusa la fiesta iniciada en nombre de la verdad.

La soledad hizo de los hombres intelectuales
Alucinante, llena de experimentos formales, de protesta juvenil, drogas y homosexualidad apareció la cultura de los conflictos. Una subcultura que a diferencia de la punzante escritura beat, se manifestó de forma multidisciplinaria explorando y combinando todo cuanto el arte permitiera.
No obstante, escritores como el expatriado jamaiquino (del estado de Nueva York)  hipster Paul Bowles (1910-) (al igual que los beats) dotaron al mundo de un sentimentalismo benevolente que pretendía demostrar que toda la humanidad era digna de amor, aún cuando los “sueños nunca fueran los mismos”. Se inspiraban en los hechos más menudos de la vida dotándolas de una dimensión casi épica. Sus obras Spire song, The sheltering sky (1949), Let it come down (Déjala caer) (1953), exponían un mundo ahogado en sexo y drogas carente de salvación.
Los arduos fuegos de la industria cultural acabaron con la esfinge de la cultura beat obligando a unos a refugiarse bajo su concha y a otros optar por la continuidad y pseudo creación de un “nuevo” movimiento, el hippie, tal es el caso de: Gary Snyder y Gregory Corso y el pesadillesco, pansexualista, y showman Allen Ginsberg con su “America's political need is orgies in the parks” y “Tonite let's all make love in London“.
William Burroughs, quien al igual que Bowles vivía en Tanger, publicó bajo el seudónimo de William Lee, Junkie (1953), novela saturada de drogadicción, desenfreno, marginalidad y homosexualidad que habría de inspirar una nueva forma de vida basada en el uso de heroína. Esta doliente figura literaria que habría de convertirse con el tiempo en la agobiada víctima de la sociedad, fue explotada en sus otras novelas The naked lunch (1959), The soft machine (1962) y Nova express (1964), aproximándose con la adicción a la esfera política, molde de todas las adicciones.
La obra de Burroughs contempla y deshace al mundo poblado y lleno de sistemas opresivos controlados por el autoritarismo que sujeta las libertades humanas, representando con esto la transformación esencial de lo surreal y obsceno de la novela norteamericana “posthumanista” de los 60 y 70.
Durante los sesenta se da una constante que complace a la letra en el terreno del reportaje (new journalism, “nuevo periodismo”) y al reportaje en el terreno de la ficción, poniendo en tela de juicio la noción de realismo. Esta ruda, fantástica y grotesca reacción artística interrogó a la realidad con las obras: de Truman Capote (1924-1984) In cold  blood (1966), reportaje sobre el asesinato de un inocente familia provinciana en mano de dos chacalísticos vagabundos; William Styron con The long march (1953) y Set this house on fire (1960); Edgar Lauren Doctorow con Welcome to hard times (1960), Big as life (1966) y finalmente The book of Daniel (1971), texto que expone la reacción de los hijos de Julius y Ethel Rosenberg ante la muerte de sus padres acusados de ser espías comunistas.
El anarquismo romántico, la provisionalidad, la carencia de rigor formal, la espontaneidad fue el factor decisivo (legado de los beats) de la prosa de la generación de los sesenta.
El expansivo espíritu experimental cobró fuerza en tanto que las narraciones con referencia histórica directa se debilitaron. Esto se debió, en parte, a la tendencia internacional hacia el experimentalismo narrativo de la nouvea roman (nueva novela francesa) y el realismo mágico latinoamericano. De igual forma influyó la contracultura política y la nueva conciencia de la época, en la que la violencia podía ser contrarrestada por una espiritualidad interior basada en la experiencia psíquica y psicodélica de la juventud.

Este espíritu juvenil medianamente hippie fue exaltado por Richard Brautingan (1935-1984? 85) desde su primer novela A confederate general from big Sur (1964), obra que juega con el tema de la guerra civil a través de las fanfarrias del contemporáneo “general confederado” antihippie, Lee Mellon; Trout fishing in America, donde con estilo lucido, preciso, dulcemente Zen, caprichoso, idílico y fragmentario, expone la gran tiniebla que envuelve los ríos de Norteamérica llenos de pescadores de truchas; In watermelon sugar (1968) fantasía surrealista donde los habitantes de la destruida y tecnificada América (léase solamente EUA) intentan construir un mundo de azúcar de sandía; El aborto, Romance histórico 1966, (1970) donde expone la “simplicidad de las cosas” en un mundo lleno de personas dispuestas a complicarlo”; hasta The hawkline monster (1974), western gótico lleno de fantasía experimental.
 Este gurú literario, fotógrafo de la cultura de la psicodelia y de las drogas influyó de forma contundente al creador del nuevo chamanismo: Thomas Berger (1924-) y autor del western paródico, Little big man (1964).
Esta tendencia experimental permitió el surgimiento y publicación de textos como Second skin (1964) de John Hawkes (1925-); The painted bird (1965) y Steps (1968) de Jerzy Kosinski (1933-); The crying of lot 49 (1966), de Thomas Pynchon; Omensetter's luck (1966) y In the heart of the heart of the country (1968), de William H. Gass (1924-); Snow White y cuento de hadas en Nueva York (1967), de Donald Barthelme (1933-); Lost in the funhouse: Fiction for print, tape, live voice (1968), de John Barth (1939); Up (1968), de Ronald Sukenick (1932-); y The exaggerations of Peter Prince (1968), de Steve Katz (1935-).
Sin lugar a dudas, los últimos años de la década de los sesenta fueron el momento oportuno para romper con el realismo y el naturalismo previo, dejando el estilo abierto a la interacción, a la reformulación y la parodia.
Así, con esa angustia, bajo ese anhelo de acabar con todo para luego reconstruir algo mejor, se edificó la nación más sólida y trascendental de la historia de la crítica mundial. Una sociedad creativa y vanguardista. Una cultura multicolor y multiétnica. Polifasética y multimedia. Una tribu experimental y revolucionaria. Una sociedad que no ha dejado de vagar y viajar por la aventura más exótica y mágica de todos los tiempos: la expedición hippie.



Conclusión
Quizá sean más de cuatro, en este caso, los jinetes que habrán de acompañarnos para exponer los hechos heredados de la toma de conciencia del grupo más peligroso de la historia: la juventud.
            No hay manifestación humana que no ataña lo humano, por ello, inicio mi recuento tomando como base lo más nuestro: la palabra.
            En esta investigación, desde un principio, se buscó demostrar la importancia que guarda la palabra en la condición humana partiendo de una pregunta simple y llana: ¿es la palabra lo que condiciona la acción humana o es la acción humana lo que condiciona la palabra?
            Acción, coacción, reacción, parten de un mismo centro: el movimiento; esa dialéctica fortuita que reina, afortunadamente, el quehacer del hombre, esa motivación obligada que se desdobla en varios puntos: el hombre, sus ideas, sus acciones, su entorno, sus reacciones. Todo este volumen de lecturas y reinterpretaciones se manifiesta en lo social, lo político, lo cultural y lo histórico; plasmado, en sí, por un sólo vocablo, nuevamente, la palabra.
            La literatura -comprensión obligada, latente y manifiesta de la idea, la acción y la permanencia de la reacción-  se da en sí misma por el hombre y para el hombre. De ahí que se dé como unidad inseparable del ser en constante evolución que es éste y que para dar comienzo a esta investigación nos dedicáramos a hacer un gran recuento de la evolución de la palabra en una de las naciones más interesantes; y digo -a mi parecer- interesante, por ser una nación que se gestó así misma por incorporación y no por desarrollo natural del hemisferio. Es decir, Norteamérica a diferencia de las demás naciones del mundo contemporáneo, nació del arribo, conquista e incorporación a un pedazo inhóspito y casi virginal; y de la mezcla de razas y culturas, así como el asentamiento en tierras nuevas donde se permitió marcar interesantes paralelismos con la historia Sagrada: el anuncio de un tierra prometida, el éxodo, los 40 días de duda y sufrimiento, la construcción de ciudades tan altas que puedan tocar la voz de Dios, la caída del imperio con la lucha entre hermanos, la fársica Babel que depuró el lenguaje y las posibilidades de convivencia, la revelación del fin de los tiempos y su llegada.
           Dicho paralelismo fue, entre otras cosas, lo que motivó la selección de esta nación, para indagar la evolución de su palabra y por ende, de sus hombre.
A lo largo de la investigación, pudimos dar cuenta de la gestación de identidad, de cada una de las localidades, y la evolución del movimiento beat y su compinche: el hippie, que entre muchas cosas, siempre tuvieron como objetivo la búsqueda de la libertad.
            Así se corona el gran imperio en el último siglo. Tras su marcada lucha por la definición de los valores que habrían de regir el espíritu de la nación, se batalló por esclarecer qué parte del hombre debería guardar supremacía: la razón o la intuición.
            Por un lado, estos movimientos artísticos tuvieron como objetivo, el alentar la búsqueda espiritual y renovadora de la conciencia, mientras que las ideologías, que dieron cause a los movimientos políticos y sociales de la primer etapa, fueron cien por ciento racionales. Dichas ideologías no deseaban otra cosa que separar y delimitar. Esa era la fuente de la democracia y la libertad, el ser o no ser. Sin embargo, es a partir de la constitución de la América moderna y su incorporación a la lucha por la supremacía mundial que empieza a cobrar forma su verdadera búsqueda: la conciencia de sus hombres.
            Es con la explosión de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, que se da un gran brinco en la historia, ya que ésta funge como parte aguas. Con su detonación, no sólo se pone de manifiesto el poderío económico, político y armamentístico de Norteamérica, sino queda en claro, que existía a nivel mundial una fuerza superior a todas antes manifestadas: la juventud.
            Con la incorporación de la juventud a la acción social, a través de los distintos movimientos artísticos y sociales, queda en claro que aquellas dos vertientes: razón e intuición se debían fusionar.
            En paralelo a esta historia, el existencialismo sumaba adeptos. El devenir histórico marcaba la lucha de clases como la condición, certera, de la evolución social. La ideología se pone en función del hombre y se declara una nueva carrera en el tiempo; contra el hombre mismo.
            Esta vuelta al homocentrismo confirma que al hombre le preocupa su condición en el mundo y su forma de trascender en la historia. Con esto, la humanidad se lanza a una búsqueda por redefinir su identidad. Los jóvenes asumen posturas rebeldes y condenan toda sumisión, buscan la experimentación como vía de liberación y rompimiento de los yugos establecidos. Intentan conquistar partes inexploradas de su ser; así van pasando del pienso, luego existo, al siento, luego soy.
            La primer batalla se ha ganado, la lucha social se asumió con la incorporación de la gran revolución cultural y étnica; luego vendría la lucha interna que se intentó vencer con la revolución juvenil; finalmente, la humanidad pasa por el más peligroso de los estadios: la lucha contra la vida, dando como resultado la vida en los excesos.
            Los jóvenes tras haber experimentado movimientos como el beat, que pretendía incorporar el pensamiento juvenil y liberar a la humanidad y el hippie con su culto a las sensaciones; han dejado claro su necesidad de maduración como sociedad. No obstante, tanta transgresión del orden de lo vital y por ende de sus valores,  nos lleva a considerar que efectivamente ha habido cambios en la naturaleza humana. Porque, efectivamente, no es el mismo hombre el que sin cuestionamiento y remordimiento aborta en la escuela, como tampoco lo es el que mutila en el acto sexual a su pareja, como el que afirma que la homosexualidad es la máscara de la falta de compromiso, como el que busca la libertad espiritual en la esclavitud psicológica de las drogas. En definitiva, el hombre no es el mismo.
Efectivamente, cuando pretendí analizar la narrativa beat norteamericana estaba hechizado. Sin embargo, fui el primero en detectar que existían diversas formas de estudiarla: por autores, estilos, géneros, y tendencias paraliterarias, así como comprender que las etiquetas son una mera obligación intelectual más que una comprensión existencial.
            Sin lugar a dudas, el recuento sistémico me permitió identificar elementos valiosos para la comprensión de las semejanzas y diferencias que existían entre cada uno de los autores y sus ideas.
            Quiero creer que efectivamente no es el fin, ni de los tiempos, ni de la palabra. Que este nirvana en el que todo es ilusión, el hechizo nos permita esperar la llegada de más.
            Los autores beats, siempre críticos, me hicieron ver sus miedos, patologías y dolores al mostrarme al hombre americano como un ser nacido para perder, solitario, carcomido, fóbico, liviano, con un amplio sentido religioso, de la esperanza y de la libertad.
            Norteamérica es por ello y para ellos, el purgatorio donde habrán de sanar sus penas para después brincar a los infiernos, ya que no hay más salvación que ser ellos mismos, y eso, es casi un imposible. El mundo los determina, el sistema puede más que ellos. Ellos simplemente, no son nadie en este mundo de ficción.
            Con esta concreción del hombre norteamericano y su visión social, partí para ir comprendiendo cómo fue que se brincó de la revolución cultural, a la juvenil y a la étnica. Cómo es que existe un cultura excluida y otra excluyente. Cómo es que existe y existirá una necesidad de emprender una cruzada de ecología simbólica.
            Con esta investigación me permito afirmar que sí es posible visualizar la naturaleza humana a partir de la literatura, pero su recuperación y/o reorientación es un proceso más complejo que una simple proyección de la palabra. Considero vital la necesidad de repensar al hombre, para así recuperar el sentido ético de la existencia.
            Ha sido, sin lugar a dudas, la literatura, a falta de filósofos, el punto donde los norteamericanos han estado buscándose y recuestionándose. Es en sus textos, donde han puesto al descubierto, lo que creen y cómo creen.
            Ha sido, por esto, para mí, una aventura inexpresable por la historia de las culturas. Pisar la Tierra Santa que es el hombre, ha sido la sensación más cristianizadora por la que ha surcado mi conciencia que viajaba a la deriva. Saber lo que buscaban aquellos que como yo, ahora busco, fue dar un vuelco fenomenológico en mi existencia. Este conocerme a través del otro, es quizá la experiencia más embaucadora por la que pude haber pasado y espero, que para usted, lector, sea más que un acto de voyerismo; algo tan sagrado, como haberse visto, vivo y muerto, antes de nacer.


EL PESADO MONOLITO DE MIS DESEOS
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