Reflexión sobre La Monadología de G. W. Leibniz y Los Ensayos filosóficos de David Hume
Jorge A. Hidalgo Toledo
¿Qué es la realidad sino una invitación a pensar en las formas primarias y en el cómo pudo haberse originado todo el universo? Y así pensamos en el arjé, el éter, en los quantums, en los átomos, en los organismos unicelulares, en el ADN… Y luego nos complicamos con la separación de las tinieblas de la luz, los mares de los cielos, las bestias de los hombres y sigue la pregunta dando… Qué somos, de qué somos y para qué somos... Y sumémosle a eso la historia particular y todos esos genios y qué nos queda al fin: la misma e inquietante pregunta, ¿cuál es el origen de todo y cuál es su sustancia? Vaya loop en el que nos hemos enfrascado. Veamos pues cómo intentaron resolver la interrogante dos artífices del intelecto: Leibniz y Hume.
Descomponer la realidad a través del intelecto es el ejercicio emprendido por Leibniz, quien en un afán mecanicista desestructura absolutamente todo e intenta partir de un cero casi absoluto, la substancia simple; lo que ha denominado: la mónada. Estos “átomos de la naturaleza”, los coloca en el “mundo” como producto de una creación, los reviste de cualidades y los identifica como diferentes uno(a) de otro(a).
Estas mónadas están sujetas al cambio –un principio interno- y tienen en sí una cierta perfección. El que cuente con percepciones –“estado pasajero que envuelve y representa una multitud en la unidad”-, apetitos –“el paso de una percepción a otra”- y memoria, les merece llamarse almas. He ahí la desnudez de las mónadas.
Es así como Leibniz intentan darle un sustento y una sustancia primaria a la realidad; cualidades similares al Ser de Parménides son las que percibimos, en aquello que hace que las cosas sean. Pero no le basta saber que la realidad está ahí; por ello nos invita a la superación de la memoria y al ejercicio de la razón y las ciencias, facultades que se encuentran en nuestra alma razonable o espíritu y que nos permiten “elevarnos al conocimiento de nosotros mismos y de Dios”.
¿De qué sirve dar cuenta del mundo sino podemos con ello trascenderlo y alcanzar el conocimiento de las verdades necesarias y eternas? Leibniz considera que son estos actos reflexivos los que nos llevan a captar lo limitado y lo ilimitado.
Pareciera que nuestra razón se mueve en un sistema de opuestos que van de lo verdadero a lo falso; de lo posible a lo imposible; lo necesario y lo innecesario; lo finito y lo infinito. En ese vaivén ontológico concentra a Dios y sus criaturas.
En Dios conjunta la unidad y la suficiencia; la universalidad y la necesarieidad; en Él no hay límites y se da la perfección.
El hombre que pareciera contar con la misma naturaleza de Dios, se encuentra en una especie de polo contrario; de ahí que la imperfección de su naturaleza se vea en su inercia natural.
Finalmente las vías para demostrar la existencia de Dios nos remiten a Santo Tomás de Aquino. Reconocer sus atributos y la “causa eficiente y final de nuestro ser” es la felicidad y optimismo anhelado de aquél que estructuró su teoría filosófica –por lo que me permite ver la lectura- en una ontología-epistemología-teología; es decir, en un saber y ser qué soy-saber que soy-buscarlo a Él.
Por el contrario, tenemos a Hume, quien en sus primeras líneas, nos empuja de golpe contra la realidad y nos aclara que no nos dejemos engañar: todos nuestros pensamientos vienen del exterior, en el espíritu y la voluntad, se mezclan y componen esos materiales y formamos pensamientos.
Así, nos convertimos en la medida de todas las cosas; nuestras sensaciones servirán de paso a las ideas y las operaciones del pensamiento podrán comprender lo demostrable y cierto.
Literalmente, Hume es muy concreto, cuando nos dice que todo conocimiento se debe a la experiencia y es por la memoria que intentamos fundamentar el resto de la realidad en la relación de causa y de efecto.
Las realidades a priori no tienen cabida en el pensamiento de Hume; el verdadero conocimiento se logra cuando podemos dar razón de toda idea que nos hemos creado.
Un gran misterio es lo que hay detrás de toda la realidad que sólo nos deja percibir, a través de todos los sentidos y por sus cualidades, fragmentos de sí. Gracias a Dios –y miren que esta afirmación la lanzo a priori y sin fundamento humesiano- nos ofrece un concepto esperanzador: la costumbre; la misma que guía la vida humana y nos permite encontrar las semejanzas entre los fenómenos para no caer en una escepticismo desquiciado.
Lo concreto, el peso, el número y la medida, las sensaciones, la experiencia, la construcción de pensamientos, el conocimiento de la naturaleza de las causas y los efectos, la búsqueda de semejanzas, la deducción… el construir cadenas de conocimientos experienciales ofrece una visión utilitaria para la ciencia; como instrumento para llegar a conocer niveles de certeza; pero sigue dejándome un gran vacío en la comprensión de la totalidad de la realidad; como el caso Leibniz, quien al filtrarme la idea de Dios entre mónada y mónada, me creo un vértigo tal, que si me pidieran volar, caería de bruces contra mía, pero nunca, como dice Leibniz, en los brazos de Él.