En un tiempo en el que nadie llora
por nadie
“He muerto de la vida
pero
sigo siendo un niño hambriento
que llora.
Como un gusano que muerde una manzana
era la muerte...”.
(El deseo de la vida, Al-Bayati).
Desde hace siete semanas el mundo es otro. Nuestro mundo ha cambiado por
completo. Hemos podido atender y resolver lo inmediato para dar continuidad a
nuestra vida. Rápidamente tuvimos que adaptarnos a extender el trabajo y
reubicar nuestros espacios para que esto siguiera fluyendo con naturalidad;
como si nada hubiera pasado y sólo fuera una tarde de domingo más.
Ya reajustamos nuestros cuartos para convertirlos en estudios; la sala
en un salón de juego y el comedor en un gimnasio. Navegamos por la casa durante
horas buscando espacios de paz.
Hoy ya tenemos identificados todos los defectos de la casa: una cortina
desnivelada; una esquina humedecida; una puerta desajustada; la falta de
pintura cerca de la puerta; las sillas golpeadas de la base; polvo en la
vitrina; una mancha en el televisor que sólo se nota cuando entran los rayos de
sol por la mañana.
Las rutinas se han vuelto las mismas. Son ciclos, loops que se repiten como canciones y en cada repetición deseamos
encontrar un ritmo nuevo, un destello de diferencia. Nos sentamos diferente
buscando que el ritmo cambie.
Desde hace siete semanas nos habÃan dicho que el mundo habrÃa de ser
distinto y sà que lo es. Nada de lo narrado se anticipaba a los sentimientos
confusos que vivirÃamos.
Hasta hace unas semanas muchos disfrutaban casa como aquel refugio que
te mantenÃa alejado de los males del mundo. TenÃas tu espacio, tus lugares, tus
momentos. Hoy todo se ha traslapado: empezando por los horarios, lo privado con
lo público; lo Ãntimo con lo que solÃas socializar. Las cosas han cambiado de
sentido sin necesidad de reubicarse. Tu cuarto ya no es tu cuarto, ahora desde
ahà cierras una clase y la sala es la extensión de tu oficina.
La vida sà que nos ha cambiado por mucho que se intenta mantener la
normalidad. Nos levantamos a la misma hora, pero nos dormimos cada vez más
tarde. Se trata de llevar una dieta regulada, pero picamos alimentos cada que entra
un brote de ansiedad; intentamos hacer pausas y movimientos, pero cada vez
pasamos más tiempo sentados frente a una pantalla; buscamos cultivar la mente,
pero no hemos podido iniciar un libro, ni mucho menos sentarnos a dibujar como
decÃan.
Muchas de las promesas con la que iniciamos la pandemia: tiempo de ocio,
tiempo de entretenimiento, tiempo para cultivarnos, tiempo para descansar, se
han quedado atrás; en la visión romantizada que nos vendieron de la reclusión.
A siete semanas de este cambio nos hemos dado cuenta de que en verdad
nos hace falta algo: ese momento para nosotros. Para reflexionar a fondo sobre
cómo la vida se trastocó de golpe y nunca nos preparamos para ello; para pensar
en nuestra fragilidad, en nuestra condición humana y la de otros. Nos hacemos
tanta falta y es que no tenemos tiempo para ello.
Recién nos damos cuenta de la falta de equilibrio en nuestras vidas. De
lo poco que hemos hecho o podido para conciliar trabajo y familia. Nos faltan
hora del dÃa para lograrlo.
Hoy nos damos cuenta de la falta de momentos para nosotros mismos.
Cumplimos con las rutinas y los encuentros con los nuestros en actividades
ordinarias. Pero el momento profundo se lo llevó el cumplimiento de deberes.
Eso sÃ, habrá quienes lograron capitalizar el encierro para convivir con
aquellos hijos que no ven más que en la noche y las esposas de fin de semana.
Habrá quienes por lo menos habrán notado el desequilibrio en la
distribución de las tareas del hogar y las dobles o triples jornadas que se
llevan en la invisibilidad del dÃa a dÃa.
Muchos habrán notado ya la carga laboral que implica la limpieza, el
cuidado de los hijos, la alimentación de la familia, el apoyo en los deberes
escolares. Habrá muchos que no.
En estas siete semanas en las que el mundo ha cambiado nos hacemos mucha
falta a nosotros mismos. Para pensar a fondo sobre el nuevo mundo que se viene
y el que debe cambiar.
El cambio más profundo que el Covid deberÃa provocar deberÃa ser en
nuestras vidas: en la búsqueda de un equilibrio, de un balance interno y
externo, de ajuste en prioridades, de un llamado a una relación más justa y
bondadosa con los otros y el entorno.
El coronavirus nos llevó del claustro al encierro imaginario. Pero la
siguiente fase en el confinamiento es la del resguardo interior, la que nos
deberÃa llevar a comprender a fondo cómo queremos que sea el mundo cuando
regresemos a lo que en un futuro llamaremos normalidad. Es quizá el tiempo de
acomodar algo más que calcetines y alacenas.
Los dÃas que vienen pintan más complejos que esta fase de transición y
remediación de nuestro mundo.
La vida ya la reordenaron Facebook, Uber Eats, Amazon, Rapid, Zoom y
Google. Pero nos seguimos haciendo falta.
El momento que vivimos implica otra mirada; otra forma de situarnos en
el mundo; otra forma de nombrar las cosas y aproximarnos a ellas. A muchos nos
ha faltado dar el brinco al búnker interior. Salir de él implicará una luz más
brillante y ver otros cielos más limpios.
Entrar a esa caverna implica otros movimientos más complejos que los que
hacemos en la sala o al preparar el desayuno de los niños.
El mundo que viene implicará una versión renovada de nosotros mismos. El
otro mundo implica un canto nuevo de nosotros mismos. Una mirada emancipada de
nuestros desequilibrios.
El mundo que viene será como el del que viene del exilio; como el que
dejó el traje de boda para descubrir en un hogar nuevo una naturaleza invisible;
como el del que empieza una vida al salir del cementerio de sus seres queridos.
Desde hace siete semanas el mundo es otro y sólo nosotros somos dueños
de ese jardÃn donde las palomas podrÃa beber en ollitas de barro.