Vida y muerte: la dimensión humana en la literatura antigua - Hipermediatizaciones: Hiperconexiones y remediaciones entre signos y palabras

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Textos especializados en Comunicación Digital, Ciencias Sociales, Literatura, Poesía, Humanidades Digitales y Culturas Juveniles. Sitio personal del Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Expresidente de la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación, AMIC y Ex presidente del Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación.

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domingo, 23 de marzo de 2014

Vida y muerte: la dimensión humana en la literatura antigua

EL HOMBRE DESPUÉS DE ADÁN
Jorge Alberto Hidalgo Toledo


Largas son las horas de los hombres 
y corto es su entendimiento

I

¿Qué es lo que lleva a un hombre a buscar desesperadamente su encuentro con la muerte? ¿Cuánta ausencia puede acumular el alma humana en una vida? ¿Cuántas estructuras vaciaron su sentido para creer en sí, que sólo la muerte llena lo que la vida misma no pudo dar por sí? Quien dice vida… “En el principio fue el verbo…”, ¿cómo termina la oración?

El poeta trágico griego Sófocles que en Antígona describe lo que hace, y puede hacer el hombre, exclama: “¡Hay muchas cosas maravillosas, pero ninguna tan maravillosa como el hombre!” Después, concluye: 
“Su avance no detiene azar alguno,   
y no hay dolencia que le salga al paso, 
que a soslayar no acierte.
De un solo mal no escapa: de la muerte”
Vaya misterio el nuestro: ser para la vida y de pronto… nada. Se idealiza, se concibe, se construye, nace, crece, se da forma… Después de todo misterio, de todo milagro, se sabe mortal y esto le causa preocupación. La muerte provoca una angustiante pregunta acerca del sentido y el valor de la vida humana. El hombre sabe que tiene que morir y que día con día al sacar de su alma puños enteros de tierra, está descendiendo a la fase más profunda de su hundimiento inevitable. Amargo es el saber de la amenaza que no perdona… por ello huye e intenta caminar por el sendero donde la amenaza deja de ser inminente. La ciencia, el arte, los negocios, vivir disipadamente qué otra cosa son sino trincheras frente a la amenaza constante. 
José Rubén Sanabria en su texto Filosofía del hombre apunta: “El sentimiento predominante ante la muerte es la melancolía que se manifiesta en un sentimiento profundo de fragilidad, de radical precariedad, de inconsistencia del existir pues se opone al deseo y a la aspiración a la vida plena”
Vida plena… es oración compuesta, subordinada, adjetivo que califica… ¿una vida sin sentido?, sin respuestas claras, sin palabras que llenen de pronto al alma, que satisfagan al intelecto, que den sustancia a la razón y peso al cuerpo. ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Primera y última palabra? Comenzamos…

II

4:10 am. Escucho gritos y me asomo por la ventana. Una madre toca el pecho de su hijo, levanta la cabeza y grita: “¡Auxilio!” 16 años asomándose por la misma terraza y hasta hoy, para él, una puerta significó: salvación, ternura en el olvido, infección tras un contagio emotivo…; para mí: morir. Tormento, sacrificio, angustia, vacío… Liberación quizá… No lo sé y quizá, en el fondo, tampoco él tenga la respuesta. 
Ocho años recorriendo las mismas calles, platicando con la misma gente, compartiendo probablemente, vaso, plato y cuchara en los mismos restaurantes y nunca cruzamos nuestras frentes. Ocho años después, el eje de nuestro diálogo se triangula en la pregunta: “¿Todavía respira? Señora… no se preocupe… ‘estese’ usted tranquila; todavía va a vivir” La madre grita: “¿Lo volteamos?…” “No señora” –dice la vecina. “Hay mucha sangre” voltea y me mira. En voz muy baja no puede decir otra cosa más exacta que: “Tiene la cabeza destrozada”.  
El joven escucha y emite algo; no puedo siquiera asegurar que haya sido un sonido. Hubiera sido preferible quedarnos con su silencio. Se ahoga con su propia sangre… Vaya excitación exteriorizada en un silencio. Vaya misterio… nunca lanzar preguntas y de pronto todas las respuestas desembocan en lo que Jorge Manrique llama “el mar que es el morir”. 
Quizá por ello, al releer en Whitman: “Me celebro y me canto a mí mismo. Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti, porque lo que yo tengo lo tienes tú y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también”, no puedo pensar otra cosa más que la muerte de uno es la muerte de todos. El vacío que deja uno, es el vacío que deja en todos. La pregunta de uno… es la sin respuesta de todos.

III

¿La lírica es, pues, libertad, puesto que así se emancipa de toda pesantez? Pregunta Alfonso Reyes y él mismo se responde: “Hay una palabra más propia: es liberación” Dicen bien que la filosofía pregunta y la literatura responde. El mundo literario representa a voluntad el suceder imaginario haciendo mimesis con la naturaleza. No por nada Reyes complementa: “No nos importa la realidad del crepúsculo que contempla el poeta, sino el hecho de que se le ocurra proponerlo a nuestra atención, y la manera de aludirlo”.
En esa alusión de ficción y forma, de intención significante, de expresión axiológica en que la mentira práctica nos traduce el mundo para construir con ello una nueva estructura palpable, probable y existente, moldeamos al hombre como el eterno posible imposible. 
¿Qué es el hombre? Es nuestra pregunta… Nuestra respuesta: una sarta de palabras. Valor atractivo que algunos llaman significado; dato de la realidad, que la lingüística traduce como significante. 
Goethe solía decir que el habla es esencia; la letra, contingencia. De ser así, no encuentro accidente más perfecto que pueda dar contenido a tanta experiencia ordenadora de conocimientos, emociones y sentidos como lo es la lengua misma que hoy nos pone al suicida flotando boca arriba.
La palabra pues, condena al hombre a la vida eterna, siempre nueva, siempre naciente, siempre bella… Posiblemente en esa estructuración del caos se reordena la afirmación de Antígona sobre la maravilla del misterio de la vida: son las letras las que al andar recorren el montículo donde se realiza el sacrificio, la sublime transmutación del polvo que se convierte en hombre, del hombre que como Icaro, intenta volar hacia la eternidad…

IV

Y este trabajo, no es otra cosa más que el vuelo, la explicación que busca sobrepasar a las células conscientes, células sacudidas, cordones nerviosos y algo más que un mecanicismo biológico que se suscita en la emoción de la caída; poco antes de golpear el suelo, sentir la concretud y decir: “esto que pesa, soy yo”. 
Este trabajo busca entender el mundo tal como el profeta intenta descifrar su propia sentencia. En este trabajo, como dice Raymond Carver (cuando elabora una meditación sobre una frase en prosa de los escritos de Santa Teresa): “Hay algo un poco extranjero en este sentimiento que viene a nuestra atención desde tan lejos, en un tiempo que con certeza respalda con menos énfasis la importante conexión entre lo que decimos y lo que hacemos: ‘Las palabras llevan a las acciones… Preparan el alma, la alistan y la mueven a la ternura”.
No se bien si lo nuestro es la ternura o simple y sencillamente una humanidad agonizante que nos abstrae y nos arropa. Por ello recurro a la alquimia provocadora de la palabra generada, que siendo no otra cosa que materia combinada con el mismo hálito de vida, se torna en alma misma… sentido y destino de aquello que adquiere su peso haciendo invocación pública de lo que se almacena bajo la mística y el misterio: la fe.
He aquí mi reflexión, un pasaje festivo que intenta alistar y mover el alma. Que intenta provocar, que intenta seducir, que intenta padecer la pregunta soltada desde David: “Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te cuides? Apenas inferior a un dios le hiciste, coronándole de gloria y esplendor; le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies…” 
Pese a la respuesta inconclusa ofrecida por el mismo Salomón en aquel Salmo: “¡Oh Yahveh, Señor nuestro, qué glorioso tu nombre por toda la tierra”, me pregunto como lo hiciera el mismo Cohélet, hijo de David, rey en Jerusalén: “¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?” Y me intento responder como ese predicador única y exclusivamente, a través de la palabra y espero con ello, responder  mis preguntas: ¿Qué es la vida?, ¿qué es la muerte?, ¿qué nos lleva a convertir la existencia en un problema ontológico, estético, antropológico? ¿No acaso la vida misma ofrece explicaciones, significados, acciones, sentidos a lo que ofrece? 
¿Por qué buscar en la palabra? se han de preguntar. Quizá una parte de la respuesta esté en las categorías fundamentales del proceso psíquico que ofrece Arqueles Vela: “impresionabilidad, sensibilidad y la imaginabilidad”. Otro parte escarba en las raíces mismas de la historia y hace arqueología de la palabra escrita para coordinar las impresiones y sensaciones, imágenes vivas que se convierten en razonamientos. Y un último tanto busca liberar a un Prometeo, que efectivamente, promete, porque se encuentra como yo, en proceso de ser…
Soy palabra que se descompone en sus silencios

Pedro Salinas en su ensayo El hombre se posee en la medida que posee su lengua, inicia diciendo: “No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y esa expresión sólo se cumple por el medio del lenguaje. Ya Lazarus y Steinthal, filólogos germanos, vieron que el espíritu es lenguaje y se hace por el lenguaje. Hablar es comprender, y comprenderse es construirse a sí mismo y construir el mundo”. 

Y usurpo su inicio como hurto mi origen y la del mundo que me rodea. Pero mi pretensión no es bucanera, simplemente tomo lo que también me pertenece, yuxtapongo mi cosmos con el de la letra impresa y hago hipertextualidad para no avanzar a trompicones, dándome golpazos a la hora de expresarme, vivirme y explicarme. La naturaleza humana vaya que es misteriosa y se recata entre sombras de nosotros mismos. Pero no he venido a ser tullido de mis expresiones, manco de mi dignidad, ni cojo de mi existencia. He venido, quizá a empujones y a ciegas, a encontrarme con los inválidos del habla  para alegrar lo que padezco. Hoy sé lo que me duele; soy lo que soy, dijera Píndaro. Hoy me enfrento ante la niebla y descubro ciertos pasos, que nos llevan a atrás. Muy atrás… donde todo esto comenzó.

Yo elijo las palabras que hablarán de ti
Trate de ubicarse en la memoria, extienda un mapa en la conciencia y haga geografía. Tiempo y espacio reunidos en un mismo punto: la larga prehistoria de Babilonia. Ahí la arqueología nos presenta un hecho completamente nuevo: la cultura urbana de los Sumerios. Sus características son la arquitectura monumental religiosa, el gran desarrollo de la escultura y del relieve y, además, el inicio de la escritura. Sin duda alguna, la creación más importante de la época primitiva. 
Esos primeros testimonios del estrato IVa, de Uruk, representan la fase primitiva de toda escritura en Babilonia. Cada signo escrito se grababa con un fino buril de caña en el barro húmedo. Los signos son figurativos y corresponden a las decoraciones usadas en los relieves y sellos cilíndricos. La mayoría de los signos escritos representan lo significado en abreviaciones muy conscientes, que no podían pertenecer exclusivamente al mundo imaginario de un sólo artista. 
Los inventores de la escritura buscan, desde un principio, un medio de comunicación para el uso cotidiano. La escritura se transformó pronto en una escritura cursiva para el uso corriente, en la cual los signos habían perdido, hacia fines de la época primitiva, su carácter de imagen. El número de signos fue muy grande al principio, aproximadamente unos 2,000. En el curso de la evolución hasta el desarrollo completo de la escritura, hacia finales de la época protodinástica, fueron descartados casi dos tercios, que naturalmente se sustituyeron con otras posibilidades. 
La escritura babilónica es, por su sistema interior, una escritura de conceptos. Los testimonios escritos más antiguos son documentos administrativos, relacionados con la economía de los grandes templos. No aparecen crónicas históricas y obras literarias escritas hasta la época protodinástica. Mucho se dice de cómo las exigencias de los templos hicieron nacer la escritura, para dominar las extensas propiedades. Esto nos habla de una escritura destinada a servir a la economía de los templos pero también para comunicar, comprender y concretar el origen de muchas cosmogonías.
Este universo ramificado, complejo y burocráticamente organizado, nos deja ver un culto en los templos, fiestas, sacrificios, refranes, conjuros, frases extraídas de un contexto mítico. La literatura en sentido estricto, hizo su aparición en Babilonia en época relativamente tardía. 
El género literario del que forman parte era muy dado a lo maravilloso, y con el tiempo se enriqueció con detalles de fantasía alimentando una tradición folclórica cargada de poemas y epopeyas que reflejan la lección, moral o teológica, enseñada por el destino de aquellos seres excepcionales. Algunas de estas piezas destacan la gloria de su tiempo; otras resaltan su fin catastrófico. Cuando se dudó del sentido definitivo que debía darse a esa aventura y los hechos se hacían borrosos, lo legendario se mezcló con lo auténtico; la persona del rey se convertía en una fuerza cósmica, rodeada de un aura sobrehumana y propia de los únicos seres que tenían aún el rango ante el universo de los dioses; de simples personificaciones locales de las fuerzas de la naturaleza. A los ojos de los sumerios, los dioses se van a convertir en personalidades cósmicas, responsables de la marcha ordenada no sólo de la naturaleza, sino de la historia y simultáneamente, en seres morales, encargados del orden social y del respeto al derecho. 
En medio de aquellas montañas cargadas de “míseros salvajes” y hombres dedicados por oficio tanto a la escritura y a la lectura como a la cultura de la que éstas eran el vehículo, surgen las preocupaciones intelectuales y al mismo tiempo literarias. Lo metafísico, lo teológico, la fantasía, la vida misma quedarán plasmadas en sus composiciones.
Ahí, en esa tierra de edificios construidos en su mayor parte con ladrillos de barro, encontramos a un hombre destrozado por la imagen del amigo que después de siete días y siete noches recostado, desliza un gusano por su nariz. 
Ese hombre, “que todo lo ha visto hasta los confines del mundo, aquel que todo lo ha vivido para enseñarlo a otros propagará parte de su experiencia para el bien de cada uno. Ha poseído la sabiduría y la ciencia del Universo, ha descubierto el secreto de lo que estaba velado. Aquel que tenía noticia de lo anterior al Diluvio llevó a cabo un largo viaje fatigado y exhausto” y sólo para intentar responder la pregunta: “¿qué sueño se ha apoderado de ti? Tienes el rostro inmóvil y no me oyes”
Por ello, con el suspiro y el gemido de un hombre desesperado por abrir la puerta de una montaña contesta Gilgamesh: “Quiero alcanzar a Utnapishtim, mi antepasado, que supo llegar hasta la asamblea de los dioses y obtener la Vida. ¡Quiero interrogarle sobre la muerte y sobre la Vida.” Y así luchó, temiendo porque también cayera sobre él “la mala suerte de la especie humana”.
Gilgamesh es el hombre que incita a la pregunta: ¿de qué sirve desovar para intentar poblar el mar entero, si todo se lo lleva la corriente?
Curiosamente entre la pregunta y el olvido se nos filtra en la Epopeya de Gilgamesh, una teoría humana del origen del mundo, así como la creación de los dioses y de los hombres. En medio de proverbios, cantos, himnos, escritos sapienciales, vemos al hombre compitiendo con su propio corazón por descifrar el destino humano. Por descubrir: ¿quién saldrá vencedor de la muerte? Por ver: ¿quién recorrerá el camino por el que nunca se ha viajado? 
Por lo visto, el más espléndido entre los héroes, el más glorioso de los hombres, es capaz de bajar al umbral de los espíritus muertos, pero no de volver ver, con sus ojos, a su querido hermano moverse.
Profundas son las aguas de la muerte, como ardiente vacilan las de la vida. “Ya desde los días de antaño no hubo permanencia de nada. ¡Los que duermen y los muertos qué iguales son! ¿Hay alguna diferencia entre el esclavo y el señor cuando se hallan al término de su destino. (…) Los dioses deciden sobre nuestra muerte y nuestra vida pero no revelan el día de nuestra muerte”
El mismo Salinas nos anima la mañana y al igual que Unamuno retoman el secreto de la vida, de nuestra propia vida cuando anuncian: “La palabra es espíritu, no materia, y el lenguaje, en su función más trascendental, no es técnica de comunicación, hablar de lonja: es liberación del hombre, es reconocimiento y posesión de su alma, de su ser”. 
Quizá en este punto está la clave esperanzadora al dolor de Gilgamesh. Si el hubiera podido ver salir de las raíces del árbol a la serpiente “que no conoce reposo” y que le robó la clave de la vida eterna.. probablemente hoy día seríamos inmortales. Quizá de haber sucedido esto, Gilgamesh jamás hubiera legado a Enkidu la grandeza de su sapiencia moral: “Si tu quieres bajar ahora a los infiernos, te daré un consejo, atiéndelo (…)¡No te pongas ropa limpias!, te delatarían como forastero. ¡No te untes con óleo perfumado del frasco!, su fragancia les atraería junto a ti. ¡No arrojes un “boomerang” a los infiernos! Aquellos a quienes heriría el “boomerang” te rodearían. ¡No lleves ningún bastón en la mano!, porque los espíritus de los muertos revolotearían a tu alrededor. No te pongas sandalias en los pies. No emitas ningún ruido dentro de los infiernos. No beses a la esposa a quien amas, no azotes a la esposa que odias. Si tú amas a tu hijo, no lo beses, si estás furioso contra él, no lo golpees (porque) los gemidos del mundo de las sombras te sobrecogerían”
Como vemos, el lenguaje es mucho más que una actividad técnica, práctica, un medio de comunicación que termina en cuanto logra su cometido circunstancial; es una actividad trascendental, es un hacer de salvación. Ya lo dice nuevamente Salinas: “El alma humana se confía al lenguaje para traspasar su fatalidad temporal”

Vilezas desconcertantes que dan origen al heroismo
Prácticamente nos maldice Cassirer cuando sentencia: “El hombre es la criatura constantemente en busca de sí misma” y es que en ese afán de saber nos envolvimos en la gran pregunta y nos hicimos parte de ella. En este hecho cotidiano, distinguimos en todo lo demás un rico contenido; mismo que hicimos mito, creencias, ideas e imaginación. Esta es la imagen histórica de la cultura.
Esta transmutación imaginaria de lo mítico y lo verbal no es otra cosa que especulación espiritual; pasión, utopía, visión y sabiduría. 
La bárbara belleza del destino del hombre en el ultramundo, toca el extremo cuando el universo se desdobla y vuelve al origen. En ese deseo de retornar, filtra la preocupación por la salvación del alma y nos persuade de los camino del espíritu y del sentido de la vida humana. Pero curiosamente, el motor de la historia jamás enciende frente a las paredes; probablemente ante este augurio el criado le dijo a su amo: “¿A caso hay diferencia entre la calavera del bienhechor y la del malvado? (…) Nadie puede escalar el cielo y nadie penetra al abismo” Y probablemente lo dijo el criado, porque ante tal dolor, no hay muro para lamentos.  
También la belleza genera angustia y melancolía; la fragilidad del hombre es producto de la irónica embriaguez que produce el horror del inagotable misterio de la condición humana. El poema hitita, del segundo milenio a. C., Plegaria del enfermo, nos traduce bien: “La vida está atada a la muerte: la muerte está atada a la vida. No puede el hombre vivir para siempre, están contados los días de su vida. ¿Qué ganamos con vivir muchos años si el mal y el dolor nos aplastan? Ahora abre tu corazón, dime cuáles son mis errores y ésa será mi enseñanza” 
El poeta ordena el mundo y en ocasiones lo cambia para que como breve relámpago, nos revele en lo nebuloso, la unidad y diversidad de la forma humana. 
Las preguntas por la vida y por la muerte, son interrogaciones casi idénticas. Ambas tienen que ver con un tiempo futuro, con el destino y la seguridad del presente. No cabe duda que la dimensión óntica del hombre es un dinamismo con dos polos: el bien y el mal; la belleza y la fealdad; el amor y el odio; lo verdadero y lo falso; lo justo y lo injusto; lo mental y lo ritual. Este ver-saber-sentir, termina e inicia con un ver-saber-mental… El mundo como una creación cíclica… 
Grandes individualidades y grandes vasos comunicantes entre culturas distantes y remotas pero que se consagran por querer entender al hombre y explicarlo desde su inteligencia son las que abordan la trascendentalidad del acto humano.
Dice el Himno a Enlil: “¡Oh, Templo, cuyas leyes divinas, como el cielo, no pueden ser derogadas, cuyos ritos sagrados, como la tierra, no pueden ser sacudidos, cuyas leyes divinas son semejantes a las leyes divinas del Abismo: nadie puede mirarlas, cuyo corazón parece un santuario inaccesible desconocido como el cenit… Cuyas palabras son plegarias, cuya conversación es la súplica… Cuyo ritual es precioso, cuyas fiestas chorrean grasa y leche, son ricas en abundancia…”
Aquí, en la evolución del sentir Sumerio, vemos el paso de la integración del hombre con la naturaleza a la especialización social ritual que en la solicitud de los vivos por los muertos puede hacer tolerable la vida en el otro mundo. 
Con los Sumerios se originan las cosmogonías; el poder creador de la palabra divina se hace patente para dar explicación a todo cuanto existe y todo cuanto no. “Para el dios creador era suficiente establecer un plan, emitir una palabra y pronunciar un nombre, y he aquí que la cosa prevista y planeada adquiría existencia propia”.
Bajo el semillero de intuiciones religiosas, cosmogónicas y morales entorno a la muerte para encontrar sentido a la vida, llegamos hasta Egipto; detonador del templo y la inscripción funeraria.
La poética y el ritual, se mezclan para revelarnos que la terrible suerte del hombre, que tanto atormentó a Gilgamesh, puede cobrar tintes esperanzadores –siempre que se lleve una vida recta y moral- ya que la vida después de la vida, puede seguir, según los egipcios, en un más allá.
Dos tercios de él, son dios…
Somos seres para la muerte nos dice Martín Heidegger, cuando nos recuerda que uno experimenta todos los días el “morir” de los otros; la muerte es un innegable hecho de experiencia. Ante esta realidad humana agrega: “El que huye de la muerte es el ser inauténtico; el ser auténtico ‘corre’ al encuentro de la muerte. Este correr al encuentro de la muerte, libera al Dasein del anónimo ‘se’ y lo lleva a su posibilidad más propia, irreferente e irrebasable: la muerte”.
En la experiencia vital se reafirma la sentencia de Hölderlin: los mortales mueren la muerte mientras viven. Nada más cercano a nuestra naturaleza que la muerte misma. En ese ambiente de mundanidad se circunscribe la pregunta por la muerte en los egipcios.
Tres mil años antes a nuestra era en el imperio del Nilo el calendario y la escritura jeroglífica se habían desarrollado junto con las primeras dinastías. 
Desde entonces, podemos admirar las grandes pirámides, los templos de maravillosos relieves, las impresionantes esculturas en piedra y en madera, las inscripciones funerarias llamadas Textos de las pirámides y las escrituras en papiros del Libro de los muertos; todas ellas provienen del Antiguo Imperio ubicado entre el 2686 y el 2181 a. C.
Los textos que abundan son las inscripciones en los muros de las tumbas, las pirámides y los templos, y los rollos de papiros de los libros funerarios, que son religiosos o mágicos o conmemoraciones oficiales. La literatura se limita a algunos himnos, reflexiones morales, cuentos y cantos de amor. No existen, como ocurre en otras culturas antiguas, verdaderos poemas épicos, crónicas históricas, recopilaciones de cuentos y tradiciones populares y sistematización de sus concepciones religiosas y morales.
Las pocas obras que se conservan hacen que resalten por su importancia los textos funerarios y religiosos. 
El libro de los muertos, uno de sus textos más sobresalientes        -para el tema que en esta ocasión nos acoge- contiene fórmula mágicas e invocaciones a las divinidades que tenía que pronunciar el difunto para ayudarse en las pruebas, trabajos y viajes que debía realizar, y librarse de los peligros que lo amenazaban en su vida de ultratumba. 
En este compendio de las ideas religiosas y de la mitología egipcia, sobre todo el mito de Osiris, “el dios que acepta morir como los hombres”, desciende a los infiernos y resucita, ayudado por Isis y por Horus, vemos claramente cómo dominaba el alma egipcia el culto a los muertos.
Dando un ligero brinco en la historia, Pascal estaba convencido de que “Al no poder encontrar remedio a la muerte… los hombres, para ser felices, han tomado la decisión de no pensar en ella” Al parecer, este no fue el caso de los egipcios; el conocimiento experiencial y la reflexión constante sobre el fin de la vida, es vivir, experimentar el acontecimiento único que llamamos muerte; por lo visto, Pascal estaba muy alejado del pensamiento egipcio que, 35 siglos antes, se había anticipado a sus aforismos morales para entender la vida con La confesión negativa o enumeración que debía hacer el difunto de los 42 pecados que no había cometido, para que pudiera resucitar a una nueva existencia. 
Esta legislación moral más que ser una guía de los viajeros por el otro mundo, nos permite conocer lo avanzado que estaba el conocimiento acera de lo que es la muerte –pero sobre todo, la vida- para los egipcios.
El triunfal escriba Nebseni dice en la mentada Confesión negativa: 
“No fui injusto. 
No causé sufrimiento a los hombres.
No usé la violencia contra mis semejantes.
No robé.
No frecuenté las malas compañías.
No cometí crímenes.
No maltraté a los hombre.
No actué con maldad.
Nunca hablé contra los dioses.
No dije mentiras.
No arrebaté comida.
No hice sufrir a nadie.
No provoqué el hambre.
No maté ni mandé asesinar.
No me apoderé de las ofrendas de los templos.
No devasté los campos sembrados.
No intervine en asuntos con engaño.
No me enojé nunca sin causa.
No quité la leche a ningún niño.
No robé ganado.
No busqué pleitos.
No hice llorar a los hombres.
No fui violento.
No hablé en vano.
No ensucié el agua.
No fui orgulloso.
No desprecié a mi ciudad.
¡Soy puro! ¡Soy puro! ¡Soy puro! ¡Soy puro!”
¡Vaya, un código de vida!, para superar a la muerte… No es desdeñable enseñanza que la materia, lo más opuesto al alma, sea la encargada de hacer pervivir a ésta y que lo etéreo e intangible pueda darnos formas concretas para entender hasta el fluido que se resbala por nuestras manos.
José Ortega y Gasset en sus Notas sobre el alma egipcia escribe: “El alma de un pueblo antiguo sólo es inteligible cuando se confrontan sus palabras y sus obras. La civilización entera de la raza se presentan a nuestros ojos como una innumerable gesticulación, como un amplísimo lenguaje”. Y es que amplísimo es el lenguaje de la muerte. 
El egipcio siente un respeto religioso por la sabiduría; pero la palabra con que denomina el saber, el conocimiento, es sospechosa. Como nuestros labriegos, llama al saber “los libros”. Saber es saber escribir. Y es que dijera Ermilio Abreu Gómez cuando apunta sobre las Soledades de Góngora, “el escritor es más dueño del paisaje, del color, de la luz y de la riqueza plástica que le rodea, que de su conciencia moral”; y para distanciar su capacidad aprehensiva del mundo tiende preguntas y con ellas logra establecer una puente entre lo ontológico, lo metafísico y lo teológico.
El escritor no es sólo el hombre sentado en la butaca, el humo azul del cigarrillo, el que desciende a los infiernos, el alboroto en el callejón, las horas grises del hombre vacío o el tesoro escondido en la isla desierta. 
El escritor es parte activa de la meditación, es traductor de sensaciones e imágenes, es conciencia religiosa y “reflexión sonora sobre las potencias espirituales” –como dijera San Juan de la Cruz. 
En la integración de la sinfonía moral y estética está la aspiración suprema de ser Dios del artista. La fisonomía del poeta se perfila en enmendar el mundo y la vida, “evidenciando los errores de una gran ilusión; denunciando las tendencias íntimas que laten y que él adivina antes que todos”. 
Y por lo visto, el escriba egipcio, era experto en la reflexión moral y la construcción de ritos en torno al problema de la vida y de la muerte a través de la palabra. Su poética, nos habla de la preocupación del hombre y de su naturaleza. Ya lo dice el cansado de la vida cuando lucha con su alma: “No me iré, mientras mi alma se encuentre sobre la tierra. Te llevaré conmigo. Tu suerte es morir mientras tu nombre continúa viviendo, y el reino de los muertos es el lugar del descanso”.
El problema egipcio de la vida asume caminos no explorados por la reflexión sumeria: la dualidad del vehículo y quién lo conduce; el alma y la independencia de la persona humana. Mientras Gilgamesh anhela  la inmortalidad y la juventud eterna, el egipcio busca la trascendencia y la persistencia del alma en un más allá. Por ello pesa tanto la muerte en solitario; la muerte pobre, la muerte desvalida y la muerte suicida.
A nadie como el cansado de la vida le responde su alma con frases tan duras como ésta: “Pensar en el entierro es pensar en la aflicción, es provocar las lágrimas en la colina funeraria. De allí no se sale nunca, ni se vuelve a ver el sol. Algunos edifican sobre granito y se hacen una cripta en la pirámide y labran hermosos trabajos. Pero una vez que los señores, los reyes, se han convertido en dioses por virtud de su muerte, quedan sus lápidas vacías y su suerte es como la del hombre desvalido que muere en la orilla, sin heredero que le atienda; el río lo abandona y los peces y el sol destrozan su cadáver”.
Nadie ya se acuerda de ayer dice el segundo canto del cansado de la vida, como si la afirmación de la muerte fuese un problema de memoria.
Y puede que así lo sea. Octavio Paz en su fórmula: Soy palabra, soy memoria lo deja muy claro. “El acto de escribir entraña –según Paz-, como primer movimiento, un desprenderse del mundo, algo así como arrojarse al vacío. Ya está solo el poeta. Todo lo que era hace un instante, su mundo cotidiano y sus preocupaciones habituales, desaparecen”. Al final, sólo silencio. Sólo memoria que pone el mundo en entredicho. En ese momento pueden ocurrir dos posibilidades: “todo se evapora y desvanece, pierde peso, flota y acaba por disolverse; o bien, todo se cierra y se torna agresivamente objeto sin sentido, materia inasible e impenetrable a la luz de la significación”. 
Vaya desolador panorama el que nos brinda Paz en ambos casos. Curiosamente nos ofrece él mismo, una tercera alternativa: el poeta, ante tal vacío, crea de nuevo el mundo y vuelve a nombrar con palabras aquél amenazante vacío.
Ese es el milagro del habla… Ahí se encuentra la fuerza y magia del augurio y el hechizo. En el canto CLXXXI del Libro de los muertos dice Thot, el señor de los dos cuernos de la luna: “Mi escritura es perfecta y mis manos puras. Detesto el mal y aborrezco la iniquidad. Fijo con mis escritos la justicia divina. Soy el pincel que utiliza el dios del universo. Soy el maestro del derecho y de la lealtad, el señor de la verdad y de la justicia, el que destruye la mentira y afirma la verdad ante los dioses”.
A qué extraña ley me he de enfrentar
Y con el poder de la palabra, regresamos a un pasaje conocido e inventado por los sumerios, pero enriquecido por los hebreos a la hora de intentar dar un origen y genealogía histórica a su pueblo: el mito de Babel.
En él, el lenguaje cobra dimensiones divinas. Nada distinguirá y preocupará tanto al hombre hebreo arcaico como el origen de su palabra, porque en su multiplicidad, está también la pregunta por la vida de otros, no nada más la de uno.
El hombre es un ente en relación y el lenguaje es el medio por el que se comunica con los otros… El hombre en sí es lenguaje. Heidegger afirma que está en él “la morada del ser”. Por ende, el misterio de la palabra es el misterio de la vida. Es decir, la solución de todos los problemas dependen del significado. 
El problema del sinsentido de las cuestiones filosóficas que tanto atacó Wittgenstein, son las búsquedas que pretendieron establecer los hebreos, cuando a su Dios dieron palabra y Él se comunicó a través de sus profetas. 
La imagen del Dios hebreo se inicia con el verbo. En el Génesis, no sólo encontramos la historia primitiva, la que narra los orígenes de la humanidad; la historia de los patriarcas, la que evoca las grandes figuras de los antepasados de Israel… También tenemos la historia de la vida y de la muerte. Del origen… del fin.
En la Biblia hebrea, tenemos los primeros pasos de una comunidad político-religiosa, centrada en la fe. La Palabra de su Dios, es lo que forja la unidad de Israel y lo que unifica el desarrollo de su tradición. 
La historia de su fe, se funda en la revelación. Por eso su palabra, dada a determinados hombres, en determinados lugares y circunstancias y en determinados momentos de la evolución humana, ofrece respuestas no sólo a problemas universales: sentido del mundo, de la vida, del sufrimiento… de la muerte, sino también a cuestiones específicas como el ¿por qué Yahveh es el Dios de Israel, e Israel su pueblo elegido? 
Nuevamente en la respuesta se encuentra el sentido de su alianza y la fidelidad inquebrantable. 
El Dios hebreo hizo al mundo de la nada y a través del verbo creador. Con humus del mismo encanto y un poco de aliento de vida, da forma a lo que concluye diciendo: “Vio Dios que estaba bien y dijo: Haya… y hubo… Y llamó Dios a… Y los bendijo”. 
Tras haber creado al hombre, ese ser fecundo que habría de multiplicarse y henchid la tierra, lo coloca en medio del jardín junto al árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Y no le basta dar la vida misma, a su bondad agrega, el darle al hombre el privilegio de llamar a todos los animales del campo y todas las aves del cielo… Y así les puso nombre… Los dotó de vida y de sentido. 
El hombre bajo engaños, se rebela contra Dios al comer de la fruta prohibida, intentando con ello de usurpara a Dios, la facultad de decidir lo que es bueno o malo; conocimiento que estaba reservado para él y que había prohibido probar. 
La prueba del drama original decide las condiciones de la historia de la humanidad. El dolor, la fatiga y la culpa, crearán la amalgama del ser hebreo. 
No es hasta Henós, hijo de Set, hijo de Adán y Eva en lugar de Abel, quien fuera muerto por Caín, que se invoca por primera vez el nombre de Yahveh.
Así, con un diálogo bilateral, justo y misericordioso, se inicia la verdadera vida del pueblo de Israel.
Sin embargo, parece que del diálogo del hombre no salió vida que da vida, sino malicia y perversidad; por ello Yahveh dijo: “No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne…” Así mandó el diluvio  y acabó con toda carne y eliminó lo impuro de la tierra… Todo cuanto respira hálito vital, todo cuanto existe en tierra firme, murió, salvo aquello que salvó Noe. Sus linajes y lenguas se dispersaron por la tierra. 
Según nos cuenta el Génesis: “Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras”. Cuando se desplazan al país de Senaar y se establecen, se dijeron el uno al otro: “vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra”. Cuando Yahveh ve lo que había edificado el hombre dijo: “He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues, bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo”.
Curiosamente el mismo Dios que crea y unifica, los divide por castigo, con el arma que unifica, restaura y salva: la palabra.
Los hombres que desde aquel día sintieron la sensación de estar perdidos, también se perdieron dentro de sí mismos. Cada vez que daban un paso, sentían como si se dejaran a sí mismos atrás. Mientras vagaban sin sentido y sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba lo mismo dónde estuviesen. Su mundo era el “ningún sitio” que habían construido a su alrededor y se daban cuenta de que no tenían la menor intención de dejarlo nunca más. Reduciendo así su vida a un ojo que ve y que logra escapara a la obligación de pensar. Siendo con esto la muerte, el olvido infinito.
Casualmente, cuando un piensa en los inicios, en el origen de las cosas, en esa vida en paraíso, en esa torre propia de mentes perfectas y mitos, se nos representan en la memoria, el entonces feliz estado de la humanidad; pero por lo visto, esa verdadera Ciudad de Dios, gestó todo lo contrario: una descendencia menos escrupulosa que la del ingenuo Adán. El mismo Yahveh lo dice: “las trazas del corazón humano son malas desde su niñez”
Pero después de todo, ¿de quién es la culpa de la constante caída de la vida humana tal y como la conocemos? ¿De unos padres cuya única tarea había sido inventar el lenguaje; o de una deidad recelosa de que la lengua dada hubiera, además de irse directo al corazón del mundo, dado un significado bipolar a las cosas?
Es decir, en el mundo no sólo había cosas nombradas, sino cosas con esencia, con sentido, con vida… Con respecto a esto, Paul Auster dice en su libro La ciudad de cristal: “Una cosa y su nombre eran intercambiables. Después de la caída, esto ya no era cierto. Los nombres se separaron de las cosas; las palabras degeneraron en una colección de signos arbitrarios: el lenguaje quedó apartado de Dios. La historia del Edén, por lo tanto, no sólo narra la caída del hombre, sino la caída del lenguaje”. 
La torre de Babel, recapitula la caída y representa la última imagen antes del verdadero comienzo del mundo. Un mundo que no volverá a ver la imagen del paraíso, donde como bien dicen las escrituras, había una sola lengua, una sola habla y por ende, un solo hombre. Lo que se ha roto jamás volverá a estar entero.
Como pequeños fragmentos malditos, dotados de entendimiento y lenguaje, nos tocó llegar a este solar universal. Hoy día, vemos un cuerpo y para justificar nuestra existencia intentamos comunicarnos, sin poder eliminar del todo, la creencia de que el otro sea un bulto, una simple apariencia que se mueve, una ausencia significativa –dijera Husserl.
El encuentro, la presencia, la relación, ya no son suficientes para hacer de la conversación fantasma una realidad humana. Pronunciar la palabra “yo”, no descubre nuestro verdadero yo, ni el sentido objetivo de la vida. Mientras que el logos debería ser una estructura reverente, abierta y cocreadora hoy tenemos vidas vacías. La máxima de Ebner: “todo ser y toda realidad está en la palabra” ya no es oráculo del hombre.
¿Por qué el “yo” ya no expresa, ni sale de su soledad para hacer real los sentidos más profundos? ¿Dónde quedó pues el mundo; ese dominio ilimitado de la causalidad? Martín Buber está convencido de que hay que abolir los obstáculos y provocar nuevamente el encuentro; un encuentro continuo, presente, no fugas ni pasajero, persistente y duradero. “Al principio es la relación” –dice Buber. El Génesis le recuerda: “El Verbo” y nada más.
La sabiduría de Cohélet nos habla bien de la fuerza y la potencia del lenguaje: “Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al lugar donde los ríos van, allá vuelven a fluir”. En estas líneas vemos pues el infinito, sin necesidad de estrellas, cielo y constelaciones para explicar la profundidad que tiene lo oscuro y lo que seguramente hay detrás de él. 
Con esa misma didáctica nos intenta explicar la muerte y desprende de la existencia humana dos mitades: vivir y morir, hacer y deshacer. Esa muerte que no tiene sentido, pero sí palabras se vuelve un canto por la vida: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo. Su tiempo el nacer,
y su tiempo el morir;
su tiempo el plantar,
y su tiempo el arrancar lo plantado.
Su tiempo el matar,
y su tiempo el sanar;
su tiempo el destruir,
y  su tiempo el edificar.
Su tiempo el llorar, 
y su tiempo el reír,
su tiempo el lamentarse,
y su tiempo el danzar.
Su tiempo el lanzar piedras,
y su tiempo el recogerlas;
su tiempo el abrazarse,
y su tiempo el separarse.
Su tiempo el buscar,
y su tiempo el perder;
su tiempo el guardar,
y su tiempo el tirar.
Su tiempo el rasgar,
y su tiempo el coser;
su tiempo el callar,
y su tiempo el hablar.
Su tiempo el amar,
y su tiempo el odiar;
su tiempo la guerra,
y su tiempo la paz”·

Que otra cosas que simple atrapar vientos es la vida; invocaciones recíprocas de presencias que no están pero que pueden ser…
Pienso, luego existo dice Descartes; me nombro luego soy, digo yo. Pues no somos otra cosa que invención de nuestro logos que se conjuga. He aquí nuestra propuesta: Palabra es existencia, palabra es destino. Seamos por nuestro verbo comunión con la verdad. Hagamos nemotecnia para revelar el misterio ontológico. Rompamos nuestra individualidad con un sacrificio del cual pueda sacar provecho el Uno. Reconozcamos  nuestra dimensión de grandeza y existencia en la palabra. Digamos pues: “y vio que era bueno… y así lo nombró”.
¿Por qué intentar explicar la vida, 
si Dios no lo intentó?
I

Cabalgamos pues en este ensayo, a través de la palabra, la antropología, la teología y la historia. Vimos a los sumerios quienes en su contacto con la naturaleza, nos ofrecen hombres a medias; hombres que sufren. 

Este pueblo creador y dador de vida, sacó maná del barro y nos dio la escritura. Con ello, una tradición basada en la palabra y la memoria. Sus preguntas, casi 6 mil años después, siguen siendo las mismas que las nuestras. Su dolor es pétalo de una misma rosa. Claro pudo ser, el sentimiento trágico de la vida llevado a la cuña que raspa la tablilla. Pero no tan claro fue el panorama que pinta a los hombres.
Los sumerios nos dieron genealogía, mito y muchas preguntas. Mismas que heredaron a los egipcios, quienes se preocuparon por hacer de ellas, tradición. Nadie más espiritual que el pueblo egipcio, se han atrevido a decir algunos ante la casi obsesión por el culto a la muerte. Yo me atrevería a decir que en ocasiones, la espiritualidad queda de lado y se convierte en simple miedo. Terror que los llevó a inventar la trascendencia y que mejor amuleto que la palabra para lograrlo. No tengo certeza de que regrese, pero sí de que lo que aquí he dejado, hablará de mí cuando haya muerto. Si en verdad, existe un más allá, necesitaré buenos augurios, actos y deseos, para cruzar el mundo de los muertos.
Trascendencia, memoria y buena moral es lo que se necesita en esta vida. La palabra se presta como herramienta y nos orienta, no sobre lo qué es la vida, pero sí, cómo debemos llevarla para hacerla más ligera.
Y ante esa ligereza, los hebreos se preguntaron: ¿quién dará un orden a lo que nos rodea?, ¿qué sentido tiene todo cuanto tengo enfrente? Y su repuesta fue sencilla: crea un Dios, ¿quizá el tenga la respuesta? Y su Dios le responde: gracias por invocarme, yo que te cree a ti. 
Flechas que punzan de ambos lados; esa es su aportación: un Dios que habla y que responde; un hombre que habla y que también escucha; un lenguaje que entiende pero que también confunde; un hacer para luego deshacer. 
En ese mundo, de sumerios, egipcios y hebreos –finalmente, de humanos- encontramos no otra cosa que el lenguaje; lo que preve y nos lleva a ganar la guerra. Lo que nos delata.
No hay vida, no hay muerte; en este ensayo sólo hay palabras. En virtud de mi palabra me convierto en patrimonio de la historia dice Pedro Salinas. Yo estoy casi convencido de que ese gran misterio que nos permite rebasar la historia no es otra cosa que plenitud significante; es decir, dejar de ser un secreto para el otro.

II

Palabra y nada más que palabras… Qué otra forma tenemos para explicar nuestra única realidad: vivir para morir. Hoy que nos abrimos ante el universo, vemos que somos eso: Vanidad de vanidades, simple vanidad.

Job, quien todo lo tuvo y todo lo perdió, habló con Dios mostrando su más humilde condición de piedad y dijo: “Él es el que hiere y el que venda la herida, el que llaga y luego cura con su mano”. Y la conclusión que ofrece puede cerrar casi todo: “Yo te conocía sólo de oídas, más ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza”
Job vio a Dios, yo vi al hombre. Yo vi una profecía cumplidad… Una torre que se construye y se destruye para volver a levantarse. Vi la amenaza y el aplazamiento. Vi el paso del tiempo y a un hombre luchando contra la muerte. No cabe duda, toda huida es una ruptura. Toda ruptura, un gran silencio; quizá el mismo puente que tendemos cuando dormimos, cuando soñamos, cuando nos negamos a ver la maravilla del hombre.
El polvo que vuelve al polvo, también puede ser barro, hombres; ladrillos, torres; piedras, islas, continentes enteros. El hombre que no es otra cosa más que una sarta de palabras, agradece como dice San Agustín, la idea misma de la muerte porque por ella comenzó a filosofar. Yo agradezco al lenguaje, porque por él he empezado a vivir. 
Después esto, quedo como al inicio, sin posibilidad alguna de poder decir que ese hombre tal vez muera o no; que tal vez viva o tal vez no. Quedo casi igual,  pero con la diferencia de que así como el pájaro ligero atraviesa con su sombra las aguas, yo he entrado a la vida; quizá bastante viejo… quizá bastante compuesto de carne y hueso.
Sí, pues tal como le ocurrió a Jacob, cuando luchó hasta que el alba subía, hoy puedo decir: “Has peleado con Dios y con los hombres, y has vencido” Podría sonar a arrogancia lo mío; sin embargo, es pura poesía.

YO SOY MI CUERPO, SOY DE PALABRA
  • AAVV. Antología Literatura de la tierra entre ríos. Centro de estudios de posgrado. Maestría en Humanidades. Universidad Anáhuac plantel Norte, Huixquilucan, Edo. De México. 
  • AAVV. Antología, textos de lengua y literatura. Lecturas Universitarias. Universidad Nacional Autónoma de México. México, D. F., 1971.
  • AAVV. Biblia de Jerusalén. Desclee De Brouwer. Bilbao, 1975. 
  • ANÓNIMO, Poema de Gilgamesh. Ramón Llaca y Cia. Editores. México, 1996. 
  • AUSTER, Paul, La ciudad de cristal. Editorial Anagrama. Barcelona, España, 1999. 
  • CARVER,  Raymond, La vida de mi padre. Cinco ensayos y una meditación. Grupo editorial Norma. Colección La pequeña biblioteca. Colombia, 1995. 
  • CASSIN, E., BOTTÉRO, J., VERCOUTTER, J. . Los imperios del antiguo oriente. I. Del paleolítico a la mitad del segundo milenio. Historia Universal Siglo XXI. Siglo Veintiuno editores. Buenos Aires, Argentina, 2001. 
  • MARTÍNEZ, José Luis, Egipto, India. El Mundo antiguo.  Secretaría de Educación Pública, México, 1988.
  • RUBÉN SANABRIA, José. Filosofía del hombre. Editorial Porrúa, México, 2000. 
  • Sófocles, Obras Selectas, EDIMAT LIBROS, Madrid, 2000.
  • WITHMAN, Walt, Canto a mí mismo. Akal, Bolsillo. Madrid, España, 1990. 


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