El caminante se detiene
“Me aburro.
Me aburro.
Me aburro.
¡Cómo en Roma me aburro!
Más que nunca me aburro.
Estoy muy aburrido.
¡Qué aburrido estoy!
Quiero decir de todas las maneras
lo aburrido que estoy.
Todos ven en mi cara mi gran
aburrimiento.
Innegable, señor.
Es indisimulable.
¿Está usted aburrido?
Me parece que está usted muy
aburrido.
DÃgame, ¿adónde va tan aburrido?
¿Que usted va a las iglesias con ese
aburrimiento?
No es posible, señor, que vaya a las iglesias
con ese aburrimiento.
¿Que a los museos -dice- siendo tan
aburrido?
¿Quién no siente en mi andar lo
aburrido que estoy?
¡Qué aire de aburrimiento!
A la legua se ve su gran
aburrimiento.
Mi gran aburrimiento.
Lo aburrido que estoy.
Y sin embargo... ¡Oooh!
He pisado una caca...
Acabo de pisar -¡santo Dios!- una
caca...
Dicen que trae suerte el pisar una
caca...
Que trae mucha suerte el pisar una
caca...
¿Suerte, señores, suerte?
¿La suerte... la... la suerte?
Estoy pegado al suelo.
No puedo caminar.
Ahora sà que ya nunca volveré a
caminar.
Me aburro, ay, me aburro.
Más que nunca me aburro.
Muerto de aburrimiento.
No hablo más...
Me morÃ.”
(El aburrimiento, Rafael Alberti).
Desde hace cuatro semanas el mundo es otro. Desde el anuncio de la
pandemia, quisieron congelar la existencia, resguardarla como en una alacena. Pidieron
sustraernos en casa para protegernos, para inmovilizar los ciclos del virus y
evitar que se siguiera propagando. Desde esos dÃas, la gente vive en su
trinchera, en unos bunkers más cómodos que otros; mejor provistos, con más
recursos para la subsistencia.
El mundo afuera luce
congelado, inmovilizado, sin gente. Algún transeúnte cruza la avenida volteando
a todos lados, con guantes y cubrebocas corriendo a la farmacia o regresando
cargado del supermercado.
Las estampas son
increÃbles, grandes avenidas iluminadas para coches que ya no circulan; fuentes
que se encienden por costumbre, para palomas que no dejan de ir a ellas a
beber.
Desde hace cuatro
semanas la vida es otra. Nos pidieron el resguardo absoluto; tomar todas las
precauciones y medidas, para dejar de recorrer las calles, acudir a los sitios
de costumbre, para acostumbrarnos a rehacer la vida desde una habitación.
Todas las tardes, como
si de una partida se tratase, el videojuego se repite: el subsecretario de
salud hace su recuento; da su cátedra de estadÃstica y enumera el número de
muertos, contagiados, sospechosos y descartados. La progresión se amplifica.
Hoy sumaron el número de empleos perdidos por la expansión del patógeno, mañana,
ratificarán la semana tentativa en que llegaremos al momento cumbre del
COVID-19. Pasado mañana recalcarán “no son vacaciones” y decidirán multar a
quien rompa con las indicaciones del encierro.
La historia empieza a ser la misma, sólo con algunas variaciones. Hoy
saliste tú a pasear al perro. Mañana será tu esposa quien tire la basura. Tus
hijos cumplirán con las tareas. Tus amigos mandarán el mismo meme de moda. Las
notas en las redes incrementarán el tono de la tragedia; las celebridades
buscarán acciones para mantener notoriedad; los enemigos del sistema elevarán
la queja y polarizarán aún más su descontento en las redes sociales.
Desde el principio se romantizó el confinamiento: selecciona tus
lecturas, entretente en familia, escoge buena música, haz deporte, mantén tu
mente ocupada… Desde hace cuatro
semanas ajustamos la vida al nuevo espacio de vigilancia y control.
Las industrias, incluyendo las del sector de la moda, se han volcado,
para subsistir, a producir lo que la economÃa de guerra les permite:
desinfectantes, mascarillas, respiradores, alimentos, batas, servicios con
entrega a domicilio, productos culturales entregados por streaming.
En medio del miedo que circula los espacios de mediatización, fluye ahora
el aburrimiento; ese modo del ser que sólo capta aquello que se repite. Ese
estadio carente de estÃmulos que muevan a la acción o que impulsen el ánimo a
salir de esa sensación de navegar a la deriva.
La idealización y fascinación por las tecnologÃas de información no
dejaron ver desde el inicio que estábamos frente a una generación aburrida. Una
cohorte que ya no encontraba sentido en las acciones ordinarias. Que navegaban
por las redes en modo abrupto y sin ruta exacta. Estábamos ante una generación
que sentÃa el ambiente como tedioso. Estábamos ante una horda de sujetos que
consideraban la vida como un lienzo en el que ya no habÃa nada que escribir,
nada que sentir, nada que temer, nada que leer, nada que perder, nada que
vivir, nada por lo cual morir.
Esta generación aburrida aparentaban ser audiencias activas, aunque sus
acciones eran emociones livianas y reactivas. La sobre estimulación que
vivieron en su infancia hoy les llevan a percibir el mundo como falto de
provocaciones.
No hay nada interesante por ver, escuchar, tocar, probar, hacer, sentir.
El aburrimiento ha empezado a convertirse en la enfermedad de nuestros tiempos.
El éxito de las drogas de diseño, el abuso en el alcohol, la
hipersexualización, la necesidad del golpe de adrenalina de los deportes de
alto riesgo, la vida en el extremo son sÃntomas del impulso sin sentido.
El mundo que se mueve sin esfuerzos; la falta de concentración y
exploración de la profundidad del universo; la búsqueda de propósitos ilusorios
o pasatiempos que impliquen asombro son manifestaciones de un carácter que
encuentra el mundo como falto de motivaciones, de ilusiones, de propósitos.
De tiempo atrás estábamos frente a una generación que colapsó ante la
creatividad. El encierro sólo evidenció sus rutinas agobiantes, el cansancio
eterno y el despropósito en el cual estaban inmersos.
Divertidos hasta la muerte anunciaba Neil Postman; aburridos hasta la
muerte es lo que tenemos hoy. Nuestra adicción al entretenimiento responde
quizá a ello. De ahà quizá el enojo, la frustración, la ansiedad, el disgusto,
la tristeza, el sufrimiento, la depresión y la molestia.
En un mundo plagado de entretenimiento, suena extraño el aburrimiento;
la falta de deleite y fascinación.
Desde hace cuatro semanas el
tedio del mundo se suma al sufrimiento en silencio del mundo. Hoy empezamos a
notar las claves de un mundo que empieza a aburrirse hasta la saciedad. Que ha
roto sus compromisos con el otro y con lo otro.
La experiencia nula del mundo no tiene la cobertura mediática que
deberÃa. Ese agobio que produce, no tiene prensa. La existencia vacÃa empieza a
ponerse al desnudo y deberÃa ser el centro de nuestra preocupación de cara a
los dÃas venideros.
¿Cómo dotar al mundo nuevamente de sentido? ¿Cómo regresar el fundamento
y la totalidad? ¿Cómo pasar del ejercicio existencial estático sin caer en la
racionalidad productiva?
Desde hace cuatro semanas la pulsión vital empezó a desenmascararse.
Urge una alfabetización de sentido. Una instrucción que se enfoque en devolver
la pasión por el mundo. Una educación que ayude a redimensionar la existencia;
una formación que no se agote como los canales en el televisor.