Abstract
La decodificación de la
realidad por parte del individuo se realiza considerando la información que
recibe de los siguientes generadores de contenido: familia, amigos,
instituciones, sociedad en general y los medios de comunicación (en su gran
mayoría de la televisión). Todos ellos interactúan mediante la emisión de
referentes simbólicos que la persona habrá de interpretar, jerarquizar y
valorar para darle un sentido a su realidad.
La decodificación de la carga de violencia mediática por parte
del individuo tendrá que ver con la manera como suma todas estas variables. Así
tenemos que el impacto global de Violencia
mediática dependerá no sólo de la televisión, sino de las distintas cargas
de violencia simbólica que reciba de
su entorno.
La presente investigación pretende indagar bajo un modelo axiológico -semiológico- sistémico cómo se da esta interacción simbólica entre el individuo, los medios y el entorno y
la manera como éste construye su realidad y cómo es que llega a establecerse
una relación de acoso moral con la
televisión.
Este acoso moral que no se percibe como violencia directa sino
simbólica puede conseguir la destrucción de una vida, a través de mecanismos
perversos y depredadores como la seducción, falta de respeto, insinuaciones,
abuso de poder, destrucción de la autoestima, abuso narcisista y sexual,
alusiones malintencionadas, mentiras, humillaciones y manipulación que pueden
derivar en: insomnio, migraña, dolor de estómago, depresión, agresión a otros,
autoagresión como consumo y abuso de alcohol y drogas, anorexia, bulimia,
ortorexia o vigorexia y, en el peor de los casos, suicidio.
La afectación de la televisión en la vida de las personas –que
pretendemos mostrar- no es directa sino resultado de un complejo círculo de relaciones simbólicas que llevan a los
televidentes a corromper sus ejes referenciales y axiológicos hasta creer que
su modo de acceder al mundo es auténtico, genuino y personal y no tanto
producto de la voluntad externa de los generadores
de contenido.
En los últimos años se han dado una serie de casos de
“víctimas directas” de la televisión; se han registrado acciones violentas
atribuidas a los medios masivos incluso llegando a forzar las afectaciones sin
logar demostrar un impacto real y directo de la televisión sobre el espectador.
Pese a la extensa documentación que existe, poco se habla del lado oscuro de la
comunicación y el fenómeno de expansión de esta forma perversa, cotidiana,
dominante y privada de violencia moral.
Quien hoy día es acosado moralmente por la televisión debe ser
visto como víctima y en su caso, la mediatización
acosadora debe estudiarse con la misma seriedad y profundidad como hoy día
se analizan los procesos de victimización a nivel psicológico, moral, cultural
y legal.
¿Hasta dónde somos conscientes de nuestra condición de agresores –como productores de
contenidos comunicativos- y agredidos
–como víctimas de este proceso de destrucción moral? ¿Podemos quedarnos con las
manos cerradas cuando la sociedad está siendo afectada con víctimas mediáticas?
¿Estaremos dispuestos a asumir la complicidad de tan desviados comportamientos?
En respuesta a estas interrogantes se han propuesto una serie de alternativas
entre ellas la fórmula de equidad
axiológica que insiste en una triada
comunicativa (basada en un enfoque ético y personalista de autorregulación)
e integrada por: la responsabilidad creativa, la mediación ética y la educación
para la recepción.
Introducción
Hoy día los medios de
comunicación han ampliado su función informativa y de divertimento para pasar a
ser, por un lado, educadores y formadores de ideas y creencias; y por otro, los
principales difusores de tradiciones, costumbres, estilos de vida, pautas de
conducta e intercambio de valores. Tal es su influencia que podemos afirmar que
los medios de comunicación están configurando junto (o en ausencia) de la familia,
las instituciones, el Estado y la Religión, el significado de la experiencia y
la existencia humana. Este patrón de significados transmitidos por formas
simbólicas mediatizadas es lo que está dando sentido a un sinnúmero de vidas y
por ende, configurando una civilización
signocrática.
En este sentido, comunicar se ha vuelto un hacer empatía simbólica con el espectador para
que éste le dé un sentido: a) Referencial
(relacionado con la realidad exterior y objetiva), b) Emotivo (centrado en el mundo afectivo); c) Apelativo (vinculado con el deber
hacer o lo que se desea que se haga); d) Fáctico (interrelacionado al nivel de contacto); o e) Poético (íntimamente ligado al estadio
estético de los significantes y significados empleados para decodificar el mundo)
a su vida (Hidalgo, Baran, 2005: 12).
La conciencia, la comprensión y el conocimiento del mundo por
parte de la persona depende en gran parte de su grado de predisposición, su
exposición, percepción, memorización selectiva y de la potencia efectiva de la
televisión.
Nuestro modo de proceder en el ámbito social está guiado y
configurado por presiones culturales, mediáticas y familiares; de hecho, los
símbolos culturales son aprendidos a través de la interacción y después
intervienen en dicha interacción dando significado a las cosas y
posteriormente, el mismo significado controla el comportamiento (Hidalgo,
Baran, 2005: 636-640). Con ello podemos afirmar que la experiencia de la
realidad es una elaboración social
continua en la que la comunicación se torna un comportamiento simbólico a
varios niveles de intercambio de valores y significados. Dichos significados
simbólicos son negociados por los participantes de la cultura y en muchos
casos, como es el que nos concierne, terminan siendo tan poderosos como para
construir y mantener una realidad uniforme (homogenización de la realidad y
estabilización de patrones sociales); imponer modelos de belleza, roles
sexuales, religiosos y procesos jurídicos; o para seducir perversamente y
generar acoso moral y violencia manifiesta. Enrique Lynch nos dice con relación
al proceso de emulación de la visión: “Más que una copia de la realidad, se
trata de una construcción” (Lynch, 2000: 50) lo que hace nuestra mente; y ello
es el engaño.
La construcción simbólica de la violencia
Mucho
se ha estudiado la relación entre las presentaciones de los medios de la
violencia y el comportamiento agresivo subsecuente. Entre los motivos están los
contenidos agresivos en la televisión y el repunte en la violencia real que ha
venido experimentando México en los últimos años.
Según el informe presentado por el INEGI
en el área de Estadísticas Judiciales en
Materia Penal, en los últimos nueve años se ha dado un incremento de poco
más del 15 por ciento en actividades delictivas registradas en los juzgados de
primera instancia del fuero común en los que participaron más de 1,262,296
delincuentes (1,127,608 hombres y 134,643 mujeres) (Ver Cuadro 1).
Cuadro 1
Casi al mismo tiempo, la televisión se
consolidó como el medio de masas dominante del país. Según
reportaba el investigador mexicano Carlos Gómez Palacio en su libro Comunicación y Educación en la era digital,
la televisión había alcanzado para 1998, un nivel de penetración del 87 por
ciento en áreas rurales y 97 en zonas urbanas siendo considerada por los
mexicanos como el medio más creíble. En los hogares mexicanos existían 1.8
televisores en promedio. La clase alta registraban 3 televisores y las clases
bajas llegaban a tener 1.3 televisores. El 86 por ciento de los telehogares
poseía equipos a color; 80 por ciento hacía uso de equipos con control remoto.
El 85 por ciento de los televisores se podían encontrar en la recámara
principal, sala y recámara de los niños. Los géneros televisivos de mayor rating eran las películas, las
telenovelas, deportivos, magazines, informativos sensacionalistas, cómicos,
musicales, noticiarios, programas de concurso y series americanas (Gómez
Palacio, 1998: 88-94).
En 2004, Sergio
González Rodríguez realizó un estudio similar para el Departamento de
Investigación del periódico Reforma
en el que encontró que el 80 por ciento de las personas entrevistadas ven dos
horas 23 minutos de televisión todos los días, en su mayoría, reality shows, parodias y programas
violentos (Hidalgo, Baran: 50-51).
Haciendo una rápida revisión de la oferta
televisiva actual podemos encontrar que la violencia mediática cada vez se hace
más gráfica, más compleja, más simbólica y más difícil de determinar en cuanto
al tipo de impacto directo que tiene en el espectador.
Quizá por ello nos es tan comprometido
establecer -como en las décadas anteriores- que cierta violencia en los medios afecta a ciertas personas en cierta
forma durante cierto tiempo.
La perspectiva de transmisión de la
comunicación (que insistía en un efecto tipo estímulo respuesta) y el paradigma
de los efectos limitados se ha quedado corta para esclarecer la relación causal
directa entre la violencia televisada y el comportamiento antisocial; así como
la idea de que ver violencia en la televisión induce el comportamiento agresivo
innato en las personas.
En su momento (1965) Albert Bandura
demostró a través de algunos experimentos de laboratorio una relación causal
directa entre el contenido violento y el comportamiento agresivo (modelo de estimulación). De ahí que su
posterior modelo de las claves agresivas mantuviera
la idea de que los mensajes televisivos podían sugerir que ciertas clases de
personas, por ejemplo mujeres, niños o extranjeros, fueran objetivos aceptables
para la agresión del mundo real, incrementando, por tanto, la probabilidad de
que algunas personas reaccionaran con violencia hacia personas de estos grupos.
Tanto el modelo de las claves agresivas como el de estimulación se basan en
la teoría
de aprendizaje social. Esta última teoría ofreció una explicación científica para la investigación que sí
demostró una disminución en la agresión después de ver violencia. Este fenómeno
se explicó no por el poder catártico de la televisión sino por sus efectos
inhibitorios. Es decir, si la agresión se presenta en un programa como
castigada o prohibida, de hecho puede orillar a la menor probabilidad de que se
modele ese comportamiento.
La teoría
de aprendizaje social también introdujo el concepto de reforzamiento vicario, que es la idea de que el reforzamiento observado opera simbólica
y referencialmente del mismo modo que el reforzamiento
real. Es decir, ver por la televisión que castigan al personaje malo es
suficiente para inhibir una agresión subsecuente por parte del televidente. Por
desgracia también se descubrió que cuando se castiga a los malos, lo hacen
hombres buenos que suelen emplear actitudes agresivas. La consecuencia de ello
es que cuando los medios presentan el castigo a un comportamiento agresivo,
están reforzando esa misma conducta negativa.
Otro concepto importante a considerar
como aportación es el de incentivos
ambientales, que es la noción de que los estímulos sociales pueden provocar
que los televidentes ignoren el reforzamiento
vicario negativo que aprendieron
a relacionar con un comportamiento determinado. Esto es: al mismo tiempo que se
observa y aprende, los observadores también aprenden a no hacerlo. Cuando el
mundo real ofrece una recompensa suficiente, se puede demostrar el
comportamiento que se aprendió originalmente.
Aunado a estos descubrimientos, los
investigadores seguidores de Bandura encontraron que no necesariamente aquellas
personas predispuestas a la violencia sean más influenciables por la agresión
de los medios pues en cualquier momento esta disposición puede ser encendida en
algún espectador. No obstante, las personas que cargan cierto grado de
frustración previamente a su exposición a la violencia en los medios, pueden
tener mayores probabilidades de tener un comportamiento agresivo posterior.
Después de esta rápida revisión
conceptual vinculada con la interacción
simbólica, la construcción simbólica social y la violencia, vuelven las
preguntas obligadas que mueven este texto: ¿quiénes son los afectados por la
violencia de la televisión?, ¿es posible que exista un grupo de personas que
han sido afectadas indirectamente por la televisión?, ¿de qué manera se
establecería hoy día dicha relación entre agresión, televisión y espectador?,
la desensibilización emocional hacia la violencia por la cantidad de estímulos
sociales ¿es la razón por la cual nos cuesta tanto trabajo medir y controlar?
La interacción simbólica de la violencia:
maltrato Psicológico y acoso moral
Hace
algunos años se desarrolló en Estados Unidos una disciplina denominada Victimología dedicada a: analizar las
razones que llevan a las personas a convertirse en víctimas; cuáles fueron los
proceso de victimización; las consecuencias en las víctimas; y, los derechos a
los que se aspiran. En 1994, se retomó en Francia esta disciplina propia de la
criminología y se empezaron a desarrollar cursos de formación y análisis para
entender con ello cómo es que una personas puede conseguir destruir a otro, ya
sea a través de: violencia directa, manipulación perversa, tortura moral,
humillación, manipulación malévola, mentira, falta de respeto, abuso
narcisista, perdida de autoestima y asesinato psíquico.
Entre los principales autores de esta
tendencia teórica, psiquiátrica y terapeútica encontramos a Marie-France
Hirigoyen quien ha trabajado el análisis de las secuelas psíquicas de las
personas que han sido víctimas de agresiones en tres ámbitos: pareja, familia y
empresa. En su área de investigación, Hirigoyen encontró un patrón conductual
que clasificó como Acoso moral. Esta
categoría que para Hirigoyen define un tipo psicológico enfermizo, le ha
permitido entender: 1) el desplazamiento de la violencia perversa en la vida
cotidiana; 2) cómo se establece la relación entre los protagonistas de la
violencia; y 3) las consecuencias que tiene para la víctima.
El trabajo de Hirigoyen y el enfoque
criminalístico pueden ser de gran utilidad para los que nos encontramos
desarrollando investigación de los efectos de los medios de comunicación, ya
que al vincularlo con la teoría de la interacción
simbólica y el enfoque sistémico
nos sugiere: 1) pensar en la necesidad de gestar un área de investigación
denominada Victimología mediática que
indague en la etiología del fenómeno; 2)
retomar el patrón conductual del acosador
moral y ver en qué medida la televisión cumple con este perfil de
victimario; 3) desarrollar un modelo sistémico que permita entender cómo, a
través de un proceso de interacción
simbólica, los generadores de contenido y la televisión establecen una
relación de seducción, comunicación y violencia perversa trazando con ello una iconósfera de la violencia que termina
afectando de modo indirecto al telespectador; 4) entender en qué medida el
contexto sociocultural, las instituciones y la construcción social simbólica establecen aparentes límites y
círculos de relaciones de acoso moral;
y 5) proponer una serie alternativas de axiología
y responsabilidad mediática para ayudar a las víctimas del acoso mediático.
Televisión y acoso moral
En
el menú casuístico de la violencia televisiva y los actos violentos registrados,
podemos encontrar desde los estudios de perspectiva de la víctima hasta la
simple tabulación de lesiones físicas y agresión. En su momento, fueron sujeto
de análisis tanto la televisión, los contenidos televisivos, como los
espectadores bajo las perspectivas teóricas de disciplinas como la psicología,
la antropología, la sociología e incluso el derecho. Por nuestro interés
centrado en la interacción simbólica
y la construcción sígnica de la realidad,
nos ha parecido interesante recontextualizar la aportación de Hirigoyen en el
campo de la semiótica visual y ver si es a través de esta categoría conceptual
que podemos encontrar el modus operandi
del puente simbólico que se tiende entre el generador de contenido, el mensaje
televisivo y el espectador. Esto pensado ya que al igual que entre las parejas,
entre el contenido televisivo y el sujeto también se puede establecer una
relación perversa en dos fases: seducción-manipulación perversa y violencia
manifiesta.
La primera etapa sería de preparación y confianza.
Siguiendo la lógica de Hirigoyen, la televisión, con sus contenidos, atrae de
manera irresistible y poco a poco va corrompiendo y sobornando al espectador
falseando la realidad y mostrando una serie de símbolos sugerentes de manera
secreta o velada en cada una de las escenas. Esta interacción no es frontal, ya
que este fluir simbólico se logra cuando capta el deseo y la admiración
apoyándose en los instintos del espectador. La televisión busca por naturaleza
misma de su lenguaje, fascinar sin ser descubierta. Jean Baudrillard decía que
“la seducción conjura la realidad y manipula las apariencias” (citado en
Hirigoyen, 1999: 80).
Entre el espectador y el mensaje se
establece un ritual sígnico que bajo el efecto seductor confunde, borra los
límites de la realidad, aliena, lleva a idealizar, apasiona, bloquea los
defectos y desdibuja los efectos de las acciones tomadas después del consumo
televisivo. Esta seducción no busca la complementariedad y fusión posterior
entre medio-sujeto; sino que al igual que el seductor perverso, conduce al
receptor, sin posibilidad de argumentar, a comportarse de un modo diferente a
lo que haría de manera libre y voluntaria. Por ejemplo, las personas saben que
la gran mayoría de las dietas chatarra que anuncian en la televisión dañan la
salud, sin embargo, según reportó en su artículo L. M. Kirk, 81 por ciento de
las niñas de 10 años tienen miedo a ser gordas y 42 por ciento de las pequeñas
de primero a tercer grado “quieren ser más delgadas” cuando sean grandes (Hidalgo,
Baran: 21) y serían capaces de practicar cualquier dieta con tal de encontrarse
dentro de la “norma” cultural de esbeltez y belleza que promueve la televisión.
La seducción perversa hace creer al
televidente que es libre. Sin embargo, todo es un timo, un engaño, una mentira.
El sentido crítico, si se carece de una alfabetividad
visual o una formación para la
recepción, se anula influyendo en gran mediada en el aspecto intelectual,
axiológico y moral. Cuando la televisión seduce y establece esta relación
perversa, se apropia de la mente de la víctima-espectador y su dominación puede
ser en tres niveles:
1.
“una acción de apropiación mediante su desposeimiento
personal;
2.
una acción de dominación que mantiene al otro
(espectador) en un estado de sumisión y dependencia;
3.
Una acción de discriminación que pretende marcar al
otro (al que no responde al modelo o estándar conductual propuesto)”
(Hirigoyen: 81).
Esta dominación está cargada de
componentes negativos pues se pierde la capacidad de resistencia, la crítica,
el margen de tolerancia e insensibilidad se amplía, se adquiere una visión
utilitaria, los otros son cosificados y el espectador se vuelve más dócil. La
seducción perversa que establece el acosador
moral no destruye de modo inmediato, la sumisión a la televisión es lenta
ya que el fin es tener al espectador a su disposición mientras le sea útil.
Caso típico son los anuncios de cerveza en los que no se dice directamente
“tome cerveza X” sino que el mensaje que transmiten es de tipo ritual dando la
impresión simbólica de que no es posible divertirse en una sociedad sin alcohol
y que necesariamente las personas bellas y atractivas están vinculadas con este
tipo de práctica social.
Los efectos de esta seducción se pueden
percibir por un lado en los cambios de personalidad ya que la víctima
televisiva empezará a manifestarse temerosa, insegura, dependiente,
desequilibrada psicológica y moralmente, quejumbrosa, negativa y con una
valoración personal muy baja; por otro, en cambios conductuales que tienden a
la anorexia, bulimia, ortorexia, vigorexia, consumismo, hedonismo, relativismo,
materialismo, violencia social, física y sicológica, así como a la
automutilación, agresión y suicidio.
El proceso de seducción perverso se logra
gracias a que el nivel de comunicación en el que se mueve esta televisión
acosadora moralmente es en la paradoja, la mentira, el sarcasmo, la burla, el
desprecio, la difamación y el engaño. Además, el tipo de acoso moral de la
televisión dependerá del género explorado y su lenguaje particular:
noticiarios, talk show, reality show, comedia de situación,
programa infantil, juvenil, musical, deportivo o chismes de la farándula.
Prueba de esta interacción y seducción
perversa tenemos algunos casos recientes. El 26 de enero de 2000, el New York Times informó el caso de Lionel
Tate, un niño de 12 años que había sido declarado culpable de homicidio en
primer grado por el asesinato de la niña Tiffany Eunick a quien arrojó contra
una mesa un año antes (julio de 1999) emulando una sesión de lucha libre que
había visto en la televisión. Ese mismo año el periódico británico The Telegraph reportó cuatro muertes más
de pequeños que habían imitado violencia televisiva (Zenit, 2001).
¿Cómo es que se hace posible este
desdoblamiento entre la imagen y la realidad?, ¿podemos hablar de conductas
teledirigidas?, ¿en qué grado puede la televisión administrar o estimular
nuestros comportamientos desordenados? Furio Colombo, en sus reflexiones sobre
los efectos imprevistos de la televisión nos dice que entre lo real y lo irreal
se produce una confusión, un efecto de distorsión mental ya que la trampa
seductora se da cuando la televisión busca crear un puente de “valores comunes”
para que así seamos protagonistas de una ficción en la que todo aparece
magnificado dando la impresión de que el suceso narrado es el centro del mundo
y nosotros la frontera (1983: 37-51).
Ahora bien, el terreno de confrontación mental donde ocurre esta
confusión expuesta tanto por Colombo como Hirigoyen es el lenguaje, pues el
dominio es posible ya que transpira a través de las insinuaciones y la
manipulación. Esta comunicación perversa es indirecta y utilitaria. Alfonso
López Quintás, añade que además es reduccionista y objetiviza a la persona ya
que domina sus apetencias y la hace incapaz de elegir en virtud del ideal y
sentido que tenía su vida. La televisión, como hemos dicho, embriaga y seduce,
impide tomar distancia para percibir los riesgos. En pocas palabras, “nos
quiere vencer sin convencernos” (2001).
La imagen es encantadora al grado de
deformar el lenguaje, su mensaje es voluntariamente vago, impreciso y confuso.
Por un lado son figuras bellas, exóticas y placenteras; por otro lado, son
puntos suspensivos abiertos a la interpretación y al malentendido. La atracción
de las imágenes está más en la forma que en el fondo; su dominio técnico,
abstracto impresiona por su aparente erudición superficial y su dogmatismo
iconográfico. Sin embargo, sus insinuaciones silenciosas que nos dicen sin decir, son falsificaciones
de la verdad. La televisión se ha convertido en un perverso narcisista que
niega la totalidad de las persona, se burla de todo; la ironía y sarcasmo con
que establece vínculos afectivos con el espectador, en realidad son máscaras
para ocultar las calumnias, mentiras y difamaciones que hace.
Esta forma astuta y oblicua de influir
sobre la voluntad, termina por desestabilizar al espectador pues como dice
Hirigoyen: “se burla de nuestras convicciones; nos ridiculiza en público; nos
ofende delante del mundo; nos priva de cualquier posibilidad de expresión; hace
guasa de nuestros puntos débiles; hace alusiones desagradables, sin llegar a
aclararlas nunca; pone en tela de juicio nuestras capacidades de juicio y de
decisión” (Hirigoyen: 93).
Cuando la televisión manipula nuestras
acciones conductuales, ideológicas y morales, nos debilita, humilla, desquicia,
desestabiliza, en pocas palabras, nos destruye.
La descalificación que produce la televisión perversa en el telespectador
termina por hundirlo, pero paradójicamente la lleva a revalorizarse como el
“medio de medios”.
La víctima mediática hasta el momento no
es consciente de que hay violencia directa ni mucho menos indirecta. Como los
niños del ejemplo citado. La manipulación en ellos fue tan sutil, subterránea y
subcutánea, que jamás dieron cuenta que habían sido sometidos por un tirano que
los estaba dominando a su voluntad. De ahí que los generadores de contenido de
la televisión argumenten en su defensa que los culpables fueron los niños, ya
que actuaron de manera libre y voluntaria y que si respondieron de manera
agresiva fue por la mala educación que dieron sus padres y no por lo que vieron
en la televisión.
La violencia perversa que ejerce el
acosador moral, se ha vuelto, como decíamos, cada vez más indirecta, simbólica
y sugestiva. Esta puede ir de la
violencia contra la persona (atacando la dignidad y condición natural de
hombre y mujer promoviendo la ambigüedad sexual, la homosexualidad, el
machismo, el feminismo radical, el mal gusto, la degradación, la vulgaridad); contra la familia (dando golpes bajos a
su institucionalidad natural, promoviendo el aborto, el divorcio, la unión
libre, la promiscuidad sexual, la conciencia anticonceptiva, la esterilización,
la eutanasia, el suicidio asistido); contra
la fe (induciendo al fanatismo, al sectarismo, la blasfemia, el
anticlericalismo, el desprecio contra las concepciones religiosas y el
exclusivismo religioso); contra la
convivencia filial (promoviendo la envidia, la codicia, la avidez, el
resentimiento, la tensión, el odio); contra
la salud (promoviendo el consumo de drogas legales e ilegales, la vida al
extremo, estándares de moda y belleza que derivan en la anorexia, la bulimia,
la ortorexia, la vigorexia) y contra la sociedad (el fomento de la rebeldía,
los actos violentos, la hostilidad, el conflicto, la inseguridad, el racismo,
el clasismo, la xenofobia, los atentados contra la autoridad, la inhibición de
la justicia, la solidaridad y la búsqueda del bien común).
La violencia que ejerce la televisión
como acosador moral es fría, verbal,
sígnica, icónica y se construye partiendo de la denigración, la hostilidad, la
señalización de condescendencia y ofensa, las amenazas indirectas (“si no
tienes no eres”) y las veladas (“quien no bebe no se divierte”), el chantaje, el
desplazamiento o la exclusión visual, induciendo al sufrimiento y la
frustración (Hirigoyen: 101-107).
Ahora bien, ¿qué tipo de comportamientos
manifestará la víctima del acoso moral? La gama de comportamientos según la Academia Americana de Psiquiatría Infantil y
Juvenil pueden ir de los “explosivos arrebatos de ira, agresión física,
peleas, amenazas, intentos de herir a otros, pensamientos homicidas, uso de
armas de fuego, crueldad hacia los animales, encender fuego, destrucción
intencional de la propiedad y el vandalismo” (1998).
La iconósfera de la violencia y la nueva
significación social
¿Es
la televisión un acosador solitario?, ¿es posible intentar acabar con la
violencia mediática sin hacer algo en el ámbito familiar, institucional y
social?, ¿hasta dónde la rutina del consumo televisivo se entremezcla con la
violencia social y familiar generando lazos de complicidad simbólica?
Lorenzo Vilches nos comparte en su texto La televisión, los efectos del bien y del
mal, un estudio realizado por el Surgeon General United Status Public
Health Service, en el que se demuestra cómo es que la violencia social y la
televisiva no pueden separarse (1993:
41); pues los valores, puntos de vista y expectativas que son emitidos a través
de los contenidos televisivos son aquellos que desean difundir los generadores
de contenido (productores, guionistas, dueños de canales y cadenas, jefes de
información). Estos generadores de contenido, toman del ambiente social,
económico, político e ideológico los conceptos base que transmiten con la
intención de afectar para bien o para mal, el desarrollo de la personalidad,
los procesos de socialización, las respuestas emocionales y físicas del
espectador (Esquema 1, 2).
Esquema 1
Socialización axiológica
Esquema 2
Cadena de legitimación de la violencia
Así tenemos que existe una cadena de legitimación y producción de la
violencia en la que intervienen los productores de valores o antivalores
sociales, los generadores de contenidos, la televisión, las instituciones formales
e informales, la familia y el receptor. Entre todos ellos hay interacción y
afectación continua lo que da una dimensión
sociopolítica-cultural-económica-institucional y mediática a la violencia. Por
ello es muy importante ver que el concepto de acoso moral simbólico nos hace más amplio el concepto de
afectación. Esta afirmación coincide con lo descubierto y reportado por George
Gebner:
“La violencia connota una gran variedad de violaciones
mentales y físicas, emociones, injusticias y transgresiones de las normas
sociales y morales. En este estudio, la violencia fue definida en su estricto
sentido físico como un árbitro del poder. Los analistas estaban instruidos para
registrar como violenta sólo <<la abierta expresión de la fuerza física
contra otros o contra sí mismo, o el empujar a una acción que podría acarrear a
alguno una herida o la muerte>>. La expresión de injurias o de fuerza
letal ha sido tratada como real en los términos simbólicos del drama. El humor
y la violencia absurda han sido tratados como reales, aun cuando tenían un
presumible efecto cómico. Pero las amenazas vacías, el abuso verbal o los
gestos cómicos sin consecuencias reales no se consideraron violentos. El agente
de violencia puede ser todo tipo de criatura, y el acto puede aparecer como
accidental o intencional. Todos los caracteres sirven a los objetivos humanos
en el reino de lo simbólico, y los accidentes o las causas naturales sólo
ocurren en el contexto de la ficción” (citado en Vilches, 1993: 43).
Este proceso es lo que en psicología se
entiende por socialización, es decir, la “internalización de los valores y de
las pautas de conducta de la sociedad, en la cual vive y se desarrolla el
individuo, los medios de comunicación” (Pérez, 1996: 83). Todos estos agentes
socializadores afectan y modifican la conducta del receptor. Lo que parecería
una construcción compartida de sentido, habría que cuestionarla como una
imposición, manipulación, resemantización y recomposición sintáctica y
pragmática según los intereses del acosador moral.
Con ello en mente, establezco un modelo Sistémico de victimización mediática
para proponer una Victimología mediática que
estudie no sólo a la televisión como acosadora moral sino todo el contexto con
el que interactúan las victimas televisivas para ver cómo se da la interacción simbólica axiológica, la
resemantización, recomposición y refuncionalización entre todos los
involucrados. (Esquema 3).
Esquema 3
Modelo sistémico de victimización mediática
Si quisiéramos generar un coeficiente
de violencia mediática simbólica tendríamos que sumar la carga de
interacción simbólica de violencia que recibe el receptor en el ámbito social,
institucional, familiar y afectivo para dividirlo entre la suma de elementos
que dan forma mediática al receptor (valores sociales del lugar de residencia,
composición familiar, clase social, tiempo de vida, tiempo de exposición al
medio, tipo de exposición al medio, actitud receptiva y grado de interactividad
con el medio).
Esto lo podríamos
esquematizar bajo la siguiente fórmula:
La
carga simbólica total nos daría el ambiente
de significación que el receptor tiene para la comprensión de cómo el medio
integra, discrimina, media y enjuicia los valores y antivalores y produce con
ellos contenidos que representan o deforman la realidad favoreciendo su
desarrollo o promoviendo en él roles y representaciones éticas, antiéticas o
inhumanas.
Bajo esta perspectiva, lo que se desea ejemplificar es cómo la acumulación de carga simbólica de violencia
que recibe una persona a través del acoso moral por parte de todos los entornos
con los que interactúa, puede manifestarse en varias modalidades:
- En lo personal:
- Física: Golpe, automutilación, anorexia, bulimia,
vigorexia, ortorexia y sexual
- Psicológica: baja autoestima, tristeza, depresión,
soledad, suicidio, negligencia, hostilidad
- En lo interpersonal: agresión física, agresión
psicológica, humillación, racismo, segregación, acoso y abuso sexual
- En lo social: robo, vandalismo, asesinato y guerra.
Además de estas variables tenemos que
todo acto de agresión, contra uno mismo, que pueda tener como resultado un daño
o sufrimiento físico, sexual o psicológico para satisfacer una necesidad o
presión emocional y afectiva, también es producido de manera indirecta por
agentes externos como el alcohol, el cigarro, anabólicos, esteroides, consumo
de medicamentes, las drogas, los deportes de alto riesgo y el exceso de
velocidad; y de manera directa por la propia persona.
Victimización mediática
Si
a la complejidad de esta interacción simbólica basada en el acoso moral le sumamos las desgarradoras
cifras registradas por el investigador mexicano Raúl Trejo Delarbe que afirma
que un joven ha visto antes de cumplir 18 años, en Estados Unidos, cerca de 200
mil actos de violencia, 16 mil de ellos asesinatos el panorama se vuelve
desesperanzador. Según detalla el panorama mediático Trejo Delarbe, a lo largo
de su texto, es urgente tomar cartas en el asunto:
La Asociación de Psicología de los Estados Unidos,
informó que al concluir la escuela primaria un niño ha visto en televisión 8
mil asesinatos y 100 mil actos de violencia. En Venezuela, se estima que al
llegar a los 18 años un joven ha presenciado más de 113 mil 500 heridos y
muertos, 65,000 escenas bélicas y 8,763 suicidios. En México se calcula que los
niños, en promedio han sido expuestos a 8 mil asesinatos y 100 mil acciones
violentas en la televisión, al momento de terminar su educación primaria. En
las caricaturas, hay entre 20 y 25 incidentes violentos cada hora. En los
horarios de mayor audiencia se ven 8 actos de violencia por hora en las tres
principales cadenas. De las series extranjeras que programa la televisión
mexicana, el 56 por ciento son de carácter violento” (Trejo Delarbe, 1997).
A esto habría que anexar que desde 1969 algunos analistas ya habían
demostrado que: “a) el contenido de la televisión se encuentra altamente
saturado de violencia; b) los niños y los adultos dedican cada vez un mayor
número de horas a ver televisión, y en concreto, pasan cada vez más tiempo
viendo programas de contenido violento; c) existen evidencias de que viendo
programas de contenido violento se incrementan las probabilidades de que los
receptores se comporten de manera agresiva” (García Galera, 2000: 13).
De acuerdo a estos números, los niños y
jóvenes del mundo están interactuando simbólicamente con tal cantidad de
mensajes explícitamente violentos que podríamos afirmar que su experiencia está
densamente cargada de significados y valores muy alejados de modelos y símbolos
positivos de comportamiento. ¿Qué tipo de validez y uso le darán a esa
información consumida?, ¿reproducirán el mismo rol de acoso moral estos niños
en su entorno familiar y social?, ¿será esta cadena de experimentación
simbólica de la violencia, la que está haciendo que cada vez sea menos frontal
nuestro acercamiento mediático?
No cabe duda que la violencia se ha
vuelto omnipresente. Al ser prácticamente un hilo argumental de la existencia
de todo joven, pareciera que día a día va borrando las gradaciones morales de
las siguientes generaciones. El relato existencial de los niños está fracturado
y puntuado por una mediación carnicera y deshumanizada. Nietzsche decía: “El
mundo verdadero, al final, se ha convertido en fábula” (citado en Pérez: 83).
Una fábula del mundo que magnifica la violencia, la delincuencia, el
narcotráfico, el terrorismo, las acciones criminales, haciendo apología de lo
perverso y espectacularización de la ilegalidad. “Y lo más curioso de esta
nueva forma de espectáculo es su efecto sobre la constitución misma de lo real.
Trasladado al medio televisivo, lo real se desveliza y se convierte en una
simulación virtual que, como ha transformado radicalmente nuestro modo de ver y
de estar en el mundo, no por ello deja de ser real. El medio produce una nueva
forma de realidad y por eso mismo, suscita una nueva manera de relacionarnos
con ella” (Lynch: 68).
El espacio imaginario en el que solía
habitar (la televisión) ya no es el territorio de batalla ni nuestro cuerpo la
frontera; la regla del enfrentamiento es que ya no hay regla. El código se ha
violentado, ya no hay violencia en estado natural, cada vez es más abstracta,
autosuficiente a tal grado de que no nos lleva a pensar en nada. Tal es el
exceso y tan profunda es la trampa que “imagen y violencia ahora son sinónimos”
(Mongin, 1999: 33).
Nos hemos instalado a tal grado en la
violencia que los porcentajes por muerte violenta y sus números no sorprenden;
pensar tan sólo que en promedio en los últimos 13 años la media es de 11 por
ciento de muertes violentas con relación al total de defunciones del país y que
el porcentaje correspondiente a suicidios se ha duplicado en un lapso menor a
10 años, registrándose anualmente una cantidad promedio de 3,200 en la
República Mexicana. (Cuadro 2 y 3).
Sin lugar a dudas, la violencia es un
grave problema de salud pública ya que va más allá de las simples agresiones y
lesiones; estamos hablando de un atentado, de un proceso de autodestrucción de
la especie humana.
El círculo de la violencia hoy se ha
vuelto un remolino que se está apoderando de la sociedad entera, su exceso de
acumulación y simulacro es aplastante. La violencia ya no se muestra
únicamente, también se recicla (violencia urbana, mediática, médica, bélica, de
banda, entre países, por droga, sexual, comunitaria, interracial, cultural,
contra uno mismo, contra los demás); por ello cuesta interrumpir ese flujo que
nos mueve a la animalidad y la bestialidad de manera enloquecida, ilimitada e
imprecisa.
Enrique Lynch explora esta tensión entre
los valores y el reciclaje visual que nos conduce a un plebeyismo axiológico
cuando dice: La televisión “hace funcionar los valores en boga y los apuntala
de manera edificante. Si se procura sacar un mensaje televisivo a partir de
estos géneros que retratan nuestros modelos de vida, el resultado no puede ser
más frustrante: el mensaje de la televisión reproduce con toda precisión los
códigos y los valores vigentes que se sintetizan en las preferencias y las
aversiones de las grandes masas. La televisión se caracteriza por no arriesgar
jamás ningún juicio crítico o excéntrico” (122)
Esta economía de la violencia marca
totalmente nuestra experiencia, reconocimiento y vínculo con el mundo y más
porque es gratuita, incontrolable y porque invertir en ella nos ha llevado a
constituir un Nuevo Orden Mundial.
Olivier Mongin se pregunta ante este
fenómeno: “¿la violencia de las imágenes puede remitir a una experiencia, a la
experiencia de la violencia tal como la sentimos y no a una nueva manera de
desembarazarse utópicamente de ella? Hay una diferencia evidente entre una
violencia desenfrenada que contribuye a la insensibilización y las imágenes que
remiten a la experiencia de la violencia. ¿Han renunciado las imágenes a
mostrar la experiencia, ha asesinado lo visual a la imagen en sí, prohibiéndole
mostrar otra cosa?” (Mongin: 133)
Porcentaje de muertes violentas. 1990-2003
Cuadro 3
Porcentaje de muertes por suicidio. 1990-2003
La
sintaxis de la violencia no permite alejamiento alguno como para aprender a
manejarnos entre ella. El encanto seductor que guarda su acoso es tan natural,
aparentemente no construida, que se ve con indiferencia. Así se filtra en la
vida del espectador como si fuese un espectáculo indoloro. La presión
psicológica que provoca en el espectador es tal que autoinducir la violencia se
vuelve un efecto catártico para algunos y así la imitan, como un espectáculo.
Basta ver la especialización por razones y la metodología empleada en los
suicidios para ver cómo también la autoagresión es parte de esa experiencia
ritual, no es gratuito que los porcentajes más altos correspondan a detonadores
amorosos y disgustos (Cuadro 4) como si el suicida repitiera con su acto una y
otra vez las imágenes de crímenes y las escenas de dolor que a él lo marcaron.
La víctima del acoso moral mediático social es en sí mismo, cuando aplica la
violencia, parte del espectáculo mediático. Él también será la “nota”.
Espectador, víctima, actor, pero jamás sujeto que pueda esquivar la pantalla.
La espiral de la violencia, nos dice
Mongin:
“queda tal vez
provisionalmente cerrada: primero, la sobrecarga del espectáculo de la
violencia es una manera de alejarla, como si el rechazo o el temor que pueda
tenérsele diera lugar a una adoración salvaje que se traduce en una permanente
traducción en imágenes; segundo, la obsesión del paso a la acción que muestran
los psicópatas de la pantalla traduce el terror que produce la violencia cuando
está en todas y en ninguna parte, semejante a un pulpo invisible; tercero, la
violencia de la pantalla, lejos de ser una ficción, corresponde a un
dispositivo de la violencia que no puede sino alimentar otros miedos y generar
así una ilusión que consiste en creer que uno puede desembarazarse de la
violencia devorando historias, que se finge creer que no nos cierne. Como si el
mundo estuviera finalmente protegido contra el mal. Como si el mal solo tuviera
lugar en la pantalla” (1999: 136).
Cuadro 4
Muertes por causa de suicidio. 1990-2003
La semántica de la pantalla, el jardín de
la mirada
Como
hemos podido ver, el problema de la violencia televisiva y social no sólo tiene
que ver con la cantidad, la frecuencia o su tipo de expresión; sino también con
el tipo de receptor ya que en los múltiples estudios que se han realizado se ha
visto que la concepción y naturaleza de lo que es o no violento puede cambiar
entre las personas. Este relativismo perceptivo está determinado por múltiples
factores como: ambiente familiar del que proviene el receptor, tipo de
educación recibida, formación moral, jerarquía personal de valores, modos de
interacción y socialización simbólica, proximidad con el medio, grado de acoso
moral que ejerce el medio, frecuencia de exposición mediática, proporción o
cantidad de violencia directa, indirecta, simbólica, gráfica, divertida, justificada
o recompensada percibida, “tipo de programa del cual procedía la escena, tipo
de instrumento utilizado para la violencia, medio físico en donde transcurre la
acción, gravedad de los daños observables causados” (García Galera, 2000: 25).
En términos de teoría de la recepción e
interacción simbólica tenemos con ello que cada receptor puede identificar
distintos tipos de significantes y por ende de significados dependiendo de
múltiples variables; y, que la interpretación de la violencia no siempre tiene
que coincidir entre ellos y mucho menos con las categorías de violencia en la
que la queremos encasillar.
También valdría la pena indagar dentro de
este sistema de dependencias que se establece entre televisión-receptor ¿quién
busca a quién?, ¿una televisión perversa a sujetos fácilmente acosables?, o
¿sujetos agresivos que buscan una televisión simbólicamente cargada de
violencia para ejercer una catarsis, alienación o proyección?
Con ello parecería que los intentos por
identificar y clasificar la violencia son acciones absurdas. No obstante a la
magnitud de las variables que debemos contemplar, una revisión sistémica que se
abra al mayor número de elementos a registrar, que considere todos los sistemas
y subsistemas ligados, los roles y protagonistas, formas de expresión,
intencionalidad y consecuencias, nos ayudará no tanto a genera una definición
universal ni tipológica de la violencia, sino más bien a dimensionar los campos
donde debemos trabajar para erradicarla. Mucho se ha avanzado en tratar de
establecer el perfil de la violencia, su extensión y naturaleza; quizá donde
más debemos profundizar es en los sistemas de resolución y evaluación de cada
propuesta.
Axiología y responsabilidad mediática
Ya
sea de manera directa o indirecta, sublimada o reciclada, central o periférica,
explícita o implícita, denotativa o connotativa, tolerable o intolerable,
medida o instalada, las preguntas éticas sigue siendo: ¿podemos mostrarlo
todo?, ¿qué debemos hacer con la violencia?, ¿cómo romper el círculo de la
violencia y el acoso moral televisivo?, ¿cómo acabar con su funcionalidad y
maltrato psicológico?, ¿cómo evitar que se convierta en una pandemia
mediática?, ¿hasta cuándo debemos permitir que este abuso viole la dignidad de
la persona y sus valores?, ¿es posible calcular todo el daño moral, físico,
espiritual, intelectual y emocional que produce el acoso moral mediático?.
¿quiénes deben asumir la responsabilidad al respecto?
Si retomamos nuestro modelo sistémico, a
manera de propuesta, habría que decir que es responsabilidad de todos insistir
en la promoción de la veracidad, la libertad y la justicia, como principios
claves de la comunicación para dotarla nuevamente de sentido personal y
colectivo y así defender y promover el bien común. Para ello sería importante
primero contrarrestar culturalmente la moral permisiva que orienta a las
personas a buscar la satisfacción individual a cualquier precio. “Un nihilismo
moral de la desesperación se añade a ello que acaba haciendo del placer la sola
felicidad accesible a la persona humana” (Foley, 1989).
En segunda instancia revisar críticamente
qué implica el derecho a la libertad de opinión, expresión y difusión y hasta
dónde su relación con el derecho a la libertad de pensamiento le obliga y
permite dañar a la persona. Un uso responsable de la libertad de expresión e
intercambio de información debe siempre salvaguardar el derecho de todos los
individuos, las familias y la sociedad; protegiendo, nunca destruyendo los
valores fundamentales de la vida social, cultura y emocional de las personas.
Todos los que toman parte de la vida
social tienen deberes y obligaciones mediáticas como el respeto al otro, la
pluralidad y la tolerancia, pero sobre todo, con la dignidad de la persona.
Toda persona puede y debe contribuir al bien común y al desarrollo integral del
hombre.
En el Esquema 4 podrán ver como propuesta
un modelo de axiología mediática en
el que se plantea un sistema de
responsabilidades éticas que bien podría servir para involucrar a todos los
responsables en la formación de la conciencia moral del receptor.
Esquema 4
Fórmula de equidad axiológica
A
manera de propuesta se recomienda: 1) que los responsables de los medios
cuenten con códigos de ética, tanto normativos en la conducta moral que desean
promover entre sus equipos creativos y legalistas para que las prácticas
informativas se encuentren en un marco democrático de derecho que busque el
bien común, promoviendo con ambas visiones que nazca de ellos la
autorregulación y, en un marco de libertad y autonomía, sea cada persona la que
asuma su responsabilidad creativa; 2) de igual forma, se propone que los
generadores de contenido, cuenten con una formación ética y guías para el
correcto tratamiento de los principales temas para que gocen de cierta alfabetización
ética para los medios y conozcan el tipo de afectación que tiene el mal manejo
del lenguaje y evitar con ello convertirse en manipuladores, deformadores de la
información o acosadores morales; 3) educar a la familia, a los maestros y
miembros de otras instituciones formativas en el uso pedagógico y axiológico de
los medios, para que además de gozar con cierta alfabetización puedan hacer un
uso positivo de los recursos mediáticos; y 3) contemplando a los receptores es
fundamental orientarlos en la decodificación mediática tanto a nivel de
producción como a nivel moral y hacer de ellos receptores críticos.
El trabajo para erradicar la violencia
mediática como social es de todos los involucrados (familia, escuela,
instituciones, gobierno, medios de comunicación, creativos, publicistas,
anunciantes). La educación, la autodisciplina y el autocontrol basado en el
respeto a la persona y el bien común son la única clave para garantizar la
unidad y el desarrollo social. En la medida que se cuente con un marco legal
que proteja los intereses de la familia, el bien común, la juventud y la niñez;
en la medida que exista la convicción moral –por parte de los generadores de
contenido- para servir a la sociedad con respeto y rigurosidad; en la medida
que los dueños de los canales televisivos promuevan prácticas éticas y eviten
la telebasura, la conquista de la audiencia a toda costa, el vedetismo, la
mitificación del escándalo, la promoción de intereses particulares, el
amarillismo y la invasión de la intimidad; en la medida que el público receptor
exprese su individualidad, se eduque, se haga crítico y haga que se escuche su
voz cuando algo atenta contra su persona y dignidad; en la medida que los
educadores promuevan valores éticos, sociales, culturales y mediáticos
contrarrestarán las fuerzas negativas y manipuladoras, ayudando a que los
desprotegidos rechacen la mentalidad consumista, conformista, facilista,
hedonista y deshumanizante que ha deformado las bondades naturales de la
televisión como un medio que bien podría fomentar el diálogo entre las
personas, facilitar la participación social y el acceso al concomimiento, la
sabiduría y la belleza.
La televisión ni las mismas instituciones
sociales están obligas a seguir reproduciendo el modelo de acosador moral ni fomentando cosmovisiones reducidas, ni antiéticas
que concluyan en la autodestrucción, las prácticas violentas ni el suicidio.
Si entre todos logramos romper el círculo
de la violencia, pronto podremos gozar
de una televisión educativa, recreativa y formativa que dote nuevamente de
significados la vida; cuya interacción simbólica favorezca la creación de
identidades, sirva al desarrollo de las personas, resuelva necesidades
familiares, oriente el actuar social, promueva la libertad, la responsabilidad,
la solidaridad, la justicia y la búsqueda de la verdad. En ese momento,
regresará al hombre la mirada. Una visión que jamás debió apartarse de su lado.
Conclusiones
Ante el círculo
de la violencia nos hemos vuelto devoradores de manipuladoras representaciones
simbólicas e imágenes que derivan en la ausencia total de sentido. La
experiencia de la mirada se ha relegado a la absorción de patrones sugestivos
opresores que orillan al receptor a un encerrarse en sí mismo, para que éste
termine inventándose un mundo en el que el hedonismo se mimetiza con la
“realización personal”.
El sistema de relaciones sociales y mediático que se estableció a lo
largo del texto es el que plantea cómo la televisión y el entorno social
reproducen un patrón de acoso moral en el que el receptor es confundido,
agredido y maltratado psicológicamente por sistemas de mediaciones poco éticas.
Las preguntas planteadas y que van diseccionando nuestro análisis nos llevan a
concluir que:
1) los medios, la familia, la escuela y las demás instituciones, en el
proceso de socialización le ofrecen al individuo significados emitidos por representaciones simbólicas mediatizadas
en forma de valores, actitudes, formas de pensar y creer;
2) la experiencia de la realidad se ha vuelto una elaboración social continua determinada por los significantes
culturales recibidos en la interacción
simbólica con todos los agentes generadores de contenido;
3) es tal el intercambio y negociación simbólica que podríamos hablar de
la configuración de una civilización
signocrática;
4) desgraciadamente esta
civilización se ha circunscrito dentro de una iconósfera violenta;
5) dicha violencia directa, indirecta, abstracta, real o simbólica está
muy presente en muchos de los contenidos actuales de la comunicación televisiva;
6) en los últimos años el nivel de penetración de la televisión es tal,
que su nivel de impacto y credibilidad, entre los mexicanos, representa el
mayor porcentaje de aprendizaje social
de un individuo;
7) si este aprendizaje ha reforzado incentivos
ambientales negativos y violentos, ha empezado a reproducir el papel de acosador moral;
8) el rol de acoso moral que han llegado a representar algunos programas
televisivos violentos puede terminar manipulando, torturando, humillando,
mintiendo, faltando el respeto y asesinando psicológica y moralmente al
receptor;
9) los mecanismos de acción de esta televisión acosadora se dan a través
de la seducción, la fascinación, la manipulación, la mentira, la paradoja, el
sarcasmo, la burla, el desprecio, la difamación y la ritualización sígnica,
produciendo como efectos la confusión, el borrar los límites de la realidad, la
alienación, la idealización, el apasionamiento y el desdibujar los efectos y
consecuencias de las acciones;
10) la seducción perversa y el
acoso moral que establece la televisión hacia el receptor le hacen creer que es
libre en sus decisiones sin dar cuenta que están ejerciendo una dominación que
lo llevan a un desposeimiento personal, sumisión, dependencia o discriminación;
11) las manifestaciones de este acoso se ven reflejadas en el receptor en
dos áreas: a) desequilibrio psicológico y moral, quejas, temor, inseguridad,
baja valoración y, b) cambios conductuales como anorexia, bulimia, ortorexia,
vigorexia, consumismo, hedonismo, relativismo, materialismo, violencia social,
física, psicológica, automutilación, agresión y suicidio;
12) la violencia perversa de la televisión se ha hecho cada vez más
simbólica, indirecta y sugestiva, en sus respectivos casos puede ser contra la
persona, la familia, la fe, la convivencia filia, la salud y la sociedad;
13) la televisión no es el único sistema
de mediación simbólica que reproduce el patrón de acosador moral, también
lo pueden ser la familia, la escuela y las otras instituciones formadoras de la
personalidad al momento de legitimar y producir violencia;
14) esta cadena de interacciones produce una resemantización,
recomposición y refuncionalización entre todos los involucrados que deriva en
una victimización denominada aquí mediática;
15) el ambiente de significación
violento podría ser contrarrestado generando cadenas de interacción simbólica éticas y sistemas de responsabilidades;
16) los sistemas de responsabilidad consistirían en: a) una legislación
ética y mediática, b) códigos éticos normativos, c) formación ética y guías de
contenido para que los generadores de contenido asuman su responsabilidad creativa, d) proveer de educación para la comunicación en la familia y la escuela; e) ultralfabetizar para los medios a los
comunicadores; f) desarrollar talleres de recepción
crítica y educación para la recepción; g) fomentar la responsabilidad receptiva.
Con todo ello queremos plantear la
necesidad de crear un área de la comunicación que se especialice en la victimización mediática y pueda estudiar
y plantear soluciones para todos los tipos de afectaciones violentas que se dan
en la interacción y recepción simbólica. Es un hecho que no podemos cerrar los
ojos ante el abuso mediático en el que hemos caído; asumir responsabilidades
significa querer evitar que la mirada pase a ser una especie en peligro de
extinción y vuelva a ser signo transparente de composición accionaria y dé
sentido en la vida de cada persona.
La televisión como todos los medios debe estar al servicio de la persona,
usando todo su potencial para promover sanos valores humanos, familiares y
sociales. Es vital que quienes trabajan en ella asuman una ética de la
convicción y de la responsabilidad de la información que están mediando. Así
mismo, los receptores tienen también la obligación de formar su conciencia y
ser receptores responsables y críticos. Ya lo decía Roger Silverstone: “los
medios están ahora en el centro de la experiencia, en el corazón de nuestra
capacidad o incapacidad para encontrarle un sentido al mundo en que vivimos y
esa es justo la razón por la que debemos” dominarlos (citado en Buckingham,
2005: 23). La secuencialidad de la violencia simbólica, mediática y social,
sólo podrá erradicarse cuando la dignidad de la persona sea el centro de la
acción comunicativa y así, como concluyó Juan Pablo II en su mensaje para la
Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2004: la persona logre encontrar
en la televisión “su fuente de apoyo, estímulo e inspiración” para tratar de
vivir en una comunidad de vida y amor, promoviendo los sanos valores morales y
una cultura de solidaridad, libertad y paz.
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[1]
Comunicólogo por la Universidad Anáhuac. Maestro en Humanidades por la
Universidad Anáhuac. Fue Miembro del Comité de Misión, Visión y Valores de
Televisión Azteca. Se ha desempeñado como periodista publicando en diversas
revistas especializadas y periódicos nacionales. Es editor de la comunidad de
Comunicadores Católicos de Catholic.net y Director de Medios de Global Content.
Se desempeña como académico e investigador adscrito al Centro de Investigación
para la Comunicación Aplicada (CICA) en la Universidad Anáhuac y es autor del
libro Comunicación masiva en
Hispanoamérica. Cultura y literatura mediática.
[2] El autor agradece el valioso
apoyo brindado por Tere Mansur en la elaboración de esta investigación.