De perfil en la ionosfera
“Un tiempo vendrá
en el que, con gran alegría,
te saludarás a ti mismo,
al tú que llega a tu puerta,
al que ves en tu espejo
y cada uno sonreirá a la bienvenida
del otro,
y dirá, siéntate aquí. Come.
Seguirás amando al extraño que fuiste
tú mismo.
Ofrece vino, Ofrece pan. Devuelve tu
amor
a ti mismo, al extraño que te amó
toda tu vida, a quien no has conocido
para conocer a otro corazón
que te conoce de memoria.
Recoge las cartas del escritorio,
las fotografías, las desesperadas
líneas,
despega tu imagen del espejo.
Siéntate. Celebra tu vida”.
(El amor después del amor, Derek
Walcott).
Desde hace siete semanas el mundo es otro. Los festejos hoy se viven en
el encierro. Apagando velitas frente a una cámara y recibiendo abrazos desde un
WhatsApp.
Ya nos tocaron los cumpleaños, días festivos, las vacaciones, el Día del
Niño, el Día del Trabajo y próximamente: el Día de la Madre, del Maestro y
quizá del Padre en el confinamiento. Ya sabemos lo que implica cantar las
mañanitas en tono solitario y recibir regalos vía Amazon.
Celebrar, ese acto de sentido construido en colectivo es desde hace
siete semanas un momento que se vive desde el modo hiperconexión.
“Las mañanitas” se comparten como un podcast
y el recuerdo permanecerá en una grabación de Zoom. Nos queda claro que el
festejo durará una transmisión. Nuestra vida en modo streaming. Hoy somos datos y píxeles que navegan en la red. Somos
beduinos del ciberespacio, vagabundos del pixel.
Los actos significativos ya los hemos migrado todos al modo digital. Nuestra
vida de aislamiento, es la historia de un departamento, de una mega conexión.
No hay un solo momento que no se haya migrado a internet. Nuestra
existencia entera puede ubicarse en esos lares.
Habrá que construir semánticamente su toponimia y pensar en trazar la
cartografía que describa los niveles de sentido, experiencia, expresión, que
ahí se viven. Nuestro modo de ser y estar hoy ocurren en lo postline. En ese eje continuo de
vivencias dentro y semi fuera de línea.
Nuestra vida por completo empieza a desplazarse al territorio digital.
Nos hemos vuelto interfaz de intercambio de nuevos capitales. La riqueza de
muchos está en su capital de vinculación para romper con ello el aislamiento y
la soledad.
Para otros su capital está en la manera como rearticularon su info riqueza
y logran librar la batalla de la desinformación.
Desde hace siete semanas el mundo es otro. Amanecemos diciendo Tweetmornig; brindamos con los cibernavegantes; nos damos lecciones con
un post; hablamos de los efectos de
las videollamadas; evitamos el contagio
de la infodemia; rediseñamos el hogar con una App; maldecimos una nota con un
emoji…
Celebrar la vida desde una video señal es la síntesis del mundo que
viene. Imaginar el mundo desde la supraconexión, no es quizá el tipo de aldea
que imaginamos. Cambiamos los caminos tortuosos de las calles empedradas por
surfear la red e ir colgando cookies
en todos los sites que nos permite nuestra
conexión.
Nuestra caverna digital tiene un aparente espacio ilimitado, pero el
fuego no permite proyectar todas las sombras posibles para engañarnos del todo.
La fascinación empieza a desvanecerse y dejara ver que la metáfora de la nube,
todo lo vuelve intangible. Los tiempos líquidos eran otros, los de la
simulación. Por lo menos con el líquido juegas a atraparlo y se te escurre.
La metáfora ha cambiado. Los días de la nube, son los del autoengaño. Lo
gaseoso no se termina de captar. Cuando estás dentro de la nube, todo lo ves
borroso. Paradójicamente el COVID lo que se lleva es nuestra capacidad de
respirar. Se lleva nuestro halo vital.
La vida en la nube empieza a evidenciar que necesitamos otras branquias
para respirar. Hoy extrañamos la vida tangible, corpórea, situacional. Echamos
de menos nuestros lugares; los abrazos; los olores húmedos del campo y los
vapores acres de las calles sin barrer; los sonidos callejeros; las horas
contemplando las hojas caer frente a los parques, las tazas astilladas de aquel
viejo café de nuestro barrio. Nos hacen tanta falta esos pellizcos de realidad.
Al final saldremos de esta cuarentena con nuestro password tatuado en la existencia. El dolor de estos días dejará
una fuerte marca en nuestro ser. El tapaboca será nuestro Sanbenito.
Desde hace siete semanas dejamos nuestra vida en manos de lo etéreo, lo
impulsivo, lo que circula llenando los espacios, desintegrándose al segundo,
aunque deja un espejo de sí.
La vida es hoy un gas, un caos, apelando a su raíz. Su condición
vaporosa nos presenta hechos de baja densidad y gran velocidad. Todo en ella
está indefinido.
Hoy son los días de la nube. La presión ha subido. Hoy nuestras
partículas están poco unidas entre sí y por ello nos expandimos a lo largo de
este gran contenedor. Vibramos en desorden, sin podernos sujetar de la realidad
con firmeza. En el ciberespacio nuestra gravedad es otra; por ello, sentimos
que flotamos entre momentos incoloros, inodoros e insípidos y otros de
referencia desagradable y colores alterados.
Desde hace siete semanas nuestra realidad se ha enmarcado en esta
condición vaporosa sublime. En esta nueva fase de la historia, la temperatura y
la presión existencial es otra.
Celebrar la vida como moléculas no unidas, expandidas y con poca fuerza
de atracción hace que los días no tengan volumen ni forma definida. Nos hemos
adaptado al contenedor de un cuarto y una red.
Nuestros días del presente hacia el futuro pintan a que guardaremos la
compresión del plasma, ese gas ionizado. Dejamos el átomo por el bit, la imagen
por el pixel. El plasma conduce la electricidad de nuestra existencia y apaga
las velitas que en la pantalla brillan como letreros de neón.