El miedo es el hijo del hombre
“El que se entrega por completo a sus
congéneres les parece a ellos inútil y
egoÃsta; pero aquel que se les
entrega parcialmente es considerado benefactor
y filántropo”. (Desobediencia civil,
Henry David Thoreau)
Desde hace tres semanas el mundo es otro. La saturación informativa se
ha vuelto el dÃa con dÃa: el noticiero de la mañana, el mediodÃa, el de la
tarde y la noche. La información ya es parte de nuestra dieta para subsistir.
El Covid-19 se apoderó de los espacios mediáticos poco a poco. En
algunos medios ocupa el 60% de su agenda noticiosa y de entretenimiento. El
encuadre informativo refiere a sus efectos, acciones preventivas, consecuencias
económicas y número de muertos.
El virus nació mediatizado y encontró en los medios su forma de
sobrevivir. Entre cifras, entrevistas y reportes desde calle, comercios y
hospitales el miedo fluye. Cifras de miedo, estampas de miedo, retratos de
miedo.
Colapso, emergencia, crisis, desastre, caÃda, retroceso, pérdida,
inconsistencia, son las formas que tenemos hoy para nombrar al mundo. Parecen
no existir normas de higiene para el trabajo periodÃstico.
El miedo se expande en modo exponencial replicando las técnicas del
virus. El miedo poco a poco ha empezado a rodearnos, nos intimida, roba nuestra
atención. El miedo se sostiene de nuestras inseguridades. Nos ve débiles. Nubla
toda distancia crÃtica que establecemos con la realidad. El miedo nos pone
irritables, coléricos, biliosos, irascibles y violentos; nos vuelve débiles,
inseguros, susceptibles, vulnerables, pequeños.
El miedo da poder al que lo ejerce.
Sensacionalismo y crueldad. Al Covid-19 lo han hermanado
informativamente con el dengue y el sarampión. Le siguen los efectos de la ira
y las personas amagando con quemar hospitales, presidentes ordenando disparar a
quien no cumpla con la cuarentena.
El miedo está dentro y fuera de nosotros. El framming de la esperanza no ha llegado. La otra agenda está en el
olvido.
El desgaste que el terror produce, erosiona las emociones. Entre el
aislamiento, la soledad, el estrés, la ansiedad y el dolor, resuena el miedo.
El repudio, la desconfianza, el sentirnos desprotegidos son parte del llamado a
la comida.
Desde hace tres semanas el mundo es otro. Aquel abrazo compasivo, la
palmada cariñosa se ven lejanos. En los hospitales del mundo hay gente sola
gritando “no me quiero morir” y no hay palabras que den aliento. El miedo es el
hijo del hombre. Lo alimentamos y déjalo crecer sin reparo.
El futuro parece lejano a la empatÃa. Hoy nadie quiere ponerse en el
lugar del otro.
Hoy nos cuesta tanto entender el dolor del otro: del desempleado, el migrante, el sin techo, el anciano, el
enfermo, el huérfano. Nos cuesta simpatizar con los desprotegidos. Nos cuesta
dimensionar la realidad desde la condición comunitaria. Pedimos el
#quétadeencasa, no porque nos preocupen los vecinos, sino porque tenemos miedo
a que nos infecten. La mirada egoÃsta fluye entre memes y mensajes de Whatsapp.
Poco a poco el miedo, la infoxicación, la desinformación, nos ha llevado
a la insensibilidad, a la indiferencia, a esa condición amoral que es el olvido
del otro. La solidaridad de los primeros dÃas se empieza a diluir entre la
sobrecarga informativa.
Desde hace tres semanas el mundo es otro. Las pantallas de cristal que
nos sirven de ventana al mundo nos colocaron en el centro del peligro. Como
bien decÃan en el slogan de los Expedientes X, la verdad está ahà fuera. Ahora
sólo queda saber quién de nosotros quiere ir a buscarla.