Reflexión sobre la suspensión teológica de la ética de Kierkegaard
Jorge Alberto Hidalgo Toledo
¿En qué descansa la
fe sino a caso en la verdad misma? Y, ¿puede existir una recta ética que no
contemple la verdad? La ética, como la fe, es el fin mismo de la existencia,
más de una creencia en lo absurdo o un salto en el vacío.
La fe, no sólo
es salvación; la fe, nos dice la Biblia, “es la raíz de toda justificación”[1]. La fe, es el
comienzo y el fundamento de toda vida y en la ética proyectamos sus reglas.
Kierkegaard nos dice: “La fe es precisamente esa paradoja según la cual el
individuo en cuanto tal está por encima de lo general, justificado frente a
esto, no subordinado, sino siendo algo muy superior. Pero esto de tal modo,
nótese bien, que el individuo, después de haber estado en cuanto tal
subordinado a lo general, se haga ahora a través de lo general mismo cabalmente
el individuo, que en cuanto tal se encuentra en una relación absoluta con lo
absoluto”[2].
La fe se refiere a lo objetivo, a
aquello en lo que se cree; no importa si esto es visible o invisible, simplemente
basta que esté por encima de la existencia misma para que se crea en ello. La
fe en sí misma es revelación y una prueba a su cumplimiento. La certeza se da
en la práctica, en la vivencia de la virtud porque se manifiesta en el
entendimiento y la voluntad. La fe no es sentimiento, por mucho que se sufra,
se sacrifique o se lamente. La fe es aceptación y adhesión a ese fin último que
mueve la existencia entera.
Abraham, nos dice Kierkegaard, es la
expresión más alta de la ética pues actúa movido por su amor a Dios y a sí mismo. “Por amor de Dios, en cuanto que
Dios le había exigido esta prueba de su fe; y por amor a así mismo, pues
obrando de esta manera no podía dar una prueba más grande ni, en absoluto,
hacer cosa mejor”[3].
El deber, es la expresión concreta
de la voluntad que dirigida por el entendimiento, asume que sólo en la acción
se tiende el puente entre la divinidad y la experiencia particular y privada.
“Quien reniega de sí mismo y se sacrifica al deber, renuncia a lo finito para
alcanzar lo infinito y no le falta seguridad”[4].
La fe nos hará libre, porque libre
espera que nos desenvolvamos en la historia. De ahí que la fe
no sea un capricho; hay motivos para creer, sino los creyentes seríamos unos
estúpidos que viven en el engaño.
La fe nos da firmeza, elimina el
temor a ser engañados; no perturba; no vacila; no es fanática; tiene razones y
motivos válidos; es luz y resplandor; aclara los misterios y reconoce que hay
una existencia superior a la razón que da sentido a todo cuanto nos rodea.
“La fe es un milagro y, no obstante,
ningún hombre está excluido de ese milagro porque aquello en que toda la vida
humana encuentra su unidad es cabalmente la pasión y la fe es una pasión”[5].
¡Vaya don
el nuestro de la fe! Que nos coloca en el plano sobrenatural y nos eleva sobre
la existencia misma y que nos permite la comprensión y entendimiento de Dios en
el mundo.
La fe es la
causa y la ley misma