La última lengua del mundo
“Cuando muere una lengua
Las cosas divinas,
Estrellas, sol y luna;
Las cosas humanas,
Pensar y sentir,
No se reflejan ya
En ese espejo.
Cuando muere una lengua
Todo lo que hay en el mundo
Mares y rÃos,
Animales y plantas,
Ni se piensan, ni pronuncian
Con atisbos y sonidos
Que no existen ya.
Entonces se cierra
A todos los pueblos del mundo
Una ventana,
Una puerta.
Un asomarse
De modo distinto
A las cosas divinas y humanas,
A cuanto es ser y vida en la tierra.
Cuando muere una lengua,
Sus palabras de amor,
Entonación de dolor y querencia,
Tal vez viejos cantos,
Relatos, discursos, plegarias,
Nadie cual fueron
Alcanzarán a repetir.
Cuando muere una lengua,
Ya muchas han muerto
Y muchas pueden morir.
Espejos para siempre quebrados,
Sombra de voces
Para siempre acalladas:
La humanidad se empobrece”
(Cuando muere una lengua, Miguel León
Portilla).
Desde hace cinco semanas el mundo es otro y ha puesto en entredicho
nuestra escala de valores; nuestra condición de ser y estar; nuestra forma de
medir y pesar la realidad.
En las últimas semanas nos hemos dado cuenta de que nuestra verdadera
crisis no es sanitaria, ni económica sino humana. La manera como tomamos
decisiones y el fin último de cada uno de nuestros actos evidencia dónde están
hoy -y dónde han estado siempre- nuestras prioridades.
Periodistas agredidos al evidenciar falta de insumos en hospitales;
hospitales que rechazan a personas sin hogar positivas en coronavirus; rechazo
al extranjero por considerarlo foco de infección; youtubers contagiados de
Covid que publican videos recorriendo establecimientos durante confinamiento
obligatorio; turistas irresponsables buscando playas y balnearios en medio de
la contingencia sanitaria; guÃas Bioéticas de asignación de recursos de
medicina crÃtica en las que se recomienda priorizar la atención a jóvenes por
encima de adultos mayores; acosos a sanitarios y cajeros rociando de cloro las
puertas de sus viviendas o agrediéndolos en los transportes públicos;
expresiones de odio contra médicos que salen todos los dÃas a trabajar;
cruceros que vagan por el mar porque ningún paÃs los quiere acoger… notas que
contrastan con el suicidio de un académico preocupado por el errático destino
del paÃs y el de un padre de familia indÃgena que se quitó la vida para no
contagiar a su familia y su comunidad.
Múltiples miradas de un mismo fenómeno; hombres preocupados por sÃ
mismos y otros preocupados por su comunidad. Mientras unos se abren al mundo en
medio de las crisis, otros se repliegan en su interior. Unos salen a la defensa
de la vida, otros confrontan la existencia de los otros buscando sólo saciar sus intereses.
En esta crisis de valores y jerarquÃas axiológicas el odio recorre las
calles semi vacÃas y los callejones de nuestras pantallas.
Hay un sentimiento de profunda apatÃa, enemistad, disgusto y aversión en
el ambiente. Uno pensarÃa que ante tantos casos de agresión al hombre y los
derechos humanos estarÃamos en estos momentos más propensos a velar por la
dignidad de las personas. Pero no, pareciera que en la era de la defensa de los
derechos humanos, es cuando más los pisoteamos.
El odio y el desapego por los otros
parecieran acumularse por el mundo; están en la calle, en nuestros cuartos, en
las oficinas, en las noticias, en nuestras pantallas. Se acumulan en nuestras
vidas como mercancÃas en un almacén.
El odio no es propio de la marginalidad, ni de los espacios lÃmite. El
odio hoy se mezcla con los prejuicios sociales, el racismo y la multiplicidad
de creencias e ideologÃas.
Desde hace cinco semanas la zona de conflicto se ha expandido por el
mundo bajo una misma etiqueta histórica: el Covid-19.
El mundo actual parece emular la ya clásica pelÃcula La Haine (El odio) de Mathieu Kassovitz
en la que se describen 24 horas de la vida de tres jóvenes habitantes de un
suburbio de ParÃs, mientras al inicio y cierre de la cinta nos dicen: "Es
la historia de un hombre que cae de un edificio de cincuenta pisos. Para
tranquilizarse mientras cae al vacÃo, no para de decirse: hasta ahora todo va
bien, hasta ahora todo va bien... hasta ahora todo va bien. Pero lo importante
no es la caÃda, es el aterrizaje."
Asà como en la cita se expone la decadencia de la sociedad, hoy la
pandemia nos coloca metafóricamente en un espacio simbólico similar. El miedo
justificado o no; el odio justificado o no, expresa nuestra aversión, rechazo y
deseo de agresión.
El odio está corrompiendo a las personas. Su expresión va desde las
formas más sutiles y simbólicas como un mensaje pegado en la puerta del
edificio, una pinta en el toldo del auto o un baño de lejÃa a un agente
sanitario.
La sinrazón lleva al rechazo, a la discriminación, al escepticismo, al
paro, la intimidación, el acoso, el abuso verbal y la ira. Este sentimiento de
destrucción del equilibrio se mueve en modo rastrero, como serpiente; por ello,
como en la cinta del odio, terminamos afirmando “hasta ahora todo va bien”.
Para evadirlo todo; para sentir que nada pasa y que eso no es cierto. Asà nos
mostramos indiferentes, aunque en el fondo nos sabemos indigentes de nuestra
propia humanidad.
Este modo del ser es parte del correlato de nuestro paso por la
historia. Ha sido una expresión constante de nuestra condición humana y al
parecer la herida no la hemos curado con el tiempo.
Desde hace cinco semanas nos sabemos cayendo y lo duro será el
aterrizaje; el momento en que veamos que derivada de esta crisis humana seguimos
perdiendo gente, voces, historias, lenguas y, por ende, formas de nombrar el
mundo.
Mientras el odio fluye nos perdemos como tribu, como comunidad de
significación que intentó dar sentido al mundo. Vamos gestando miopÃa, y tarde
o temprano terminaremos por movernos en la oscuridad.
A cinco semanas del nuevo mundo, podemos todavÃa empezar a contar otra
historia. PodrÃamos resignificar nuestro flujo en la vida de otros y
contemplarnos en un nuevo espejo. PodrÃamos replantearnos el lugar que queremos
tener cuando todo esto termine. Cuando las cosas primarias del mundo vuelvan a
ocupar su lugar y nosotros, logremos hacer de la fraternidad la última lengua
del mundo.