Como si nuestro cuerpo fuera Troya - Hipermediatizaciones: Hiperconexiones y remediaciones entre signos y palabras

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Textos especializados en Comunicación Digital, Ciencias Sociales, Literatura, Poesía, Humanidades Digitales y Culturas Juveniles. Sitio personal del Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Expresidente de la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación, AMIC y Ex presidente del Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación.

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viernes, 18 de abril de 2014

Como si nuestro cuerpo fuera Troya

Jorge Alberto Hidalgo Toledo


“Canto a mí mismo y me celebro.
Y lo que yo asumo tú deberías asumir,
porque cada átomo que me pertenece también te pertenece a ti”
Walt Whitman, Song of Myself


Posiblemente -como dice- yo esté en un error, pero no es para que haga lo que me hace ni me trate como me trata. Porque eso sí, ésta es la última vez que le permito que vuelva a montar sus sucias manos sobre mi cuerpo como si estuviera domando a un viejo potro acostumbrado por su verdadero amo, la naturaleza, a hacer su voluntad.
    Ni yo soy una bestia ni un campo de batalla donde él pueda vaciar las frustraciones de los cientos de soldados y guerreros que por dentro le piden a gritos que lance en medio de su furia, cualquier malestar atómico para firmar su derrota.
    Sé que soy una persona y eso es lo que me alienta. No sé hasta cuándo ni cuánto deba soportar. Pero si todo sigue como sigue posiblemente vuelva un día y se encuentre la sala sucia, mi clóset vacío, la cama sin sábanas ni almohadas, en pocas palabras, sin mí. Porque ya me cansé de jugar su juego, de ser su burla. De esperarlo noche tras noche con la cena lista, el café caliente y el pan perfectamente cubierto con la servilleta que nos regaló su mamá.
    No sé si hago mal o simplemente me conformo con la manera como cuelga el mundo y mis circunstancias: de cabeza, en descenso, sitiada por los soldados en espera de la recuperación de Helena; yo, mi misma Helena.
    Y digo que no sé si hago mal cada vez que elevo la voz, levanto la vista, contemplo la inmensidad del infierno que se expande entre mi figura y el techo y le grito “Ya no me pegues, te juro que no lo vuelvo a hacer”. Y no es hasta que él se ve reflejado en mis pupilas con los brazos en alto, como Saturno devorando a uno de sus hijos, que él baja la mano, da media vuelta, golpea la pared, azota la puerta y sale de la habitación gritando “Te juro que no volveré”, cuando deja de golpearme y “recapacita” como dice él y digo yo cuando me quedo pensando qué es aquello que no volveré a hacer. Sinceramente lo desconozco. Me desconozco. Al grado que a la fecha no sé quién está peor, si él por creer que puede deshonrar mi cuerpo como lo hizo Aquiles al matar a Héctor y arrastrar su cadáver doce días en torno a la tumba de Patroclo, o yo que en lugar de sentarme a su lado y dialogar sobre nuestros problemas me sumerjo sobre la cama, abrazo sus ropas y me limito a llorar como la bella Tetis, según lo describe Homero.
    Esta es mi Ilíada y mi Odisea, la de una esposa incomprendida y humillada. La de una madre que no ha sabido darse su lugar, que difícilmente exige lo que es bueno porque teme a que los golpes le cambien la opinión. Esa soy yo. La Helena robada del mundo rosa que concebí desde el momento en que llegó a la casa, sentó a mis padres, pidió mi mano y afirmó que su propósito en la vida era “hacerme la persona más feliz del mundo”. Y aquí estoy, esperando el momento, el día, la hora, el minuto en que se siente a mi lado, tome mi mano y me diga “¡Basta! Vamos a comenzar. Hay que tomar Troya”.



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