(Reflexiones sobre el ser cristiano hoy
a partir de la carta a Diogneto)
¿A quién adoran?, ¿cuál es la sustancia de su Dios?, ¿dónde se sitúan? y ¿qué lugar ocupan en el mundo?, son algunas de las interrogantes que bien nos mueven cuando nos acercamos a la reflexión expresa en la Carta a Diogneto sobre la situación de los cristianos ayer, hoy y siempre.
En el texto, más allá de hacer sustanciación y listados categóricos de lo que pudiera ser una tipología concreta del cristiano encontramos roca firme sobre la cual podríamos edificar palacios y jardines; no una nueva Babilonia, pero mejor aún, el Edén. Y es que en sus cimientos vemos lo que él mismo autor de A Diogneto ha denominado una relación nueva con el mundo; y quien al mundo ve con ojos nuevos termina edificando sobre él.
¿Quién es ese hombre de quien habla nuestro autor? Dar forma y semblante a este hombre es ubicarlo por encima del mundo, de este mundo… Y eso es lo que haremos. Por ello hablamos del cosmopolita hombre sin patria; del políglota que al parecer termina hablando en un lenguaje ajeno del mundo; del que transmite una enseñanza que a él llegó de forma revelada para conquistar los vicios de la razón; del que encuentra entre los suyos la representación viva de la Sagrada Familia, del que extiende la integridad de sus principios a la fidelidad del núcleo familiar y conyugal; del que “tiene ciudadanía en el cielo”; del que guarda la ley porque lo hace ser más hombre y con ella se supera; del que entiende el verbo amar como dar sentido y vida a todo cuanto le rodea; del que bendice sus acciones en cada acto de justicia; del que es alma de este cuerpo vivo llamado humanidad...
Es de ese corpus invisible del que hablamos cuando hablamos de justicia, de fortaleza, de templanza, de libertad… En una palabra cuando hablamos del ser incorruptible y dotado de toda virtud y valor. De ese hombre hablamos cuando invocamos las manifestaciones de la fe y los designios misericordiosos del Señor. A esa carne y a esa alma nos referimos cuando hablamos del cristiano; el cultivador del árbol del conocimiento, del árbol de la vida que da vida, el que pone sus acciones fuera del alcance, el engaño y la corrupción de la serpiente.
¿Es acaso tanto sacrificio el que se exige al iniciar la andadura humana? Pues como dice Josef Schmucker “la respuesta que se dé a ella, lo mismo si es afirmativa que negativa, decide en todo caso, a fondo, nuestra mentalidad o concepción del mundo, el sentido y finalidad de la vida y la postura ante la muerte.”
Y es que en nuestro andar, los que nos llamamos cristianos dejamos a tras al Dios trascendente, personal, infinitamente santo y omnipotente y lo cambiamos por quimeras finitas, practicas universales “superiores” incluso a la misma imagen que de Él tenemos, símbolos que anuncian designios y dimensiones éticas y metafísicas, si es que incluso podemos ver algo tras ellos.
¿Dónde se quedó tu dios, mi Dios? ¿En el camino?, ¿en el olvido? No lo sé, lo que sí me queda claro es que en el fondo es su sustancia la que mueve y nuestra razón la que confunde. El mismo José-Román
Flecha Andrés lo dice: “Cuando en nuestra predicación y catequesis se subraya la tarea de ‘construir’ o ‘implantar’ el reino no se está siendo del todo fiel”.
Quien quiera ser protagonista de su historia como cristiano deberá entender que sólo a través de un personalismo integral basado en una antropología equilibrada en la que cada quien destaque sus facultades, valores y libertad, podremos colocarnos nuevamente sobre el mundo como hijos de Dios, como expresión de una relación interpersonal y no un código abstracto, como responsables del llamado al cumplimiento de nuestra misión esperanzadora, como prototipo de hombres que han entendido la madurez cristocéntrica.
Es pues Diogneto, carne viva en una herida para quien se ha dicho llamado y se perdió en los ecos y jamás pudo escuchar mensaje alguno. Ya lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica en su artículo 3 sobre la Inspiración y verdad de la Sagrada Escritura: “la fe cristina no es una ‘religión del Libro’. El cristianismo es la religión de la ‘Palabra’ de Dios, no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”. Y sólo en la materia viva se pude manifestar el espíritu y la inteligencia del corpus Christi.
Seamos pues como todos aquellos que se convirtieron al cristianismo después de gozar y saborear los triunfos de la Verdad. No seamos como aquel que por las noches entra y roba el fuego para decir que vio la luz. Entreguemos la conciencia a la realización plena desligada de sentimentalismos, supersticiones, motivaciones prometéicas y vivencias falsas de la fe. La fe es motor activo de un vehículo que sabe que no puede parar a la mitad de la colina. Veamos en qué parte del camino nos pensamos bajar.