Jorge Alberto Hidalgo Toledo
Hay trayectorias vitales que sitúan al hombre, desde el comienzo,
ante esa gran inmortalidad, ciertamente insegura,
incluso improbable, pero innegablemente posible:
son las trayectorias vitales de los artistas y los hombres de Estado
Milán Kundera, La inmortalidad
Cuando pensamos en la inmunidad que tienen los criminales cerca de la zona del crimen, siempre volvemos los ojos y reconocemos que la moral del policía es igual a la del asesino. Es decir, el mundo cambia y se construye según sea el poseedor de la pistola. Así, cobra forma el oficio del periodista, el presidente y el artista. La palabra, su arma, se vuelve el móvil de la ejecución, quizá no quede claro lo que ve o el papel que juega en su labor mediadora, pero lo que exprese tiene que ser casi tan perfecto como la realidad que suele inventarse.
Esta trilogía, tan basta y apasionante como un thriller , es vista como una entidad, cuyo domino de las acciones, la palabra y su forma de construir o deconstruir cualquier acontecer, los coloca en el enredado laberinto de la realidad, como seres mitológicos (no se lea como mitad hombre mitad buey), cuasi inmortales, infestos de un romanticismo épico y una visión atemporal del futuro; el eterno presente. Y de ellos habremos de hablar. Quizá con mala leche, pero al fin y al cabo, bien.
EL SUBLIME ARTE DE ECHAR A PERDER EL MUNDO
De los hombres de Estado de nuestra época, el que más se bañó con el espeso aire de la inmortalidad fue Adolfo Díaz Ordaz, quien tras los sucesos de Tlatelolco en 1968, pasó a la posteridad por las centenas de muertes que se revolcaban sobre su espalda. Los muertos y la inmortalidad son pareja indivisible de amantes. Y aquél cuya careta se confunde con el rostro de los muertos, es inmortal en vida.
Daniel Cosío Villegas (en aquel entonces periodista del Excélsior), declaró con relación al hecho, y su ambigua conección con la prensa, que “Sólo a partir de la corrupción podía entenderse el periodismo acrítico acostumbrado en México. Eran muchos los crímenes contra la nación y eran pocos los que se atrevían a descorrer el velo que cubría a nuestros presidentes. Protegidos por la adulación y los intereses, no debía la opinión pública cuestionar sus actos de gobierno”.
Y nadie los pone en duda. Sin embargo, hay que reconocer que así se han cristalizado las leyendas en nuestro país: a base de chayotasos y sábanas bordadas de regalo, cuadros de Siqueiros en honor a los quince años de “tu hija”, reconocimiento público y el premio nacional de periodismo.
Una que otra buena nota en honor a los logros de gobierno y no tocar la figura presidencial; con eso basta. Como basta ocultar que no hay hombre que maneje con honestidad el poder absoluto, basta con esconder la figura simuladora y farsante del supuesto periodista, dotarlo de fotografías donde su mejor ángulo sea el que luzca perenne tras los escritorios de la burocracia nacional.
Ahora bien, hay periodistas que suelen sentarse a la mesa con entusiasmo y piden más; acostumbrados y gustosos del nauseabundo sabor de lo podrido y otros, que tragan su ración con repugnancia y a solas, hacen esfuerzos por vomitar.
El 10 de junio de 1971 cientos de jóvenes que desfilaban por las calles de la ciudad fueron agredidos a la vista de miles de testigos horrorizados. En el estupor, la voz serena del presidente ofreció justicia. Enfrentaría el gobierno las consecuencias de la investigación; las que fueran. No habría un segundo Tlatelolco en el país. El Excélsior, según comenta Julio Scherer, participó en la indagación. Se le pidió a Octavio Paz un artículo que abordara el tema y respondió que no tenía tiempo. Se le rogó que dictara un texto breve por teléfono y accedió. La actitud del presidente le parecía loable. Carlos Fuentes dio cuenta de su opinión afirmando que “Echeverría no era Díaz Ordaz.
Esa es la política periodística en nuestro país. Al presidente se le mira de lejos. Si de juzgarlo se trata, no hay que acercarse demasiado al fuego del poder, porque éste, no es fuego que purifique.
En una comida en casa de Cosío Villegas, Octavio Paz hizo algunas afirmaciones que bien podrían traslaparse al caso de los periodistas: “Los intelectuales en el poder dejan de ser intelectuales; aunque sigan siendo cultos, inteligentes e incluso rectos, al aceptar los privilegios y las responsabilidades del mando substituyen a la crítica por la ideología”.
Así de fácil se vende el hombre, unos cuantos privilegios y unos cuantos fundamentos materiales. Así de sencillo se compra un cuerpo, un ética y una moral. Ya reseñaba Vicente Leñero en su libro Los Periodistas: “No mames buey. Mira lo que me hace tu conciencia de mosquito. Uno vive de escribir y los pinches políticos de mierda tienen la obligación de soltarnos parte de lo que ellos se chingan. Quién puede vivir con los seiscientos o los mil pinches pesos que te pagan por un artículo. Qué reportero hijo de puta subsiste con estos sueldos de hambre. A mí no me vengan con purezas y mariconadas”.
Esa es la ética del generador de mitos, esa es la forma como se juega con la palabra en nuestro país. La verdad es cosa de intereses, de política y no del dominio público.
Verdad, mito, inmortalidad en una sola palabra. Quizá por ello comentó en cierta ocasión el expresidente Adolfo Ruiz Cortines que “ni la vejez puede con la política. Sólo la muerte la vence”.
El sí sabía de inmortalidad y el uso de los medios, el sí sabía de obsequios y pagos extras, de comidas en las que el gesto de un burgués sentimental mostraba su “ansia por el amor de la gente sencilla” (los periodistas) y quería que creyeran que era uno de ellos. Un hombre común que come con las manos igual que ellos, que siente pasión por lo autóctono y puede sostener un diálogo banal.
La situación se reafirma claramente con Miguel de la Madrid, a quien el pueblo siguió por la televisión “como se sigue a un familiar en su casa, en su jardín” con total éxito. El mito se humaniza, se proyecta ante los mortales como un ser cansado y agobiado de las vida en el burdel (forma como llamara Reyes Heroles a la política) contando a Díaz Redondo que “no se siente el principal, sino el único responsable de los destinos de la patria” lo cual no lo deprime, pero si lo cansa. Lo hace sentirse de carne y hueso. He ahí la fuerza política del presidente sobre la prensa y los intereses del periodista que hacen que su voz se vuelva omnipresente y omnipotente.
Sólo el periodista puede lograr que el hombre se divinice. Sólo ellos otorgan la omnipresencia y la omnisapiencia. Sólo ellos lo vuelven Dios, lo dotan de fuerza y poder, reafirmándole que la constitución de nuestra nación los dota de ciertos cargos que se multiplican al no haber leyes que lo excluyan. Su fuerza está en poder tomar la ley entre sus manos, decidir y ser alabado. Su sapiencia está en saber escoger a los súbditos indicados y moldearlos a su modo. En dotarlos de su “caballerosidad” y “cortesía”. En proveerlos de un buen desayuno y un sueldo estable. En silenciar sus voces, en Intimidarlos, en mediar la realidad. No hay peor censura que la que no se pide.
No hablemos de tristezas, pero seguro que ha de ser deprimente llegar a los Pinos y encontrar al presidente en hábitos de deportista y ser humillado por un anciano, formolicamente conservado, que pide a la prensa que toquen sus músculos; que se pruebe en carne viva la fuerza y poder que mantiene bajo su imagen. Deprimente es la oportunidad que tiene para exhibir ante la nación su eterna juventud.
El hombre anhela ser inmortal y la cámara un buen día nos enseña la forma como se abusó del poder. Nos muestra un rostro estirado y un gesto triste. Lo único que queda de él en nuestras mentes como parábola de toda su vida.
¡Oh gran inmortalidad ridícula!, ¡Oh gran labor de la prensa de mostrarla como majestuosa, intocable e insistentemente permanente!, ¡Oh libertad hipócrita! a quién quieres engañar sino es a la alma propia. Ningún presidente, ni artista querrá parecerse jamás a un basurero. ¿Por qué el periodista si?
A CUALQUIER HOMBRE CON BARBA LE QUIEREN ENCONTRAR
PARECIDO CON CRISTO
La verdad sólo es de los justos, y de ellos será el reino de las rotativas. ¿No es acaso en el limbo donde habitan los mitos? ¿No son acaso ellos, en su cualidad de dioses y semidioses, los que tienen el dominio del poder? ¿No son acaso los que controlan y dirigen el destino de los hombres? ¿No son ellos quienes plantean las normas y conductas a seguir?
La política, como actividad, se encarga del manejo de los símbolos y caracteres del poder. Es decir, se ataca, se defiende o lucha contra la clase gobernante (ella misma); sus instituciones (nuevamente ella misma) y su política de legitimación. En resumen, la política está ligada a los usos y abusos del poder. Poder por la fuerza, poder concertado, poder arreglado, poder legítimo, poder democrático, poder con chile, sin cebolla, a fortiori , a huevo.
Pero, ¿qué es el poder? Para unos es la capacidad que tienen los políticos para ejercer el mal, es decir, el uso irracional de la fuerza pública, para otros, es la capacidad que tiene los políticos para transformar al hombre y a la sociedad . Este es el punto que nos concierne, la capacidad que tienen para transformar al hombre y a la sociedad .
Hagamos un pequeño paréntesis y cuestionemos: ¿no es acaso la ética una disciplina que nos muestra ante el mundo como humanos y cuestiona en cada caso lo más próximo a nosotros mismos, es decir, nuestra naturaleza humana?
La ética plantea cuestiones referentes a la forma como el hombre actúa y el por qué actúa de esa manera. Según Austin Fagothey, la ética estudia las costumbres humanas, algunas convencionales y otras caprichosas y corrientes que varían de lugar en lugar. Pero, ¿por qué en nuestra nación las costumbres políticas transcienden la legalidad y el carácter mínimo de sentido común?
Los Periodistas , de Vicente Leñero, es una obra de denuncia que refleja las contradicciones del sistema político mexicano, entre ellas la supuesta libertad de expresión existente en el país, la oleada de corrupción y vicios en la estructura periodística. A lo largo de sus páginas es notoria la forma como los poderosos ejercen la justicia y la libertad a su muy podrido modo. Son palpables y vivibles las costumbres de nuestros “serios” políticos y los “certeros” periodistas que diluyen la moral, como quien diluye ron con coca.
Leñero narra claramente la problemática dentro de un episodio que transcurre cuando él y Julio Scherer pretendían buscar a Ignacio Castillo en el departamento de fotografía y se topan con Regino Díaz Redondo, quien con labio tembloroso cuestionaba:
“- Pero cómo me hacen esto Julio, cómo me hacen esto.
- Llegó.
- ¿Cómo te hacemos qué?
- Vinieron a amenazar a Oliviera, no hay derecho; ¿por qué me haces esto a mí Julio?...
- Vinieron a presionar a Oliviera, Julio.
- Ustedes lo han estado presionando.
- ¿Por qué me haces esto a mí, Julio, por qué?”
Tanta suplica y lástima dada por aquél hombre corpulento no es más que una muestra viviente de la forma como se las gastan las corruptas esferas del poder. Amenazas, injurias, saña lanzada al aire, silencio comprado, explotación injusta de la verdad.
Por su parte el periodista no se muestra frío o crítico, ante dicha situación. Hay quienes libre y agradablemente disfrutan la forma como la noticia vendida deja frutos en su cartera quincena a quincena. Hay quienes aman las comidas lujosas y los privilegios otorgados, se muestran hipócritas ante el derecho constitucional de la prensa libre y la ética periodística que obliga a la objetividad y certeza en la exposición de los hechos; por lo mismo informan de forma parcial y tendenciosa, alaban las hazañas banales y ocultan los crímenes. El criterio analítico es nulo si se contempla desde el lado objetivo, tocan lo que les conviene y lo demás lo desechan como desdeñan la basura de sus escritorios.
Tanta falsedad parece no ser notoria ante sus cristalinos y embriagados ojos. En ocasiones, parece que juegan a ser periodistas e informan irrelevancia. ¿Qué es lo que pasa cuando los líderes de opinión se ven envueltos en toda ésta farándula?
La gente simplemente los sigue y les cree. Influyen de forma absurda y notoria en el público cautivo que día a día, semana a semana, espera que el dios hable para repetir sus letanías.
Estos semidioses, mediadores de la realidad y la fantasía, más que formar un criterio, deforman la realidad. Hacen que sus palabras integren las piezas de un falso rompecabezas y rara vez sueltan al público para que lo arme. No dejan cabo suelto. No hay salida ni escapatoria. Para cualquier lado que uno vea, es la misma podrida y comprada realidad. Un medio informa algo y el otro lo repite, un extraño modelo de comunicación nos acorrala. El poder se vale de las mismas estrategias en varios medios, así es que no hay escapatoria. Sólo una pequeña élite conoce las fuerzas y causas verdaderas. Sólo una controla la forma y distribución de la noticia. Ellos eligen cuál de los emergentes se vuelve un producto comunicativo.
A conclusión, usan la prensa para comunicación de élite a élite. Mientras que el consumidor interesado se jode chupándose el dedo envuelto de mierda más que de atole.
Esta falta de ética o exceso de lealtad al gobierno es el eje del libro Morir en el golfo , de Héctor Aguilar Camín. Su texto expone la forma como se da la nítida guerra entre aquellos que luchan por algún espacio en el poder. Ésta, la historia del líder petrolero Lázaro Pizarro habla del crimen como recurso para dirimir conflictos, de las batallas políticas y personales, de la forma como la prensa vive enajenada en el alcohol, del modo como se consigue cínicamente la noticia. En pocas palabras, destruye el mito de la prensa libre y el superhombre que era el periodista y levanta al otro, el antihéroe, el dador de vida de un falso mito (el presidente), el que acepta la “lana” que no corrompa, el que domina y adormece a los nervios sin matarlos, el que hace del mundo una mano que no besa nadie.
Así es nuestro sistema y nuestras costumbres, bonito manual de Carreño nos heredaron. Así son sus caprichos y arrogancias. Es como ver un film negro y salir confundido rezando el Rosario.
Entorno al mito presidencial cuenta Aguilar Camín, cómo la prensa se torna una caravana, un largo festejo de información y dinero que inventa, en la campaña presidencial, a un presidente cuya inmortalidad se debe lograr en seis años. Así lo enuncia y lo denuncia: “Siete u ocho meses para amplificar voz y voluntad, rostro y gestos del candidato, su inocencia en el desastre precedente, su patriotismo en el arreglo que vendrá, su paso triunfal por cada pueblo, registrado en cada periódico, en cada emisora radial, en cada pantalla televisiva, hasta formar con la suma la gran efigie mayor, nuevamente mitológica, del presidente de México”.
Ese es nuestro orgullo: otorgar créditos y honores al que no los necesita ni merece, dar atributos innecesarios a quien se burla de nuestra condición. Éste poder que poseen tanto los que gobiernan, como los que difunden su forma de gobernar está muy lejos de la explicación dada por Dofstemberg, al afirmar que el poder “es un concepto universal. Todo gobierno, de donde quiera que derive su fuerza, lleva consigo la convicción de su legitimidad o por lo menos, aspira justificarse. Necesita de la legitimidad del poder si pretende seguir operando en un sistema social de equilibrio y democracia”.
Sin embargo, en los sistemas, como el nuestro, muchas veces la legitimidad es simplemente una formalidad, porque no hay una legitimidad concreta, real, sino una que no está sirviendo a todos los ciudadanos, sino a unos cuantos que tienen en sus manos el poder económico y político.
Esta fábula no es más que la repetición de modelos y estructuras. Prueba de ello es que se muestra, nuestra historia, como la sátira del autoritarismo, el desequilibrio, la antidemocracia y abuso del poder a través del periodismo, muy semejante al universo expuesto por Orson Welles en El ciudadano Kane .
Esa es la ética del periodista, esa es la forma como el presidente, cuasi dios, transforma al hombre y a la sociedad . Lo moldea a su gusto y preferencia. Lo hace a su imagen y semejanza. Lo dota de una falsa costilla que fácilmente se desprenderá ante la presencia de un hambriento perro o alguien que la defienda como tal.
Nadie como ellos sabe controlar el destino de los hombres y de las palabras que deben llegar a sus oídos. Nadie como ellos sabe como debe guiarse este país. Quizá por ello violentan el presente y el futuro, fracturan el sistema sin buscar justificación, acuerdo o complacencia. Nadie como ellos se apasiona por el equilibrio permanente en el cambio incesante.
Sólo ellos saben que es imposible que el gobierno renuncie al ejercicio del poder. Sólo ellos saben cómo el gobierno y el poder se identifican. Sólo ellos saben que la labor del periodista es recordar y hacer recordables sus nombres. Ellos son los cómplices de la prensa y la ciencia de la mentira. Ellos buscan la castidad en la casa de citas. Ellos saben que el infierno está hecho con las omisiones del gobierno. Sólo ellos saben que al periodista le ha tocado la labor más difícil: empedrar el camino.
LUCHA ENTRE DOS MUJERES POLICÍA POR MULTAR A UN HOMBRE QUE VIAJABA EN BURRO A MITAD DEL PERIFÉRICO
Yo, siempre quise estar del lado de los malos, ser un hombre común (mas no corriente), de los que piensan y dicen lo necesario para ser reconocidos como diferentes, individuales, intocables. Siempre anhelé entablar una batalla contra la hoja en blanco, el pulso de unos tipos e impregnar cada afirmación con el peso alérgico de la tinta y el papel. Siempre quise ser de esos... que algunos llaman, simplemente periodistas. Quizá por ello, toda esta mala fe.