Qué frágil es el corazón
“Tales eran, someramente, mis
obligaciones como rey de la lluvia (…) Algo muy opresivo. Es como si los
muertos hubieran sido enviados por correo a otros lugares, y las lápidas fuesen
los sellos a los cuales la muerte ha pasado la lengua.”
(Henderson, el rey de la lluvia, Saul
Bellow).
Desde hace cuatro semanas el mundo es otro. El cielo se entinta de un
tono distinto. Las voces fluyen en otra frecuencia. El sentimiento no es el
mismo.
Los diarios anuncian un mundo distinto al imaginado: Los colegios
públicos avisan que cerrarán en Nueva York por el resto del año escolar; seis
volcanes registran explosiones al mismo tiempo tras la erupción del Krakatoa;
en algunos lugares como Singapur ha repuntado la pandemia; la OMS teme por el
rebrote mortal; aprueban tobilleras electrónicas para controlar a sospechosos
con Covid-19 en Bolivia; las muertes en Holanda se disparan con el “confinamiento
inteligente”…
El mundo se esculpe en las manos de un triste joyero. Estalactitas nacen
en el fondo de un océano.
Hoy el confinamiento se vive entre los titulares digitales y la
sonoridad del televisor. Los noticiarios han recuperados su hegemonÃa, las
pantallas consolidaron su poderÃo.
La gravedad de los dÃas se suspende entre audios, videos, imágenes,
sonidos y textos; lenguajes que flotan y fluyen entre una recámara y otra. Nos movemos
entre los hiperespacios electrónicos y digitales; entre nodos conectores e
hiperlugares.
Una imagen nos revuelca en nuestro interior. Puede ser un recuerdo, un
paisaje o la imagen desoladora de la Revista Time en la que una enfermera llora
frente a una ventana por la crisis mental que enfrenta en su hospital.
Un medio nos lleva de un punto a otro en nuestro interior.
Bucear el mundo digital se ha vuelto nuestro divertimiento en el
encierro. Horas y horas intentando toparnos con algo que nos vuele las ideas o
nos lleve a un lugar más alejando del mundo que tenemos hoy.
Explorar el cosmos entre los medios, es otra forma de explorar en
nuestro interior.
Asà navegamos entre anuncios de inmobiliarias; artÃculos conmemorativos
por los 25 años del Ensayo sobre la
ceguera, la muerte de alguna celebridad; retos de juegos mentales y
canciones; o los 3000 libros de arte que puedes descargar gratis en formato
PDF.
La red y los medios digitales se han vuelto un refugio espacial para
sobrellevar el camino que han tomado nuestros dÃas. El algoritmo lo ha
aprendido todo de nosotros, sobre todo cuando navegamos sin rombo y sólo por
andar. De ahà que siempre se muestre lo mismo. No hemos vuelto parte de un
modelo predictivo, de una vida en modo circular; somos sujetos en loop.
Por ello, los anuncios de comida; las notas de las etapas del
Coronavirus; las denuncias al mal gobierno; los post de ecoarquitectura; los memes que se repiten sobre un mismo
tema.
Llevamos años nadando en la red moviéndonos entre sus olas. Los
algoritmos ya aprendieron el ritmo de nuestras brazadas. Nos hicimos
predecibles y visibles a los tiburones. Somos como tortugas que opacan la luz
que llega al fondo de la bahÃa.
Las interfaces mediáticas son como esos rÃos subterráneos que se
conectan entre cenotes. Unos bucean para ver el espectáculo de luz, otros
penetran a donde sólo se percibe la oscuridad y el silencio. Unos sólo se
mueven en la superficie, otros se pierden en la profundidad.
Entre todo lo que percibimos en estos hiperespacios quizá no hemos
captado las corrientes que nos impulsan. La inmersión crÃtica en el hiperespacio
mediático implicarÃa ver nuestras vidas sumergidas en hondas cuevas ocultas en
aguas subterráneas. Todo lo que consumimos se encuentra vinculado por nuestros
rÃos interiores, asà hemos trazado una compleja red en la que están ocultas
nuestras sensaciones y emociones.
Somos como esos cenotes transparentes en la superficie y porosos y
calcáreos en nuestro interior. Somos piedra caliza, puertas al inframundo y a
lo sagrado.
La inmersión profunda en aquello que consumimos es un buceo profundo en
aquello que somos. La hondura de nuestra cavidad subterránea también se percibe
en las interconexiones que hacemos con otros cenotes.
Somos en el fondo como aquellas estructuras geológicas; somos como esas
fosas difÃciles de explorar.
Desde hace cuatro semanas, la vida que estamos experimentando nos está
llevando a bucear en modos más temerosos en nuestro interior. Algunos han
expresado ser un pozo profundo; otros tienen capas gruesas de sulfuro de
hidrógeno a 30 metros de profundidad. Unos sólo son una cueva colapsada; otros
son la puerta de entrada a un gran mar interior.
Las interfaces mediáticas son hoy esa puerta
de entrada a los hiperespacios que yacen en nuestro interior. Algunos son
estanques gigantes, otros sumideros a punto de un colapso.
Nuestro interior se está haciendo visible para los algoritmos y aunque
algunas algas se mezclan cerca de la superficie corren el riesgo de que esos
extraños buzos exploren sus paisajes increÃbles. Y si alguien ha de hacerlo,
ojalá y fuera una persona y no un robot.
Si alguien ha de explorar esas cavernas profundas, ojalá y fuera alguien
que quiera maravillarse por lo que hay en tu interior.
Los medios conectan sin duda nuestros hiperespacios. Si somos vasos
comunicantes estamos a tiempo de iniciar otro tipo de exploración y conexión.
Desde hace cuatro semanas el mundo se percibe en otro tono y otra
frecuencia. Entre lo que somos y lo que consumimos hay conexiones. Entre los
que vemos y escuchamos se mueve nuestro yo.
Entre todos esos contenidos se ubican nuestros sentires y percepciones del
mundo.
Bucear entre esas corrientes está la clave del encuentro con los otros. Entender
lo que consumen es una forma de adentrarnos a sus cenotes interiores. En
algunos hay bancos de peces pequeños; en otros encontraremos árboles
sumergidos, algunos restos humanos o los vestigios de una fogata que encendió en
algún momento para dar calor.